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ido a Cogolludo.

      – Que venga la señá Damiana Fernández – dijo el jefe. – ¿En dónde está?

      – ¿Dónde ha de estar? – replicó Santurrias. – Con el señó Cid Campeador. Ambos son uña y carne, y van montados siempre en un mismo caballo.

      – Que la traigan – gritó el general. – ¿Pero dónde demonios está mi ayudante? ¡Viriato, Viriatillo de todos los demonios!

      No tardó en aparecer la señá Damiana, que era una mujer joven, delgada y de buena estatura, algo varonil, de color malo, ojos muy negros, y un conjunto de facciones, si no hermoso, regularmente simpático y agradable. Vestía de la cintura arriba arreos militares, llevando pistolas y mochila, y en la cabeza un morrioncete ladeado, cuyas carrilleras de cobre sucio se juntaban en el pico de la barba con no poco donaire. El resto de su persona lo cubría a lo mujeril, y una halda negra, sobre refajo amarillo, apenas dejaba ver las botas de cuero crudo con espuelas tan sólo en la izquierda.

      – ¿Qué quiere saber mi general? – preguntó con marcial despejo.

      – ¿Estás segura de que los franceses entraron en Cogolludo?

      – Mi general, yo fui a Montañón a llevar a mi madre los tres duros y medio que me dieron en Tor del Rábano. Dejé este vestido en Villanueva de Argecilla y poniéndome el de labranza, cogí a mis dos hermanitos, los monté en la burra y… ¡arre!, a Miralrío… de Miralrío, ¡arre!, a Carrascosa… de Carrascosa, ¡arre!, a Montañón… Mi madre se había muerto. Di los tres duros y medio a mi abuela y estuve llorando dos horas… Después al volver para unirme a la gente, pasé muy cerca de Fuencemillán y vi a los franceses dentro de Cogolludo, que está a un cuarto de hora de andadura… ¡arre!, apreté a correr… ¡arre!, volví a Carrascosa, y llegué por la mañana a Villanueva, donde dejando los chicos, la burra y el miedo, y poniéndome el uniforme, me junté a la partida.

      – Está bien, señora Damiana – dijo el general. – Retírese usted y si por casualidad encuentra al tuno de mi ayudante, puede darle dos sopapos y mandármelo acá.

      – Está jugando al naipe con el señó D. Pelayo – contestó la guerrillera.

      Por tercera vez habíamos oído designar con nombres de antiguos héroes españoles a individuos de la partida, y cada vez sentíamos mi compañero y yo más vivos deseos de conocer al señó Viriato, al señó Cid Campeador, y al señó D. Pelayo.

      – ¡Jugando al naipe! – exclamó Sardina. – Han de llevar el maldito vicio a todas partes… En resumen, querido mosén Antón: sabemos con certeza (porque esta gente dice la verdad) que los franceses han entrado en Cogolludo. ¿En qué podemos fundamos para creer que pasen el Henares y se refugien en Brihuega? Deben de estar cansados. Por aquí no encontrarán que comer y lo más natural es que pasen a tierra de Madrid por El Casar de Talamanca.

      – Los franceses pasarán el Henares – dijo mosén Antón, llevando el dedo índice a la frente con tanta fuerza como si la quisiera agujerear.

      – Usted lo adivina sin duda.

      – Sí… lo adivino, lo preveo… no sé en qué me fundo… – replicó el cura con cierta expresión de hombre iluminado – lo tengo aquí entre ceja y ceja… Sr. D. Vicente; ¿me he equivocado alguna vez? Cuando he dicho «están en tal parte» ¿hemos dejado de encontrarles?… Sepa usted que los franceses van aprendiendo de nosotros esta difícil guerra de partidas. Tantas veces les hemos sorprendido, que también ellos discurren el modo de sorprendernos…

      – Lo sé, lo sé.

      – Pues bien… Los franceses saben que andamos por aquí, Sr. D. Vicente; los franceses que escaparon de Guijosa el martes, cuando sorprendimos el destacamento, debieron decir a Gui que nos habíamos corrido por los cerros de Algora… Gui se está empecinando… Gui quiere ser guerrillero… Gui quiere sorprendernos, y si descansamos, si nos dormimos, Gui nos sorprenderá… Usted dice que el francés va hacia Madrid en busca de descanso y raciones, y yo digo que viene hacia acá en busca de gloria y de costillas que quebrantar… No me pregunte usted en qué me fundo. El mismo mosén Antón que está hablando no lo sabe… pero mosén Antón no se equivoca nunca, mosén Antón adivina, mosén Antón tiene un diablillo que viene a decirle al oído dónde están los franceses.

      Oyendo esto D. Vicente Sardina, que conocía la singular previsión estratégica de su jefe de Estado Mayor general, sacudió de súbito la pereza, y dando una fuerte palmada y levantándose, dijo:

      – ¡Voto al demonio, que tiene razón el curita!… Eso mismo debí pensar yo… pero no lo pensé… Es que soy un bruto, y luego el maldito sueño…

      – ¡En marcha! – gritó mosén Antón no con palabras, sino con aullidos; no con entusiasmo, sino con una exaltación salvaje.

      – ¡En marcha! – repitió el jefe.

      – ¡En marcha! – gritamos mi compañero y yo, sintiendo que nos identificábamos poco a poco con el silvestre militarismo de aquella gente.

      III

      La partida, a la cual desde aquella noche pertenecíamos los de tropa, se puso en movimiento. Apagose el fuego de los hogares, sacudieron el sueño los que se entregaban a él dulcemente, deshiciéronse las honestas intimidades y las tertulias que en distintas casas se habían formado entre soldados y vecinos de ambos sexos; cada cual recogió lo que pudo de condumio sólido o líquido, y unos a caballo y otros a pie salieron del pueblo. Aquel ejército marchaba en desorden. Mosén Antón y D. Vicente Sardina, que iban a la cabeza, detuviéronse en el camino junto a las últimas casas del pueblo, y entonces el primero dirigió la vista a los cuatro puntos del horizonte, recapacitó un buen espacio de tiempo, llevándose el dedo índice a la frente, y después volvió a dirigir el rostro a distintas partes del oscuro paisaje, no como quien mira, sino como quien olfatea.

      El jefe le miraba con asombro, no exento de malicia, como diciendo:

      – ¿Por dónde nos querrá llevar este condenado?

      – Hay que pensar qué dirección tomaremos, señor Sardina – dijo el jefe de Estado Mayor y de la caballería. – Las veredas son nuestra ciencia militar.

      – Creo que no hay lugar a duda – replicó Sardina. – El sendero de Yela está diciéndonos: «corred por aquí».

      – No hemos de ir por ahí, sino por aquí – dijo Trijueque imperiosamente, señalando un cerro bastante elevado que a nuestra derecha teníamos. – Por aquí, por aquí.

      – Hombre de Dios… ¿pero vamos a conquistar el cielo? – exclamó con displicencia Sardina. – ¿Adónde demonios vamos en esta dirección?

      – Por aquí – repitió el cura señalando a la tropa el cerro. – Yo sé lo que me digo.

      – ¿En qué se funda usted para creer?…

      – Me fundo en lo que me fundo – replicó con impaciencia el atroz cura guerrillero. – Y no hay más que hablar. Cuando yo lo mando sabido tengo porqué. Y a prisita, a prisita, muchachos… hacer (7) poco ruido.

      Empezamos a echarnos a pecho la cuestecilla, que era más que regular para los que marchábamos a pie. En los primeros momentos de la marcha satisfice mi curiosidad de conocer a los misteriosos personajes a quienes oí nombrar con los apodos, pues apodos eran, de Viriato, Cid Campeador y D. Pelayo, porque los tres iban junto a mí, y al punto me brindaron lo mismo que a mi compañero con su franca amistad. No eran barbudos personajes de teatro, ni fantasmas de héroes históricos evocados por la noche y la poesía, sino tres estudiantillos de Alcalá que desde el comienzo de la guerra se habían afiliado en la partida. Conservaban el traje clerical de las aulas, con el sombrerete tripico, amén de la faja de cuero para el pedreñal y un sable corvo ganado entre los despojos de cualquier acción desfavorable a los franceses. Eran muy jóvenes y uno de ellos casi tierno niño; los tres alegres, animosos, entusiasmados con aquella vida que para gente de otra casta será penosa, pero que para españoles ha sido, es y será siempre placentera.

      – Yo, señor oficial

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