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horas. La realidad, no obstante, impuso mayor detención y hacer acopio de paciencia. El mesón o parador en que se habían instalado era de lo peor del género, similar de las famosas ventas manchegas: la única estancia que ofrecía relativa comodidad ocupábala Calpena; y no sabiendo éste qué hacer en el largo aburrimiento y plantón fastidioso, pidió tintero y pluma, pues desde que salió de La Guardia le había entrado una viva comezón de escribir. ¿A quién? A los tres puntos cardinales de su afecto: al Norte, Negretti y Aura, los amigos de La Guardia al Este, al Sur los de Madrid. La náutica rosa de aquel corazón no tenía Occidente… Como la querencia del Sur había tomado en él extraordinaria viveza, por el camino redactó mentalmente multitud de cartas dirigidas a la misteriosa deidad que le protegía haciéndole suyo en el presente y en el porvenir. En posesión ya de los avíos de escribir, se dijo, preparándose de papel: «Lo primero a ella…». Pero con toda su aplicación, no pudo pasar de la primera línea: «Mi señora desconocida…», fórmula que varió hasta lo infinito, sin encontrar la más apropiada. «Señora incógnita, mi muy amada protectora…». Y luego de encontrada la fórmula, ¿qué le diría? En estas perplejidades, mirando al papel, mordiendo las barbas de la pluma, encontrole Sabas, que subió a decirle presuroso: «Ahí está ese señor… Oiga las voces que da, y el ruido que arman sus criados y caballerías. Es el viejo Urdaneta, D. Beltrán de Urdaneta, ¿sabe, señor?, el abuelo del Don Rodrigo que esperaban en La Guardia con toda su familia… Verá qué viejo más salado. Va también hacia Mena, donde está su hija, casada con el mayorazgo de Maltrana».

      X

      – ¡Al demonio tú y D. Beltrán! Me has asustado. Creí que se trataba de otra persona. ¡Si yo no conozco a ese viejo, ni le he visto en mi vida!

      – Pues ahora tendrá por fuerza que verle y que tratarle, porque es parroquiano antiquísimo de este mesón, y en él para desde el siglo pasado, siempre que va y viene. Como el único cuarto decente es este, él tiene costumbre de ocuparlo: el mesonero le ha dicho que se acomode aquí con el señor, que también es persona de la Grandeza de España.

      – No quiero – dijo Calpena, a quien molestaba en aquella ocasión hacer conocimientos. – Me iré a un pajar, y que venga ese D. Beltrán o D. Cuerno a ocupar su aposento.

      Y cuando se levantaba, decidido a escabullirse antes que el nuevo huésped llegara, ábrese la desvencijada puerta y penetra un simpático y noble anciano, de buena estatura, algo rendido al peso de la edad, de afable rostro y modales finísimos, revelando en todo el alto nacimiento y el refinado trato social. «Perdone usted, señor mío, esta invasión de su aposento. La edad nos da privilegios bien tristes. No quiero, no, desalojarle… no faltaba más. Me atrevo a proponerle que, pues en nuestro hotel no hay más que una estancia, la compartamos los dos como buenos amigos. Ni usted me estorba, ni yo he de estorbarle; y sabiendo ya con quién he de vivir veinticuatro horas, sólo añado que es para mí gran satisfacción la compañía de persona tan principal».

      Correspondiendo Fernando a la cortesanía del insinuante viejo, propuso retirarse dejándole toda la pieza, para mayor comodidad y desahogo; a lo que contestó D. Beltrán que por ningún caso lo aceptaría. «Respondo de que a poco que nos tratemos, mi compañía no ha de serle a usted desagradable, pues a mí, que hoy le veo por primera vez, me encanta ya la suya». A un movimiento de sorpresa interrogativa del joven, dio respuesta con estas palabras: «No nos conocemos y nos conocemos, Sr. de Calpena, porque ha de saber usted que vengo de La Guardia, donde he dejado a mi nuera y a mi nieto, y en las veinticuatro horas que allí me detuve, no han cesado aquellas buenas personas de hablarme de usted. El cura Navarridas y las niñas de Castro estiman a su huésped en todo lo que vale. Ya sé, ya sabemos todo… por qué serie de accidentes fue usted a parar allí, el servicio que prestó a las niñas, su conducta valerosa, gallarda… Y como al propio tiempo sé que D. José María le habló a usted de mí, démonos por recíprocamente presentados, y tengámonos por amigos de larga fecha… digo, larga no, porque es usted casi un niño».

      Decía esto, tomando asiento, después de despojarse de su abrigo de viaje. Sin dar tiempo a que Fernando le expresara su agrado por tantas amabilidades, le dijo, reparando en el papel y tintero: «Si estaba usted escribiendo, puede seguir. Tome la silla, y pues no hay otra, yo me pasearé en el domicilio común mientras usted escribe».

      – No, señor: sólo por matar mi aburrimiento pensé escribir… pero ahora que tengo compañía tan grata, quédese para mañana la escritura…

      – Pues si usted no escribe, le propongo que nos vayamos a la cocina, donde tenemos un buen fuego, y estaremos muy bien. Siempre que paro aquí, me paso las horas junto al hogar, en compañía de estas gentes sencillas y honradas, y de los gatos y perros. Ya me conocen hasta los animales.

      – También a mí me gusta engañar las horas en las cocinas de los pueblos, mirando las llamas del fogón, sintiendo el hervir de los pucheros, y echando un párrafo con los aldeanos. Vamos, vamos, Sr. D. Beltrán.

      – Deme usted el brazo, joven, que no me hace gracia, a mis años, tomar medida a estas desvencijadas escaleras. ¡Qué recuerdos tiene para mí esta casa! No le exagero a usted si le digo que he parado en ella unas sesenta veces. La primera, no hace nada de tiempo… el año 780, yendo con mi padre a una cacería, invitados por mi pariente el Condestable, el padre de Bernardino Frías, a quien usted conocerá; la segunda, cuando llevamos a mi hermana a profesar en las Franciscanas de Medina de Pomar; la tercera… ni me acuerdo ya. Por aquí pasé para llevar a mi hija Valvanera a sus bodas con Maltrana, y a casa de mi hija voy también ahora. La fecha de aquel casamiento es de las que no se olvidan. En este parador, cuando íbamos a Villarcayo, nos dieron la noticia de la batalla de Bailén… En fin, pasé también el 28, huyendo de las bandas apostólicas, y había pasado el 23, por evitar un encuentro con las tropas de Angulema. Íbamos hacia la frontera Osuna y yo, el Duque viejo (padre de estos chicos), Pedro Alcántara y Mariano, y tuvimos que dar un largo rodeo para tomar un barco que salía de Santoña, y nos llevó a La Rochelle… En fin, mi vida es muy larga, y en ella no faltan peripecias.

      Tomaron posesión del mejor banco de la cocina, junto a la mesa de castaño, y D. Beltrán anunció alegremente que había mandado asar un cordero y preparar ajilimójilis.

      «Esta llaneza – dijo gozoso – me encanta; estas comidas elementales y primitivas son mi delicia. O esto, o los refinamientos de la cocina parisiense. Y en cuanto a la sociedad, o la más alta, o la de estos infelices, reforzada por los gatos y perros, que ya tiene usted aquí, buscando mis halagos».

      En efecto: uno de los dos michos de la casa, se le había subido en el brazo, y el otro se rascaba contra sus piernas. Dos magníficos lebreles le hacían la guardia a un lado y otro de la silla.

      «A mí, Sr. D. Fernando – continuó, – no me dé usted términos medios. O los palacios resplandecientes de lujo, o esta humilde cocina. Y en cuestión de bello sexo, que siempre fue una de mis más caras aficiones, o las damas encopetadas, o estas gallardas bestias campesinas… Que nos traigan vino blanco, que aquí lo hay superior. Chica, llévate esto, y dile a Ginés que si no tiene vino blanco, que mande por él inmediatamente a casa de Sopelana».

      – Lo hay, señor Marqués – dijo la moza, – y ahora mesmito se lo traigo.

      – Pues date prisa, que aunque no me atiendas a mí por viejo… (¿Tú sabes lo que dijo Carlos V… no este Carlos V, sino el otro?… Luego te lo diré…) Pues si a mí no me atiendes, porque soy un pobre vejestorio inservible, no harás lo mismo con este caballero tan guapo.

      – A fe mía, que lleva usted bien sus años, Sr. D. Beltrán – dijo Calpena. – Conserva usted su agilidad, su buen humor, con las prendas todas del caballero de raza.

      – ¡Oh!, no, amigo mío: ya estoy muy acabado; ya no soy ni sombra de lo que fui. Verdad que no me falta la cabeza, y discurro como en mis mejores tiempos; pero la vista se me va. Hay días en que no veo tres sobre un burro, y si sigo así, pronto quedaré ciego. Esto me aflige, porque me he propuesto llegar a los noventa. Respecto de mi edad, habrá usted oído mil leyendas. Hay quien cree que he cumplido el siglo, y que me rebajo… Patraña: hace lo menos diez años que renuncié a ese inocente coquetismo.

      – No representa

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