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de 16 de Agosto. Vestía tan mal que casi iba medio desnudo, no porque careciera de traje, sino por no haber tenido tiempo para ponérselo. Él y otros como él, fueron sin duda los que inspiraron la célebre frase de que antes he hecho mención. Sus carnes sólo se vestían de gloria. Dormía sin abrigo y comía menos que un anacoreta, pues con dos pedazos de pan acompañados de un par de mordiscos de cecina, dura como cuero, tenía bastante para un día. Era hombre algo meditabundo, y cuando observaba los trabajos de la segunda paralela, decía mirando a los franceses: gracias a Dios que se acercan, ¡cuerno!… ¡Cuerno!, esta gente le acaba a uno la paciencia.

      – ¿Qué prisa tiene Vd., tío Garcés? – le decíamos.

      – ¡Recuerno! Tengo que plantar los árboles otra vez antes que pase el invierno – contestaba, – y para el mes que entra quisiera volver a levantar la casita.

      En resumen, el tío Garcés, como el reducto, debía llevar un cartel en la frente que dijera: Hombre inconquistable.

      Pero ¿quién viene allí, avanzando lentamente por la hondonada de la Huerva, apoyándose en un grueso bastón, y seguido de un perrillo travieso, que ladra a todos los transeúntes por pura fanfarronería y sin intención de morderles? Es el padre fray Mateo del Busto, lector y calificador de la orden de mínimos, capellán del segundo tercio de voluntarios de Zaragoza, insigne varón a quien, a pesar de su ancianidad, se vio durante el primer sitio en todos los puestos de peligro, socorriendo heridos, auxiliando moribundos, llevando municiones a los sanos y animando a todos con el acento de su dulce palabra.

      Al entrar en el reducto, nos mostró una cesta grande y pesada que trabajosamente cargaba, y en la cual traía algunas vituallas algo mejores que las de nuestra ordinaria mesa.

      – Estas tortas – dijo sentándose en el suelo y sacando uno por uno los objetos que iba nombrando – me las han dado en casa de la Excma. Sra. condesa de Bureta, y esta en casa de D. Pedro Ric. Aquí tenéis también un par de lonjas de jamón, que son de mi convento, y se destinaban al padre Loshoyos, que está muy enfermito del estómago; pero él, renunciando a este regalo, me lo ha dado para traéroslo. ¿A ver qué os parece esta botella de vino? ¿Cuánto darían por ella los gabachos que tenemos enfrente?

      Todos miramos hacia el campo. El perrillo saltando denodadamente a la muralla, empezó a ladrar a las líneas francesas.

      – También os traigo un par de libras de orejones, que se han conservado en la despensa de nuestra casa. Íbamos a ponerlos en aguardiente; pero primero que nadie sois vosotros, valientes muchachos. Tampoco me he olvidado de ti, querido Pirli – añadió, volviéndose al chico de este nombre, – y como estás casi desnudo y sin manta, te he traído un magnífico abrigo. Mira este lío. Pues es un hábito viejo que tenía guardado para darlo a un pobre; ahora te lo regalo para que cubras y abrigues tus carnes. Es vestido impropio de un soldado; pero si el hábito no hace al monje, tampoco el uniforme hace al militar. Póntelo y estarás muy holgadamente con él.

      El fraile dio a nuestro amigo su lío, y este se puso el hábito entre risas y jácara de una y otra parte, y como conservaba aún, llevándolo constantemente en la cabeza, el alto sombrero de piel que el día 31 había cogido en el campamento enemigo, hacía la figura más extraña que puede imaginarse.

      Poco después llegaron algunas mujeres también con cestas de provisiones. La aparición del sexo femenino trasformó de súbito el aspecto del reducto. No sé de dónde sacaron la guitarra; lo cierto es que la sacaron de alguna parte; uno de los presentes empezó a rasguear primorosamente los compases de la incomparable, de la divina, de la inmortal jota, y en un momento se armó gran jaleo de baile. Pirli, cuya grotesca figura empezaba en ingeniero francés y acababa en fraile español, era el más exaltado de los bailarines, y no se quedaba atrás su pareja, una muchacha graciosísima, vestida de serrana, y a quien desde el primer momento oí que llamaban Manuela. Representaba veinte o veinte y dos años, y era delgada, de tez pálida y fina. La agitación del baile inflamó bien pronto su rostro, y por grados avivaba sus movimientos, insensible al cansancio. Con los ojos medio cerrados, las mejillas enrojecidas, agitando los brazos al compás de la grata cadencia, sacudiendo con graciosa presteza sus faldas, cambiando de lugar con ligerísimo paso, presentándosenos ora de frente, ora de espaldas, Manuela nos tuvo encantados durante largo rato. Viendo su ardor coreográfico, más se animaban el músico y los demás bailarines, y con el entusiasmo de estos aumentábase el suyo, hasta que al fin, cortado el aliento y rendida de fatiga, aflojó los brazos y cayó sentada en tierra sin respiración y encendida como la grana.

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