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contando el dinero de la semana. Después que tomó nota de las cantidades y distribuyó estas cariñosamente en las cestillas de paja que servían para el caso, llamó a Sola, y haciéndola sentar frente a él, le dijo así:

      – Si no comunico a alguien lo que pienso en este instante, apreciable Hormiguita, reviento de seguro.

      Sola sonreía, dando más luz al quinqué que sobre la mesa colocado repartía en porción igual su resplandor a los dos personajes. Don Benigno se reía también, y ya se acariciaba la barba redondita y arrebolada, como una manzana recién cogida, ya se arreglaba las gafas de oro, cuya tendencia a resbalar sobre la nariz picuda y fina iba en aumento cada día.

      – Pues lo que pienso – añadió – es que sin saber cómo, me encuentro rico… es decir, no muy rico, entendámonos, sino simplemente en ese estado de buen acomodo que me permitiría, si quisiera, renunciar al comercio y retirarme a vivir tranquilo en mis queridos Cigarrales, donde no me ocuparía más que en labrar el campo y criar a mis hijos.

      Sola le respondió a estas palabras con otras de felicitación, y el héroe, que se sentía aquella noche con muchas ganas de charlar, continuó así:

      – Con usted no hay secretos. Sepa usted que ayer he pagado el último plazo de esta casa en que vivimos; de modo que es mía, tan mía como mis anteojos y mi corbata de suela. En los Cigarrales he comprado ya más de cien fanegadas para agregarlas a las que heredé de mis padres, y pienso comprar las del tío Rezaquedito, que saldrán a la venta muy pronto. De modo que ya estamos libres de perder el sueño por cavilar en el día de mañana, y si por acaso me da un torozón (que no me dará) no estaré afligido en mi última hora con la idea de que mis hijos tengan que vivir a expensas de parientes y amigos. Vea usted por dónde la Divina Providencia ha premiado mi laboriosidad, y nada más que mi laboriosidad, pues talentos no los tengo, y en cuanto a picardías, ya se sabe que esa moneda no corre dentro de mi casa.

      – Dios ha querido que un hombre tan bueno y tan cabal en todo – le dijo Sola, – tenga su merecido en el mundo, porque si al bueno no le da Dios los medios de ser caritativo y generoso ¿qué sería de los pobres, de los abandonados, de los huérfanos?

      – No, no… – replicó Cordero un si es no es conmovido, – no hay aquí generosidades que alabar ni virtudes que enaltecer. Algo he hecho por los menesterosos, y si alguna persona ha recibido especialmente de mí ciertos beneficios, estos han sido menores de los que ella se merece. Dios no puede estar satisfecho de mí en esta parte… Que se han sucedido buenos años para el género; que los cambios políticos, improvisando posiciones han desarrollado el lujo; que las modas han favorecido grandemente el comercio de blondas y puntillas; que la paz de estos años de despotismo ha traído muchos bailes y saraos, equivalentes a gran despilfarro de Valenciennes, Flandes y Malinas; que el restablecimiento del culto y clero después de los tres años trajo la renovación de toda la ropa de altar y mucho consumo de encajería religiosa; que mi puntualidad y honradez me dieron la preferencia entre las damas; que la corte misma, a pesar de que son bien notorias mis ideas contrarias a la tiranía, no quiere ver entrar por las puertas de palacio ni media vara de Almagro que no sea de casa de Cordero, y en fin, que Dios lo ha querido y con esto se dice todo. Bendigámosle y pidámosle luces para acertar a hacer el bien que aún no hemos hecho, y que es a manera de una sagrada deuda pendiente con la sociedad, con la conciencia…

      El héroe se atascó en su propia retórica, como le pasaba siempre que quería expresar una idea no bien determinada aún en su espíritu, y un sentimiento oprimido en las fuertes redes de la timidez y la delicadeza.

      – Acabe usted que me da gusto oírle – le dijo Sola sonriendo, – pero prontito, que hay mucho que hacer esta noche.

      – Descanse usted un momento, por amor de Dios. ¿Siempre hemos de estar sobre un pie?… ¡Oh!, por mi parte, apreciable Hormiga, estoy decidido a descansar. Verdad es que no soy un niño. Tengo cincuenta y dos años.

      Dicho esto, D. Benigno miró como extasiado a su protegida, que a su vez contemplaba fijamente la luz a riesgo de quedarse deslumbrada toda la noche.

      – Cincuenta y dos años, que es mucho y es poco, según se considere – añadió el héroe con cierta turbación. – Todo es relativo, hasta los años, y yo con mi constitución recia y firme, mis acerados músculos, mi desconocimiento absoluto de lo que son médicos y boticas, no me cambio por esos pisaverdes de color de cera de muerto, que se llaman muchachos por una equivocación del tiempo.

      – Es usted rico; goza de perfecta salud – murmuró Sola, cuyas miradas, como mariposas, gustaban de recrearse en la llama; – es además bueno como el buen pan, tiene buen nombre y fama limpia, ¿qué más puede desear?

      Don Benigno dio un suspiro y mirando al tapete, dijo así:

      – Es verdad: nada puedo desear. Temeridad e impertinencia sería pedir más.

      Ambos callaron.

      – ¿Tiene usted algo más que decirme? – preguntó Sola levantándose.

      – Nada, nada, apreciable Hormiga – dijo D. Benigno irradiando bondad y sentimientos puros de su cara de rosa. – Nada más sino que… Dios sobre todo.

      Después que la joven se fue, Cordero tomó a Rousseau como se toma el brazo de un amigo para apoyarse en él, y abriendo el libro por donde estaba la marca, indicando sin duda capítulo, párrafo o renglón de gran interés, se quedó un buen rato meditando en la extraordinaria profundidad, intención y filosofía de la sentencia con que el ginebrino encabeza el libro Quinto del Emilio.

      Dice así: No es bueno que el hombre esté solo.

      III

      El día era de los mejores que suele tener Madrid en invierno, con cielo limpio y espléndido sol. Los madrileños, que por su índole castiza, no necesitaban entonces ni ahora de grandes atractivos para echarse en tropel a la calle, invadieron aquel día la carrera de las procesiones regias que va desde Atocha a Palacio, vía ciertamente histórica y muy interesante, por la cual han pasado tantos monarcas felices o desgraciados, y no pocos ídolos populares. Si fuera posible reproducir la serie de comitivas diversas que han recorrido ese camino del entusiasmo desde la primera entrada de Fernando VII en Mayo de 1808, tendríamos una galería curiosa en la cual muy pocas pinceladas tendría que añadir la historia para hacer el cuadro completo de las sucesivas idolatrías españolas. El quemar de los ídolos, cuando estamos cansados de adorarlos, se verifica en otra parte.

      Estas grandiosas comparsas tienen una monotonía que desespera; pero el pueblo no se cansa de ver los mismos lacayos con las mismas pelucas, los mismos penachos en la frente de los mismos caballos, y el inacabable desfilar de uniformes abigarrados, de coches enormes más ricos que elegantes, de generales en número infinito, y el trompeteo, la bulla, el oscilar mareante de plumachos mil, el fulgor de bayonetas, y por último el revoloteo de palomitas y de hojas de papel conteniendo los peores sonetos y madrigales que pueden imaginarse.

      Aquel día de Diciembre de 1829 el pueblo de Madrid admiró principalmente la hermosura de la nueva reina, la cual era, según la expresión que corría de boca en boca, una divinidad. Su cara incomparablemente graciosa y dulce tenía un sonreír constante que se entraba, como decían entonces, hasta el corazón de todo el pueblo, despertando las más ardientes simpatías. Bastaba verla para conocer su agudo talento, que tanto había de brillar en las lides cortesanas, y para prever las nobles conquistas que la gracia y la confianza habían de hacer prontamente en el terreno de la brutalidad y del recelo. Jamás paloma alguna entró con más valentía que aquella en el negro nidal de los búhos, y aunque no pudo hacerles amar la luz, consiguió someterles a su talante y albedrío consiguiendo de este modo que pareciesen menos malos de lo que eran. Fue mirada su belleza como un sol de piedad que venía, si bien un poco tarde, a iluminar los antros de venganza y barbarie en que vivía como un criminal aherrojado, el sentimiento nacional.

      No ha existido persona alguna a quien se hayan dedicado más versos. Por ella sola se han fatigado más las deidades de Hipócrene y ha hecho más corvetas el buen Pegaso que por todas las demás reinas juntas. A ella se le dijo que si el Vesubio la había despedido con sombríos fulgores, el Manzanares la recibió vestido de flores; se le dijo que Pirene

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