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no debe tener escrúpulos en lo tocante a los derechos augustos de la legitimidad, ni vacilar tampoco en la creencia de que D. Carlos es la religión, la virtud, la moral, el bien de los pueblos.

      – Contra el mal, contra la impiedad y el libertinaje: estamos conformes. Por consiguiente, si ésta es milicia cristiana, la otra es milicia impía, verdadero ejército del demonio o de todos los demonios. ¡Si no lo pongo en duda!… Quería yo que usted confirmase esta opinión con su autoridad. Yo dudé, tenía mis escrúpulos: deseaba que el dictamen de un hombre de estudio los disipara. Ya no dudo, ya sé a qué atenerme: puedo manifestarle sin rebozo ese estado singularísimo de mi espíritu de que antes le hablé».

      Apenas llegaban a las primeras casas de Carcastillo, vieron movimiento de tropas. No tardaron en informarse de que pronto saldrían el ejército y el Cuartel Real en dirección a Sangüesa, por lo que se dieron prisa a entrar en su alojamiento y a disponer la marcha.

      VIII

      No sin dificultad pudo Ibarburu conseguir un mulo y una yegua, y caballeros los dos fueron juntos y en agradable conversación por todo el camino; mas Fago no tocó el tema que había quedado pendiente, pues tales cosas, según dijo, no eran para tratadas a la ligera, galopando entre el bullicio de la tropa en marcha. En Sangüesa fueron alojados, juntamente con el brigadier La Torre y el auditor Lázaro, en una de las mejores casas de la población, y por la noche, después de cenar en buena compañía, con señoras y todo (a las cuales La Torre, hombre de refinado trato social, entretuvo con donaires del mejor gusto), se les destinó una alcoba con tres camas para ellos dos y el auditor, no siendo posible mejor acomodo, porque la ciudad le venía muy chica a ejército tan grande. Decididos a esperar el sueño de su compañero de cuarto para charlar a gusto, tuvieron la suerte de que el Sr. Lázaro, apenas puso la cabeza en la almohada, rompiera en ronquidos profundos. Al son de esta música, que más era molestia que estorbo, hizo Fago a su amigo la confesión siguiente:

      «Ha de saber usted que desde que ando entre soldados, mejor dicho, desde que vi al General Zumalacárregui, se me ha metido en el alma un ardentísimo deseo de tomar las armas.

      – ¡Hola, hola!…

      – De lo que he luchado en mi conciencia para combatir este sentimiento guerrero, que me parecía inspiración del demonio, no puede usted tener idea. Porque lo que siento, créame usted, es una furia, un frenesí impulsivo, y al propio tiempo un profundo desprecio de la vida de mis semejantes, sobre todo si son del bando o facción contraria a nuestras ideas. Y como conceptúo que este sentimiento se da de trompicones con la mansedumbre, cualidad primera del sacerdote, de aquí mi confusión, mi terror más bien, viendo perdida en un instante la serenidad conquistada por mi pobre alma en tres años de oración y quietud, de comercio intelectual y moral con varones sapientísimos y virtuosos… Yo había conseguido la paz de mi alma, y ahora me siento, ¡ay de mí!, abrasado en loca ambición, ansioso de que mi nombre suene en todos los oídos, ávido de imponer mi voluntad, y de satisfacer un diabólico prurito de acción; de acción, señor Ibarburu, que me abrasa las entrañas y enciende llamaradas en mi cerebro. ¿Qué es esto? ¿Es que el demonio me vuelve a coger entre sus garras?

      – Poco a poco, amigo mío; no se exalte usted, y estudiemos el asunto – dijo Ibarburu un tanto inquieto. – Bien podría ser que eso no fuese cosa del demonio.

      – Pues de Dios no es… ¡oh!, de Dios no – exclamó Fago levantándose para estirar su cuerpo entumecido.

      – No podemos afirmarlo tan pronto.

      – ¿Cree usted que es de Dios?

      – No sé… Examinémoslo… Puede ser de Dios… ¿Por qué teme que no lo sea? ¿Por la Orden sagrada que le obliga…?

      – A la modestia, a la pasividad, a la obediencia, a la humildad, a la vida oscura, al amor de los semejantes, sin distinción alguna.

      – Distingamos, amigo Fago.

      – No, no distingo. Si soy guerrero, si Dios lo quiere así, no puedo ser sacerdote, no quiere Dios que lo sea, me autoriza para dejar de serlo… Resultará que me equivoqué, amigo Ibarburu; que una falsa vocación, producida por debilidad mental, por pesadumbres, por cansancio, no sé por qué, extravió mi espíritu. Lo diré más claro: yo sospecho ahora que todo esto, como cosa postiza y mal pegada, se descompone, dejando al descubierto el antiguo ser: el hombre pendenciero, el bravo, el que jamás conoció el miedo… Porque ha de saber usted, y no lo digo por alabarme, que no había nadie capaz de medirse en arrogancia con José Fago.

      – ¿Fue usted militar?

      – No, señor; pero tenía todos los instintos militares, la rapidez de la acción en las aventuras, el golpe de vista audacísimo, el desprecio de todo obstáculo, la resistencia física, la persistencia en mis fines, la energía indomable para imponer mi voluntad. Y en el fondo de todo eso, una gran rectitud moral, un sentimiento profundísimo del bien, que interpretaba a mi manera.

      – ¿Y cómo, señor mío – preguntó Ibarburu con asombro, – pasó usted de ese estado a otro tan diferente?

      – Fijándome en ello veo ahora que la diferencia no es tan grande. Al entrar en la vida eclesiástica, aun entrando por equivocación, yo llevaba los elementos de mi ser antiguo; yo ambicionaba la lucha por la fe, el martirio, la predicación a infieles, las misiones… No es tan diferente, Sr. Ibarburu, no es tan diferente… Resultó que no encontré terreno apropiado a mis anhelos… Sin saber cómo, en vez de las glorias eclesiásticas, fui a parar a la política cristiana, y de la política cristiana a la guerra de Dios…

      – Explíqueme usted otra cosa – dijo Ibarburu, lleno de dudas y buscando la lógica en las fluctuaciones del carácter de aquel extraño sujeto. – En presencia de la horrible tragedia de Ulibarri ¿no sintió usted que se le desgarraba el alma; no sintió espanto de la guerra, y piedad inmensa del inocente sacrificado?

      – Sí señor: sentí desgarrado mi corazón, porque yo había ofendido a Ulibarri, porque éste era un hombre honrado y bueno, porque me habían llevado a su presencia para que le perdonase los pecados, y él era, él, quien debla perdonarme a mí los míos. Por eso se conturbó mi alma horrorosamente.

      – Y después, al enterrarle, ¿no derramó usted lágrimas amargas, ofrenda de piedad al muerto, y a Dios, que nos enseñó las Obras de Misericordia?

      – Sí, señor: lloré, y lloré con el alma, porque yo había ofendido a D. Adrián… Su desastroso fin me anonadaba. Parecíame que era yo quien le había matado.

      – Y en aquellos angustiosos minutos, ¿empezó usted a sentirse guerrero?

      – Todavía no. En Falces, en Peralta, yo no sé lo que deseaba. El ardiente anhelo de tomar las armas estalló furibundo cuando vi por primera vez de mi vida al General Zumalacárregui, en el momento aquel de bajar de la torre las mujeres de los urbanos.

      – ¿Cuando las azotó?

      – Cuando las azotó… No, no; antes, en el momento de verle aproximarse, látigo en mano.

      – Explíqueme usted por qué la presencia del grande hombre del absolutismo, del realismo, mejor dicho, despertó tan súbitamente en usted ese anhelo…

      – En mí son frecuentes las explosiones de un sentimiento… ¿lo llamaré virtud, lo llamaré defecto? No sé cómo llamarlo. Lo mismo puede ser una cosa que otra. ¿Sabe usted lo que es? La emulación. Yo soy un hombre que en presencia de cualquier individuo que en algo se distinga, siento un irresistible empeño de sobrepujarle y hacer más que él.

      – Cualidad es ésa, amigo mío, que puede conducir a la gloria, o a grandes desastres y miserias… Ya comprendo. Vio usted al General y se dijo: «Todo lo que tú has hecho lo habría hecho yo. Aquí hay un hombre que se siente con bríos para eclipsar tus empresas».

      – Exactamente.

      – Antes de pasar adelante, dígame usted: al abrazar el estado eclesiástico, guiado, como ha dicho, por una vocación más o menos verdadera, ¿sintió usted también el estímulo de sobreponerse a las personas religiosas?

      – No

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