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te dijo si venía esta noche?

      – ¿Quién? – pregunté.

      – Isidoro.

      – No, señora, no me ha dicho nada.

      – Como hablaba contigo al concluir la representación…

      – Fue para decirme, que si volvía a enredar entre bastidores, mientras él representaba, me mandaría desollar vivo.

      – ¡Qué genio! Le convidé para venir y no me contestó.

      Después de esto no dijo más, y con ademán triste y sombrío se encerró en su cuarto con la criada para cambiar de vestido. Seguí preparando todo, y al poco rato apareció mi ama.

      – ¿Qué hora es? – preguntó.

      – Las nueve acaban de dar en el reloj de la Trinidad.

      – Me parece que siento ruido en el portal – dijo con mucha ansiedad.

      La señora se equivoca.

      – ¿De modo, que él no te dijo terminantemente si venía o no venía?

      – ¿Quién, Isidoro? No señora; nada me dijo.

      – Como tiene ese genio tan… ya ves que incomodado estaba esta tarde. Sin embargo, yo creo que vendrá. Le convidé ayer, y aunque no me dijo una palabra… él es así.

      Al decir esto, mostraba en su semblante una inquietud, una agitación, una zozobra, que eran señales de las más vivas emociones de su alma. ¿A qué tanto interés por la asistencia de Isidoro, persona a quien diariamente veía en el teatro?

      Después examinó la sala, por ver si faltaba algo, y se sentó aguardando la llegada de sus convidados. Al fin sentimos abrir la puerta de la calle, y pasos de hombre sonaron en la escalera.

      – Es él – dijo mi ama, levantándose de un salto y andando con cierto atolondramiento por la habitación.

      Yo corrí a abrir, y un instante después el gran actor entró en la sala.

      Isidoro era un hombre de treinta y ocho años, de alta estatura, actitud indolente, semblante pálido, y con tal expresión en éste y en la mirada, que observado una vez, su imagen no se borraba nunca de la memoria. Aquella noche traía un traje verde oscuro, con pantalón de ante y botas polonesas, prendas todas de irreprensible elegancia que usaba con más propiedad que ninguno. Su vestir era un modo de ser propio y personal; él constituía por sí una especie de moda, y no se podía decir que se sometiera; cual dócil lechuguino, al uso común. En otros infringir las reglas habría sido ridículo; pero en él infringirlas era lo mismo que modificarlas o crearlas de nuevo.

      Ya os lo daré a conocer más adelante como actor. Por ahora podréis conocer algunos rasgos de su carácter como hombre. Al entrar se arrojó sobre un sillón sin saludar a mi ama más que con una de esas fórmulas familiares e indiferentes que se emplean entre personas acostumbradas a verse con frecuencia. Por un buen ato permaneció sin decir nada, tarareando un aria con la vista fija en las paredes y el techo, y sin dejar de golpearse la bota con el bastón.

      Salí de la sala a traer no sé qué cosa, y al volver oí a Isidoro que decía:

      – ¡Qué mal has representado esta tarde, Pepilla!

      Observé que mi ama, turbada como una chicuela ante el fiero maestro de escuela, no supo contestar más que con trémulas frases a aquella brusca reprensión.

      – Sí – continuó Isidoro; – de algún tiempo a esta parte estás desconocida. Esta tarde todos los amigos se han quejado de ti y te han llamado fría, torpe… Te equivocabas a cada instante, y parecías tan distraída que era preciso que yo te llamara la atención para que salieras de tu embobamiento.

      Efectivamente, según oí entre bastidores aquella tarde, mi ama había estado muy infeliz en su papel de Blanca, en García del Castañar. Todos los amigos estaban admirados, considerando la perfección con que la actriz había desempeñado en otras ocasiones papel tan difícil.

      – Pues no sé – respondió mi ama con voz conmovida. – Yo creo que he representado esta tarde lo mismo que las demás.

      – En algunas escenas sí; pero en las que dijiste conmigo, estuviste deplorable. Parece que habías olvidado el papel, o que trabajabas de mala gana. En la escena de nuestra salida recitaste tu soneto como una cómica de la legua que representa en Barajas o en Cacabelos. Al decirme:

      No quieren más las flores al rocío

      que en los fragantes vasos el sol bebe…

      tu voz temblaba como la de quien sale por primera vez a las tablas… me diste la mano y la tenías ardiendo, como si estuvieras con calentura… te equivocabas a cada momento, y parecías no hacer maldito caso de que yo estaba en la escena.

      – ¡Oh, no… pero te diré! El mismo miedo de hacerlo mal. Temía que te enfadaras, y como nos reprendes con tanta violencia cuando nos equivocamos…

      – Pues es preciso que te enmiendes, si quieres seguir en mi compañía. ¿Estás enferma?

      – No.

      – ¿Estás enamorada?

      – ¡Oh, no, tampoco! – contestó la actriz con turbación.

      – Apuesto a que por atender demasiado a alguna persona de las lunetas, no acertabas con los versos de la comedia.

      – No, Isidoro; te equivocas – dijo mi ama afectando buen humor.

      – Lo raro es que en las escenas que siguieron, sobre todo en la de D. Mendo, hiciste perfectamente tu papel; pero luego en el tercer acto cuando te tocó otra vez declamar conmigo, vuelta a las andadas.

      – ¿Dije mal el parlamento del bosque?

      – No: al contrario; recitaste con buena entonación los versos

      ¿Dónde voy sin aliento,

      cansada, sin amparo, sin intento,

      entre aquesta espesura?

      Llorad, ojos, llorad mi desventura.

      En la escena con la reina también estuviste muy feliz, lo mismo que en el diálogo con D. Mendo. Con qué elocuente tono exclamaste «¡tengo esposo!», y después aquello de

      Sí harán,

      porque bien o mal nacido,

      el más indigno marido

      excede al mejor galán;

      pero desde que salí yo y me viste…

      – Es lo que digo. El temor de hacerlo mal y disgustarte…

      – Pues me has disgustado de veras. Cuando decías: «Esposo mío, García», te hubiera dado un pescozón en medio de la escena y delante del público. Marmota, ¿no te he dicho mil veces cómo deben pronunciarse esas palabras? ¿No has comprendido todavía la situación? Blanca teme que su marido sospecha una falta. El contento que experimenta al verle, y el temor de que García dude de su inocencia, deben mezclarse en aquella frase. Tú, en vez de expresar estos sentimientos, te dirigiste a mí como una modistilla enamorada, que se encuentra de manos a boca con su querido hortera. Luego cuando me suplicabas que te matara, lo hiciste sin lo que llamamos nosotros decoro trágico. Parecía que realmente deseabas recibir la muerte de mi mano, y hasta te pusiste de hinojos ante mí, cuando te tengo dicho terminantemente que no hagas tal cosa, sino en los pasajes en que te lo ordene. En las décimas

      García, guárdete el cielo,

      te equivocaste más de veinte veces, y cuando yo dije:

      ¡ay, querida esposa mía,

      qué dos contrarios extremos!

      te arrojaste en mis brazos, cuando aún no era llegada la ocasión, y yo, preocupado por el agravio recibido, no podía entregarme a halagos amorosos. Echaste a perder el final, Pepilla, desluciste la comedia y me desluciste a mí.

      – Yo no puedo deslucirte

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