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estaba solo estaba en su elemento. Entonces revolvíase inquieto después de largas pausas en que parecía dormido, o mejor, muerto. Un día en que Soledad había salido, el anciano leyó por espacio de hora y media. Después dio un suspiro, puso el libro sobre el antepecho de la ventana, revelando honda agitación en sus ojos, así como en sus labios que articulaban sílabas sin sonido. En voz alta exclamó luego:

      – Ahora tiene que ser. Ya no puedo más. He esperado bastante.

      Levantose como pudo, dirigiose al cuarto de su hija, y de allí a la pieza que servía de cocina. Revolvió febrilmente todos los objetos que pudo tocar, fue, vino de un lado a otro, registró, puso sus manos arriba y abajo, desordenando cuanto allí había.

      – Nada – dijo para sí con acento de dolor. – Esa pícara lo guarda todo bajo llave.

      ¿Qué buscaba? No debía de tener hambre, porque allí había comida y ni siquiera la tocó.

      Volviendo al cuarto de su hija, examinó las cerraduras de todos los cofres. Ninguna estaba abierta. Con rabia golpeó las arcas y los cajones de la cómoda, gruñendo así:

      – Todo, todo lo guarda esta condenada.

      En seguida registró la ropa que en distintos puntos de la estancia había. Su mano activa y resbaladiza entraba en todos los bolsillos, deshacía todos los pliegues, sacudía las faldas, desdoblaba lo doblado y hacía envoltorios de lo que estaba extendido.

      – Nada, nada.

      Sin duda buscaba llaves. Después de mucho revolver sintió un ruido metálico. Metió la mano y sacó una pieza de dos cuartos y un ochavo.

      – Esto ya es algo – pensó. – Con esto tengo] ya catorce cuartos reunidos, y si encuentro más… Iré juntando, y a falta de un medio, emplearé otro.

      Pareció darse por satisfecho con tal razonamiento y con aquel hallazgo, y puso fin a sus investigaciones. Regresando a sus dominios, es decir, a su sillón, sacó del seno un envoltorio para guardar su nueva conquista. Antes de hacerlo contó repetidas veces, con la gozosa atracción del avaro, su tesoro.

      – Catorce – dijo. – Catorce y un ochavo.

      Después hizo cuentas con los dedos mirando al techo.

      – Sí – murmuró-; pronto podré… Cualquier medio sirve. Quizás sea éste el mejor… Sí, es el mejor, el más fácil, el menos sospechoso, el más tranquilo… Puedo bajar fácilmente a la calle, cuando mi hija no esté aquí… Ya sé lo que tengo que hacer. Catorce cuartos… Todavía es poco. Pero Dios me ayudará… es preciso concluir pronto. ¡Maldita vida! ¡que aun para echarte fuera, nos has de dar trabajo! ¡Miserable harapo que te llamas cuerpo!… ¡que aun para limpiarnos de ti, han de ser precisas tanta fatiga y tanta lucha!

      Sintiendo los pasos de su hija, guardó precipitadamente lo que contaba y tomó el libro. Disimulaba como un escolar travieso.

      Soledad se acercó a él, le pasó la mano por la frente, le dijo algunas palabras cariñosas y después entró en su cuarto.

      – ¡Virgen María! ¿quién ha estado aquí? – exclamó. – Si hubiera gatos en la casa, diría: «los gatos»; pero no los hay.

      Miró desde la puerta a su padre con la severidad cariñosa que se emplea ante los niños enredadores.

      – Yo fuí, Sola – dijo D. Gil mirándola también con un poquillo de turbación. – Yo fuí: buscaba unas migas de pan para echar a esos gorriones que suelen bajar a la ventana de enfrente.

      – El pan estaba en la cocina: ¿no lo vio usted?

      – No, hijita, no vi nada. Creí que tendrías migas en los bolsillos.

      – Lo mismo pasó la semana pasada cuando salí – dijo Solita, quitándose los alfileres del manto y cogiéndolos en la boca, mientras se quitaba aquella prenda. – Este papá mío es más travieso… Otro día saldremos juntos.

      – Ya te he dicho que no quiero salir.

      – A tomar el sol.

      – Aborrezco el sol – repuso Gil de la Cuadra con laconismo.

      – A tomar el aire.

      – Aborrezco el aire.

      – A ver Madrid.

      – Madrid me repugna, me enardece la sangre, me mata.

      – A ver la gente, a distraerse un rato.

      – ¡La gente! ¡Bonita cosa quieres enseñarme! ¡La gente! Si los ojos no sirvieran más que para ver gente no valdría la pena de tenerlos.

      – Vamos, vamos: basta de locurillas. Dios se enfada con los que dicen eso.

      – Basta, regañona. Ahora me toca a mí. ¿En dónde has estado hoy tanto tiempo?

      Soledad vaciló un momento antes de dar contestación; ¡tanta era su repugnancia a mentir!

      – He ido a entregar una obra que había concluido… Por cierto que he venido muy aprisa para que no estuviera usted solo.

      – Por eso no. Solo estoy yo perfectamente – dijo el viejo con displicencia. – No me gusta ver espantajos delante. No me gusta que cuando salgas, te lleves las llaves de todo como si yo fuera un ladrón.

      – ¿Y para qué quiere usted las llaves? – preguntó Soledad con el mayor desconsuelo, dejándose caer sobre una silla y abrazando a su padre. – ¿Para qué quiere usted las llaves? Todo lo que usted pueda necesitar queda fuera. Para otro día tendré cuidado de dejarle migas de pan, por si vuelven los gorriones de hoy.

      – No te burles… la verdad es que estoy incomodado contigo… Me tratas como a un chiquillo… No puedo hacer cosa alguna sin que tú lo husmees y te enteres de todo. De tal modo me vigilas, que hasta de noche, cuando dormimos, si por acaso me levanto porque tengo calor en la cama, tú vienes tras de mí para ver dónde voy.

      – Si usted no hiciera locuras, si se conformara con su suerte, como Dios manda, y no hubiera ya intentado una vez cometer el mayor pecado del mundo, cual es atentar contra la propia vida…

      Gil de la Cuadra no contestó nada a esta razón.

      – Son aprensiones, hija – dijo al fin inclinando la cabeza. – Y si fuera verdad, vamos a ver, ¿qué tendría de particular? Es hermosísima esta vida para aficionamos a ella, ¿verdad?

      – No nos falta nada.

      – Nos falta todo. Honor…

      – No se pierde por la persecución de la justicia cuando es injusta.

      – Tranquilidad.

      – La tenemos de sobra.

      – No; porque esta es la hora en que yo no sé de qué vivo, ni cómo vivirás tú el día en que yo falte.

      – Y para remediar mi orfandad y mi abandono, usted quiere matarse. ¡Linda precaución!

      – A quien todo lo ha perdido, hija mía, se le puede perdonar que haga algún disparate.

      – ¡Quien todo lo ha perdido!… ¿acaso no vivo yo, o no soy nada?

      – Tú eres mucho, tú eres todo; eres todo para mí. Verdad es que te conservo – dijo Gil de la Cuadra, abrazando a su hija. – Pues qué… ¿crees tú que si no existieras, si no tuviera yo junto a mí este rayo de luz, que da vida a mi vida, y esta alma que da apoyo a mi alma, podría sostenerme un día más? ¿Crees que puede sostenerse quien está perdido, humillado, miserable, deshonrado, sin otro lazo con la sociedad que el desprecio que ella muestra y la limosna que me da un pobre maestro de escuela? La religión no basta a consolar a los que hemos fomentado en nuestro entendimiento ciertas ideas. Es triste decirlo; pero debe decirse porque es verdad… Mira tú lo que es el destino, Dios, la Providencia o como quieran llamarlo. En medio de mis desastres, de mi padecimiento, de mi deshonra, yo tenía una esperanza.

      Soledad hizo con la cabeza una señal de asentimiento.

      – Yo

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