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las familias que vivían en aquella casa. Ocupaba el principal Salvador Monsalud con su madre, y el segundo, un señor taciturno y reservado, del cual los vecinos, a excepción de Salvador, no conocían más que el nombre, ignorando sus antecedentes y sus ideas políticas, a pesar de las impertinentes pesquisas que por averiguarlo hacía diariamente el curioso Sarmiento. Este y su hijo Lucas, sastre de oficio, ocupaban una de las habitaciones del piso tercero, sirviendo la otra de morada a Pujitos, gran maestro de obra prima, miliciano nacional, patriota, cuasi orador, cuasi héroe, y un si es no es redactor de diarios políticos, que para todo había en aquel desmesurado entendimiento.

      El habitante del cuarto segundo era un hombre decente, con indicios en toda su persona de pobreza decorosamente combatida y disimulada por el aseo, la economía, las cepilladuras de la ropa y otros artificios que no siempre realizaban el fin deseado. Tenía más de cincuenta años, aspecto débil y enfermizo, rostro muy melancólico, apagados ojos, ademanes corteses y fríos, escasísima propensión comunicativa y costumbres tan tranquilas como metódicas. Jamás anochecía sin que estuviese dentro de su casa. A horas fijas salía y a horas inalterables entraba. Era rarísimo acontecimiento que alguien le visitase, y su morada era silenciosa y triste, como vivienda de cartujos.

      Antes de que penetrara en ella cualquier extraño, tomábanse minuciosas precauciones, y dos ojos negros miraban por la cruz del ventanillo, examinando atentamente al inoportuno. Estos ojos negros eran los de una señorita, hija del señor Gil de la Cuadra (que así llamaban al taciturno) y única compañera suya, a más de una criada, en la triste mansión. Todo lo que tenía de antipático el padre entre los habitantes de la casa, lo compensaba en simpatías la hija. A todos agradaba; solía conversar con D. Patricio al entrar y salir, y muy a menudo pasaba a la habitación de Doña Fermina Monsalud, charlando con ella largas horas. Tenía por nombre Soledad, pero como su padre la llamaba Solita, así la decían todos, y más comúnmente doña Solita; que entonces las señoritas cargaban todavía con un Doña no menos grande que el de cualquiera quintañona.

      Como cronistas sentimos tener que decir que Solita era fea. Fuera de los ojos negros, que aunque chicos eran bonitos y llenos de luz, no había en su rostro facción ni parte alguna que aisladamente no fuese imperfectísima. Verdad es que hermoseaban la incorrecta boca finísimos dientes; mas la nariz redonda y pequeña desfiguraba todo el rostro. Su cuerpo habría sido esbelto si tuviera más carne; pero su delgadez exagerada no carecía de gracia y abandono. Mal color, aunque fino y puro, y un metal de voz delicioso, apacible, que no podía oírse sin sentir dulce simpatía, completaban su insignificante persona. Es sensible para el narrador que su dama no tenga siquiera un par de maravillas entre la raíz del cabello y la punta de la barba; pero así la encontramos y así sale, tal como Dios la crió y tal como la conocieron los españoles del año 21.

      El gran misterio de D. Urbano Gil de la Cuadra, lo que traía en gran inquietud a los vecinos, y principalmente a D. Patricio, era la ignorancia en que todos estaban acerca de sus ideas políticas. ¿Era liberal?¿Era servil? Enigma terrible que daba vueltas como una rueda pirotécnica dentro del febril cerebro de Sarmiento, sin ser descifrado jamás. A veces, fundándose en conjeturas, en palabras sueltas, en la letra sui generis del sobre de una carta recibida por Gil, Sarmiento le declaraba absolutista. Otras veces, fundándose en iguales datos, diputábale revolucionario. Causaba desesperación al buen preceptor que Monsalud lo supiese todo, y no lo revelase a los vecinos.

      – O este hombre es un emisario de la Santa Alianza – solía decir Sarmiento, – o un apoderado de los republicanos franceses. A estos viejos ojos que tanto han visto, no se les escapa nada.

      Al anochecer de aquel día en que nuestra relación comienza, entró, como de costumbre, en su casa el padre de Solita. Ésta, que se hallaba acompañando a Doña Fermina, subió a su habitación cuando sintió los pasos de Gil. Al poco rato subieron también Sarmiento y Monsalud, acompañados de Lucas, que a la sazón volvía de la plaza de Palacio, y los tres entraron en el principal, porque el maestro de escuela gustaba de platicar con Doña Fermina sobre la cosa pública, en que él era, como el lector sabe, tan experto.

      Reunidos los cuatro, Lucas contó los sucesos de aquella tarde, que consistían en dos piedras arrojadas al coche de Su Majestad, en diversos gritos patrióticos, en un miliciano herido por un guardia, y algunas contusiones y corridas de escasa importancia.

      – A pesar de eso – dijo Sarmiento gravemente, – no aprenderá. Seguirá oponiéndose a la plantificación lógica del sistema constitucional; fomentará la superstición y el fanatismo. Si yo fuera llamado a regir los destinos de la nación; supongan ustedes que lo fuera… ¿eh?, pues bien: mi primer decreto sería suprimir el cuerpo de Guardias. Mientras la camarilla tenga la probabilidad de ese apoyo, la libertad no echará profundas raíces en el hispano suelo.

      – Esta tarde se ha dicho – indicó Lucas – que el Gobierno va a disolver la guardia.

      – ¿Lo ven ustedes? Mi idea… es idea mía.

      – Y a cerrar las sociedades patrióticas.

      – Ésa no es idea mía. La rechazo. Por el contrario, Sr. D. Salvador, Doña Fermina, yo abriría en cada calle dos por lo menos, dos cafés patrióticos, y los subvencionaría con fondos del Estado, para que se propagase la idea constitucional. ¿Qué le parece al Sr D. Salvador mi idea?

      – Excelente – respondió el joven, ocupado a la sazón en hojear varios libros que sobre la mesa de la habitación había.

      – Ya que está aquí el Sr. D. Patricio – dijo Doña Fermina, después de hablar un rato con la criada, – no se irá sin tomar chocolate. Y lo mismo digo a usted, Lucas.

      Sarmiento que, dicho sea en honor de la verdad histórica, no había ido a otra cosa, respondió de este modo:

      – No se moleste la señora… Siento haber venido; pero si se ha de enojar usted con nuestra negativa, aceptamos… Madre e hijo son tan amables que, la verdad, cuando uno entra en esta casa, no encuentra la puerta para salir.

      – Gracias, Sr. D. Patricio.

      – ¿Saben ustedes – dijo con aire misterioso Lucas, – que esta tarde vi en la plaza de Palacio al vecino del cuarto segundo? Estaba hablando con un guardia.

      – ¿Pero no saben ustedes lo mejor? – indicó Sarmiento, padre. – Pues ya me olvidaba… Que tengo nuevos datos para juzgar de las opiniones políticas del Sr. Gil de la Cuadra.

      Monsalud miró fijamente al preceptor.

      – Un precioso dato. Tengo por seguro que es despótico.

      – Vamos, no hable usted mal de los vecinos, y menos de ese buen sujeto – dijo Doña Fermina. – Él y su niña son personas muy decentes que merecen el mayor respeto.

      – ¿Respeto? No se lo niego. Oiga usted el dato, Sr. D. Salvador. Ayer tarde entró en mi academia para que le cortase una pluma. Ya sabe usted que en la pared de enfrente tengo un buen retrato de Riego. Como el Sr. Gil le mirase atentamente, yo dije: «ése es el grande hombre». Advertí en el semblante de nuestro vecino una sonrisa picaresca. Mirome, y con mucha suficiencia y pedantería, exclamó: «Es un majadero».

      – Lo mismo dice mi hijo – manifestó la Monsalud, ofreciendo el chocolate a sus dos vecinos.

      – ¿Lo mismo dice? Será por broma. ¡Riego, D. Rafael del Riego! Inmensa figura que se alza sobre el suelo de la patria, y con su majestuosa cabeza toca las nubes! ¡Riego, sol refulgente que todo lo inunda con su luz! ¿A quién sino a él se debe la libertad que gozamos? ¿A quién sino a él debe España el haberse puesto por montera del mundo y el estar por encima de toditas las Naciones?

      – Pues Salvador dice que es una cabeza llena de viento – dijo Doña Fermina, gozando en mortificar al maestro.

      – Bromas; son bromas, Sr Sarmiento – dijo el joven con benevolencia.

      Monsalud había encendido una luz y examinaba cartas y papeles.

      – Como bromas pueden pasar; pero son de mal género. Esas bromas puede oírlas cualquiera que no sepa discurrir… Yo no me tengo por ignorante; yo creo haber leído algo; creo poseer alguna ciencia… digo, me parece a mí…

      – Por

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