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menos lo esperaba, me salen al encuentro dos amigos cariñosos, dos almas caritativas que me consuelan, que me alientan… ¡Qué hermoso es encontrar en nuestro camino la gratitud! Tú y tu mujer me debéis algunos beneficios; también los prodigué yo al buen Adrián Ulibarri, padre de Saloma, y ahora me veo recompensado por vosotros… ¡Ah! si me pierdo, que me busquen entre los humildes, que son siempre los agradecidos y generosos».

      Irguiéndose, como si al restaurar las fuerzas de su cuerpo recobrase también vigor y esperanza su espíritu, emprendió, asido del brazo de Galán, el camino de la cuadra. Parándose a cada instante, decía: «No, no: Urdaneta no puede ni debe terminar sus días en la humillación. Oye, Mero: ¿será fácil penetrar en tierra de Teruel hasta Mora de Rubielos, siquiera hasta los montes de Gúdar?

      – Señor, las hordas de Cabrera son dueñas de casi todo el país – replicó Galán, que hablando de guerra solía emplear las fórmulas usuales de la prensa patriótica, de las proclamas y órdenes generales en campaña; – y mientras no consigamos limpiar de enemigos fratricidas todo el territorio de esta Comandancia general, no le aconsejo a nadie que penetre, señor… a menos que lleve un salvoconducto en regla, expedido por el obcecado Pretendiente.

      – Ya, ya lo pensaremos, pues entre los cabecillas facciosos no me faltan amigos».

      En esto, Saloma escogía el rincón más abrigado de la cuadra, el mejor defendido contra las corrientes de aire y las patadas de los mulos, para armar en él un mullido nidal donde descansase el noble viejo. Fue robando puñaditos de paja en este y el otro montón; apartó toda la basura; hizo mudar de sitio a un gallo con varias gallinas, y la obra quedó terminada pronto a satisfacción del que debía disfrutarla. Todas las mantas que tenía las aplicó a la comodidad de Don Beltrán, unas debajo, otras encima de su cuerpo. Mientras Mero le quitaba las botas, envolviéndole los pies en la manta de Tomé, Saloma le liaba a la cabeza una ancho pañuelo de seda, despojándole antes de su levitón y dejándole en mangas de camisa. Ofrecía el aristócrata una extraña figura, de la que él mismo se reía, cuando se tendió de largo a largo sobre la paja. Con refajos y ropa suya improvisó Saloma una almohada, y no pareciéndole bastante, propuso que ella se acomodaría sentada junto a la pared, formando como cabecera del improvisado lecho, y sobre sus rodillas se apoyaría la almohada, sosteniéndola en alto de modo que no se hundiese la cabeza de D. Beltrán. Para completar la obra, se convino en que Galán pasaría la noche a los pies del señor, para contener el frío por aquella parte, mientras por la otra sostenía el calor el gentil cuerpo de Saloma. Hallábase Urdaneta algo acatarrado, y estornudaba constantemente; mas no sintiendo otra molestia real que el frío, procuraba agazaparse bien, y en medio de las mantas recobró su buen temple y jovialidad, dando por excelente tal situación y creyéndola un especialísimo favor de Dios en aquellos tristes días. «Paréceme, hijos míos, que no debo quejarme – les dijo risueño, – ¿pues qué más puedo ambicionar que este tranquilo reposo, este abrigo que me habéis dado, y, sobre todo, el calor de vuestra compañía cariñosa? Os veo como a dos ángeles que Dios me envía para asistirme. Y es como si con vuestra presencia me dijera: ‘Ya ves, Beltrán mío, que no te abandono’. En verdad os aseguro, que no cambiaría este lecho por el del Papa o el Emperador de Rusia. Aquí se está muy bien, con un guardián y calentador por la cabeza y otro por los pies… y esta sencillez, y esta libertad… Vamos, que estoy contentísimo, y ahora me permito despreciar todos los cuartos de fonda, con sus camas frías y sucias, y su soledad triste… Bien, bien: Mero y Saloma, mis buenos amigos, sed caritativos hasta el fin; y pues el sueño se ha declarado mi enemigo, contadme alguna cosita para engañar el tiempo».

      Reclinado a los pies del señor, Galán habló largamente de la campaña del Centro, a la cual se daría gran impulso para exterminar de golpe a los satélites del obscurantismo. No lejos de ellos había otros grupos; y a medida que avanzaba la noche, fueron entrando en la cuadra más huéspedes, y se formaron entre paja y dornajos montones de humanidad que producían extraños ruidos: aquí conversaciones y disputas vehementes, allá un roncar estruendoso.

      Mero, hijo mío – dijo al alférez D. Beltrán, de cuya persona no asomaba entre las mantas más que la nariz, – por alguna palabra que llega a mis oídos de lo que hablan esos tres hombres que están a tus pies, entiendo que son de Rubielos. Acércate y pregúntales si conocen a Juan Luco, rico propietario en término de Mora, alcalde que era de esta villa hace dos años». Poco después se aproximó un hombre, de estatura más que alta gigantesca, vestido a estilo aragonés neto, con su pañizuelo en la cabeza, faja morada y muy caída, mal envuelto en una manta, como herido o enfermo, un brazo en cabestrillo, la faz atezada, ruda, huraña. De su andar no debía decirse que era cojo, sino que cojeaba, y uno de sus pies, envuelto en un lío de trapos, abultaba como la pata de un elefante. Sus primeras palabras, al acercarse al grupo, fueron torpes, balbucientes: El señor alférez me manda… que le diga… Gran señor, yo no veo dónde está su Ilustrísima, ni sé quién dimonios es… ¡Otra!… Ya le veo como enterrao en el panizo…

      – Siéntate… tú eres de Teruel: no puedes negarlo – dijo D. Beltrán sin moverse, no enseñando de su persona más que los ojos sin vista y la nariz sin olfato. – Descansa, que, por las trazas, bien lo necesitas». Con lentitud y ayes de dolor fue doblando su corpachón el aragonés hasta hundir la paja con sus asentaderas, no lejos del puesto de Galán, y cuando halló postura cómoda, dijo que de Teruel mismamente no era, sino de Cuatro Dineros, barrio de Montalbán, y que conocía todo el país entre Ademuz y Puerto de Beceite como la palma de su mano.

      «¡Ah – exclamó Saloma prontamente, – si ya te conocemos! Yo bien decía: conozco a este bruto. Tú eres Joreas, el que hace dos años trajinaba con mulas desde Vinaroz a Tudela… Y después te fuiste a la facción, y de la facción vienes ahora, puerco.

      – Con perdón de la señá tinienta y de la compañía, digo que lo de puerco no es razón, y sí lo es que me llamo Tanasio Joreas. Como hombre honrado y cabal, no niego haber estuvido en la faición a las órdenes del Serrador primero, del Royo de Nogueruelas dispués, porque sentía de mi natural que debíamos ensalzar los divinos derechos del Rey D. Carlos… Pero aquí me tienen harto de desengaños, con más balazos en mi cuerpo que pelos en la cabeza, muerto de hambre, con mi casa y familia perdidas, porque una de mis masadas la arrasó el liberal, otra el legítimo… mis hijos muertos, todo hecho cenizas, y yo poco menos que cadavérico. Lo que no me ha quitado el neto, me lo ha quitado la usurpadora; y al fin, cansado de pelear, y de sufrir, y de ver espantos, y de pisar tripas de cristianos, dije: «No más derechos legítimos ni no legítimos, no más, no más», y me escapé, y huyendo de la tremolina vengo por trochas y atajos en busca de un terreno donde haiga paz, donde los hombres sean cristianos, no carniceros… Yo he sido malo; yo he sido, como tantos, lo que dice la señora, faicioso y peleador y verdugo de mi natural; pero ya le he tomado asco al matadero. Me llamo Joreas el escarmentado, y voy a Zaragoza en busca de un pedazo de pan que yo pueda meter en la boca sin que, al mascarlo, me parezca que lo han amasado con sangre».

      Callaban todos los oyentes, entristecidos por las lúgubres palabras del escarmentado, y al fin rompió el silencio D. Beltrán, diciendo: «Pobre Joreas, tu arrepentimiento es de celebrar, y ojalá se convencieran todos como tú y siguieran tu camino… Pero vamos a lo que me importa. Conocerás a Juan Luco.

      – De los mejores hombres de Aragón… sí, señor… gran presona… Y con muchas talegas. Suyas eran las dos masadas de Rubielos, y en Mosqueruela y Forniche Bajo tenía más de mil cabezas… hombre cabal, buen amigo y padre del pobre…

      – Hablas como si Luco no existiera. Explícate: ¿ha muerto?

      – Señor, no se enfade conmigo, que yo no he sido más que destrumento. A la vuelta de Manzanera nos salió con catorce hombres armados de escopetas… Le cogió la partida de Peinado, donde yo iba, y no tuvimos más remedio que afusilarle… Señor, puede creérmelo: como Dios es mi padre le digo que le digo la verdad… Fue que cuando me mandaron tirarle y le tiré, las lágrimas me corrían… Yo decía para mí: perdóneme, Don Juan, que no soy más que destrumento…

      III

      – ¡Qué horror! – exclamó D. Beltrán, haciendo sonar la paja con el estremecimiento de todo su cuerpo. – Bandido, quítate de mi

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