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de Cádiz.

      – De buena gana lo haría, señores, si me encontrara con fuerzas para cumplir las leyes de un instituto tan riguroso. Para esa Cruzada del obispado se necesitan hombres virtuosísimos y llenos de fe.

      – Ha hablado perfectamente – repuso con solemne acento D. Pedro.

      – Disculpas, hijo – añadió Amaranta con malicia. – La verdadera causa de la resistencia de este mozuelo a ingresar en la orden gloriosa es no sólo la holgazanería, sino también que las distracciones de un amor tan violento como bien correspondido, le tienen embebecido y trastornado. No se permiten enamorados en la orden, ¿verdad, Sr. D. Pedro?

      – Según y conforme – respondió el grave personaje tomándose la barba con dos dedos y mirando al techo. – Según y conforme. Si los catecúmenos están dominados por un amor respetuoso y circunspecto hacia persona de peso y formalidad, lejos de ser rechazados, con más gusto son admitidos.

      – Pues el amor de este no tiene nada de respetuoso – dijo Amaranta, mirando con picaresca atención a doña Flora. – Mi amiga, que me está oyendo, es testigo de la impetuosidad y desconsideración de este violento joven.

      D. Pedro fijó sus ojos en doña Flora.

      – Por Dios, querida condesa – dijo esta – usted con sus imprudencias es la que ha echado a perder a este muchacho, enseñándole cosas que aún no está en edad de saber. Por mi parte la conciencia no me acusa palabra ni acción que haya dado motivo a que un joven apasionado se extralimitase alguna vez. La juventud, Sr. D. Pedro, tiene arrebatos; pero son disculpables, porque la juventud…

      – En una palabra, amiga mía – dijo Amaranta dirigiéndose a doña Flora. – Ante una persona tan de confianza como el Sr. D. Pedro, puede usted dejar a un lado el disimulo, confesando que las ternuras y patéticas declaraciones de este joven no le causan desagrado.

      – Jesús, amiga mía – exclamó mudando de color la dueña de la casa, – ¿qué está usted diciendo?

      – La verdad. ¿A qué andar con tapujos? ¿No es verdad, señor de Congosto, que hago bien en poner las cosas en su verdadero lugar? Si nuestra amiga siente una amorosa inclinación hacia alguien, ¿por qué ocultarlo? ¿Es acaso algún pecado? ¿Es acaso un crimen que dos personas se amen? Yo tengo derecho a permitirme estas libertades por la amistad que les tengo a los dos, y porque ha tiempo que les vengo aconsejando se decidan a dejar a un lado los misterios, secreticos y trampantojos que a nada conducen, sí señor, y que por lo general suelen redundar en desdoro de la persona. En cuanto a mi amiga, harto la he exhortado, condenando su insistente celibato, y se me figura que al fin mis prédicas no serán inútiles. No lo niegue usted. Su voluntad está vacilante, y en aquello de si caigo o no caigo; de modo que si una persona tan respetable como el Sr. D. Pedro uniera sus amonestaciones a las mías…

      D. Pedro estaba verde, amarillo, jaspeado. Yo, sin decir nada, procuraba al mismo tiempo que contenía la risa, corroborar con mis actitudes y miradas lo que la condesa decía. Doña Flora, confundida entre la turbación y la ira, miraba a Amaranta y al esperpento, y como viera a este con el color mudado y los ojos chispeantes de enojo, turbose más y dijo:

      – Qué bromas tiene la condesa, Sr. D. Pedro ¿quiere usted tomar un dulcecito?

      – Señora – repuso con iracunda voz el estafermo, – los hombres como yo se endulzan con acíbar la lengua, y el corazón con desengaños.

      Doña Flora quiso reír, pero no pudo.

      – Con desengaños, sí señora – añadió D. Pedro, – y con agravios recibidos de quien menos debían esperarse. Cada uno es dueño de dirigir sus impulsos amorosos al punto que más le conviene. Yo en edad temprana los dirigí a una ingrata persona, que al fin… mas no quiero afear su conducta, ni pregonar su deslealtad, y guardareme para mí solo las penas como me guardé las alegrías. Y no se diga para disculpar esta ingratitud, que yo falté una sola vez en veinticinco años al respeto, a la circunspección, a la severidad que la cultura y dignidad de entrambos me imponía, pues ni palabra incitativa pronunciaron mis labios, ni gesto indecoroso hicieron mis manos, ni idea impúdica turbó la pureza de mi pensamiento, ni nombré la palabra matrimonio, a la cual se asocian imágenes contrarias al pudor, ni miré de mal modo, ni fijé los ojos en las partes que la moda francesa tenía mal cubiertas, ni hice nada, en fin, que pudiera ofender, rebajar o menoscabar el santo objeto de mi culto. Pero ¡ay!, en estos tiempos corrompidos no hay flor que no se aje, ni pureza que no se manche, ni resplandor que no se oscurezca con alguna nubecilla. Está dicho todo, y con esto, señoras, pido a ustedes licencia para retirarme.

      Levantábase para partir, cuando doña Flora le detuvo diciendo:

      – ¿Qué es eso, Sr. D. Pedro? ¿Qué arrebato le ha dado? ¿Hace usted caso de las bromas de Amaranta? Es una calumnia, sí señor, una calumnia.

      – ¿Pero qué es esto? – dijo Amaranta fingiendo la mayor estupefacción. – ¿Mis palabras han podido causar el disgusto del Sr. D. Pedro? Jesús, ahora caigo en que he cometido una gran imprudencia. Dios mío, ¡qué daño he causado! Sr. D. Pedro, yo no sabía nada, yo ignoraba… Desunir por una palabra indiscreta dos voluntades… Este mozalbete tiene la culpa. Ahora recuerdo que mi amiga le está recomendando siempre que le imite a usted en las formas respetuosas para manifestar su amor.

      – Y le reprendo sus atrevimientos – dijo doña Flora…

      – Y le tira de las orejas cuando se extralimita de palabra u obra, y le pellizca en el brazo cuando salen juntos a paseo.

      – Señoras, perdónenme ustedes – dijo don Pedro – pero me retiro.

      – ¿Tan pronto?

      – Amaranta con sus majaderías le ha amoscado a usted.

      – Tengo que ir a casa de la señora condesa de Rumblar.

      – Eso es un desaire, Sr. D. Pedro. Dejar mi casa por la de otra.

      – La condesa es una persona respetabilísima que tiene alta idea del decoro.

      – Pero no hace vestidos para los Cruzados.

      – La de Rumblar tiene el buen gusto de no admitir en su casa a los politiquillos y diaristas que infestan a Cádiz.

      – Ya.

      – Allí no se juega tampoco. Allí no van Quintana el fatuo, ni Martínez de la Rosa el pedante, ni Gallego el clerizonte ateo, ni Gallardo el demonio filosófico, ni Arriaza el relamido, ni Capmany el loco, ni Argüelles el jacobino, sino multitud de personas deferentes con la religión y con el rey.

      Y dicho esto, el estafermo hizo una reverencia que medio le descoyuntó, marchándose después con paso reposado y ademán orgulloso.

      – Amiga mía – dijo doña Flora, – ¡qué imprudente es usted! ¿No es verdad, Gabriel, que ha sido muy imprudente?

      – ¡Ya lo creo; contarlo todo en sus propias barbas!

      – Yo temblaba por ti, niñito, temiendo que te ensartara con el chafarote.

      – La condesa nos ha comprometido – afirmé con afectado enojo.

      – Es un diablillo.

      – Amiga mía – dijo Amaranta, – lo hice con la mayor inocencia. Después de lo que he descubierto, me pongo de parte del desairado don Pedro. La verdad, señora doña Flora; es una gran picardía lo que ha hecho usted. Trocarle, después de veinticinco años, por este mozuelo sin respetabilidad…

      – Calle usted, calle usted, picaruela – repuso la dueña. – Por mi parte ni a uno ni a otro. Si usted no hubiera incitado a este joven con sus provocaciones…

      – De aquí en adelante – dije yo – seré respetuoso, comedido y circunspecto, como don Pedro.

      Doña Flora me ofreció un dulce, pero viose obligada a poner punto en la cuestión, porque otras damas, que como ella pertenecían a la clase de plazas desmanteladas y con artillería antigua, intervinieron inoportunamente en nuestro diálogo.

      He referido la anterior burlesca escena, que parece

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