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El paraiso de las mujeres. Vicente Blasco Ibanez
Читать онлайн.Название El paraiso de las mujeres
Год выпуска 0
isbn
Автор произведения Vicente Blasco Ibanez
Жанр Зарубежная классика
Издательство Public Domain
Deseosos de suprimir cuanto antes esta molestia general, los organizadores del desfile hicieron aparecer en el patio á una veintena de siervos desnudos, llevando entre ellos, muy tirante y rígida, una especie de alfombra cuadrada, de color blanco, con un ribete suavemente azul, y que ostentaba en uno de sus ángulos un jeroglífico bordado, que, según la declaración del profesor Flimnap, se componía de letras entrelazadas.
Aquí la ciencia del universitario se extendía en luminosa digresión para explicar á sus compatriotas la existencia del pañuelo entre los Hombres-Montañas, el uso incoherente que le dan y las cosas poco agradables que depositan en él. Pero, como ocurre siempre en las grandes solemnidades, el público no prestó atención á las explicaciones del hombre de ciencia, prefiriendo examinar directamente lo que tenía ante sus ojos.
Un perfume de jardín que parecía venir de muy lejos empezó á esparcirse por el patio, haciendo olvidar los densos hedores exhalados por las torres plateadas. Las señoras y señoritas de las galerías se agitaron aspirando con deleite esta esencia desconocida. Las mamás hablaban entre ellas, buscando semejanzas y similitudes con los perfumes de moda entre el sexo masculino. Algunas concentraban su atención para poder explicar en el mismo día á los perfumistas de la capital la rara esencia del Hombre-Montaña, y que la fabricasen, costase lo que costase.
Luego entraron más siervos desnudos llevando á brazo nuevos objetos. Seis de ellos sostenían como un peso abrumador el libro de notas cuyas hojas había traducido Flimnap. Después otros atletas pasaron, rodando sobre el suelo, lo mismo que si fuesen toneles, varios discos de metal, grandes, chatos y exactamente redondos, encontrados en los bolsillos del gigante.
Estos discos eran de diversos tamaños y metales, llevando todos ellos de relieve en sus dos caras un busto de mujer gigantesco y un ave de rapiña con las alas abiertas. Según la explicación del sabio Flimnap, servían en el país de los Hombres-Montañas como signos de cambio, y estaban todos ellos comprendidos bajo el título general de «moneda».
Algunos eran de plata, y sólo llegaban á las rodillas del siervo atlético que se inclinaba sobre ellos para hacerlos rodar. Otros eran de cobre, y poco más ó menos del mismo tamaño. El público, algo aburrido por estos objetos sin interés, sólo mostró cierta curiosidad al ver cuatro discos movidos cada uno por dos hombres. Los tales discos llegaban casi á la cintura de sus guías, y eran de oro macizo, teniendo por adorno el relieve de una gran águila con las alas desplegadas y una especie de escudo con rayas y con estrellas.
Volvió á decaer el interés mientras iban desfilando otros esclavos por parejas. Cada dos hombres llevaban entre ellos, lo mismo que si fuese un cartelón anunciador, una faja de papel impreso mucho más larga que alta. Todos estos carteles tenían una capa de grasa y de suciedad, en la que la vista microscópica de los pigmeos veía rebullir pequeñísimos monstruos del mundo microbiano. Los papeles estaban ornados de retratos de Hombres-Montañas completamente desconocidos por el profesor Flimnap. Todos ellos ostentaban la palabra «Banco» y una cifra seguida de la palabra dollar.
El sabio profesor osaba emitir en su informe la teoría de que los tales papeles tal vez representasen algo semejante á la moneda, pero sin poder comprender su funcionamiento y su utilidad, y extrañándose además de que hubiese gentes que los aceptasen en lugar de los discos metálicos.
Tampoco el público se fijó mucho en tales explicaciones. Deseaban todos que terminase cuanto antes el desfile de los cartelones grasientos. Entre las delicadas criaturas que ocupaban las galerías altas hubo ciertos conatos de desmayo. Las matronas sacaban sus frasquitos de sales para reanimar el dolorido olfato. En el estrado de los senadores se oyó la voz del terrible Gurdilo.
– Sólo una humanidad inferior – gritó – puede llevar en sus bolsillos semejantes porquerías. No creo que tengan empeño los Hombres-Montañas, si gozan de sentido común, en adquirir tales suciedades. Esto debe ser simplemente un vicio, una mala costumbre del gigante que ha venido á perturbarnos con su presencia.
Pero una nueva aparición borró el malestar del público, imponiendo silencio al tribuno.
Varios hombres de fuerza avanzaron llevando sobre sus hombros una especie de cofre cuadrado y muy plano. Parecía de plata, y sobre su cara superior había grabado un jeroglífico igual al que adornaba una punta del pañuelo.
El profesor Flimnap ignoraba lo que existía dentro de esta caja enorme. No se había creído autorizado para violar su secreto. El jefe de los mecánicos de la flota aérea estaba allí con varios de sus ayudantes para abrir el cofre, cuyo cierre había estudiado durante toda la mañana.
Colocaron los esclavos esta caja en el suelo verticalmente, mientras el ingeniero y sus acólitos empezaban á forcejear en la cerradura, sin resultado. Un martillazo dado por inadvertencia en una arista saliente hizo que las dos enormes valvas de plata se abriesen de pronto, lo mismo que una concha gigantesca, lanzando un crujido metálico. Los hombres de fuerza se apresuraron á tirar de ellas, temiendo que se cerrasen, y quedó visible su interior.
A ambos lados, sostenidos por una faja elástica, había en línea como una docena de cilindros de papel blanco, estrechos y prolongados, cuyo interior estaba lleno de una hierba obscura. Estos cilindros tenían recubierto el papel en su parte inferior con un zócalo de oro.
Varios hombres de fuerza, con la inconsciencia propia, de su brutalidad, tiraron de una de las fajas de goma que estaba casi desprendida de la pared de plata. Inmediatamente seis de los cilindros de papel vinieron al suelo, partiéndose sobre las espaldas de los atrevidos que habían provocado el accidente, y al partirse esparcieron densas nubes de polvo rojo y picante.
El ingeniero, sus acólitos y todos los hombres de fuerza sintieron que sus ojos se humedecían. Luego, llevándose las manos á la garganta, empezaron á estornudar.
Esto fué contagioso, pues inmediatamente estornudaron también las hermosas muchachas de la Guardia, los pajes de los abanicos, los conductores de las literas de honor, y, como si las ondas del aire transmitiesen la epidemia con la rapidez de un huracán, estornudaron igualmente todos los diputados y senadores de las tribunas, así como los altos personajes del estrado del gobierno. Finalmente, el sexo débil de las galerías superiores se unió al estornudo general, cubriéndose con los velos para ocultar las muecas á que le obligaba este gesto.
Durante mucho tiempo sólo se oyeron estornudos. Hasta el infatigable Gurdilo, que intentó aprovecharse de una ocasión tan propicia para protestar contra el gobierno, no pudo conseguir su propósito. Cada vez que intentaba un apóstrofe oratorio tenía que cortarlo para dar salida á un estornudo.
Adivinó el profesor Flimnap este misterio al recordar algunas crónicas remotas sobre la llegada de otros gigantes. Los tales cilindros de papel contenían, sin duda alguna, cierta materia que los colosos llamaban «tabaco». En otros tiempos lo guardaban en polvo dentro de cajas de concha; ahora lo comprimían en forma de cabelleras vegetales bajo una envoltura de papel.
Vió cómo el rector, que indudablemente tenía también noticias de esto, daba explicaciones á los señores del Consejo. El presidente, que parecía furioso por haber estornudado grotescamente en presencia del jefe de la oposición, se apresuró á ordenar que se llevaran el cofre y arrojasen su contenido fuera del puerto, como nocivo para la salud pública y la tranquilidad de la patria.
Los esclavos hicieron desaparecer la cigarrera, mientras otros cargaban con los fragmentos de los cilindros de papel y barrían el temible polvo esparcido en el suelo.
Poco á poco cesaron los estornudos y pudo reanudarse el desfile. A partir de este incidente, pareció que el público había perdido todo interés por los objetos del gigante. Avanzaron dos portadores, uno tras del otro, llevando un fuerte palo sobre sus hombros y colgando de tal sostén el reloj de bolsillo del Hombre-Montaña. Los oyentes más cultos no necesitaron las explicaciones del inventario. Cuantos habían leído la historia del país estaban enterados de cómo era esta máquina primitiva de medir el tiempo que todos los colosos traían en sus visitas.
Otra