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no faltaba nunca en las solemnidades, ni el par de capones en 24 de Julio… en fin, aquello parecía una colmena. Tanto iba creciendo mi clientela y buena suerte, que me ocurrió poner una agencia de negocios. Había que ver cómo me solicitaban damas, oficiales, canónigos, marquesitos, ¿qué digo?… ¡hasta un señor obispo me honró con su confianza! Mi nombre fue bien pronto conocido en todo Madrid, quizás en todo el reino y sus Indias; transformose mi persona; me sentí crecer, ¡oh!, crecer hasta sobresalir por encima de las eminencias cortesanas; vi bajo mis pies a muchos de carroza y venera, miré cara a cara el sol de la grandeza y del poder, y la ambición empezó a morderme las entrañas, ¡pero qué ambición y qué entrañas las mías!

      Entre tanto, mi D. Buenaventura seguía enredado con los procesos, sin acertar a despacharlos. Las causas eran un embrollo estúpido, y en ellas no constaba nada positivo ni terminante, por lo cual los tontainas de la comisión de Estado no acertaban a condenar a muerte a ningún diputadillo. Lleno de ansiedad el Rey porque se hiciera pronta justicia, nombró una segunda comisión de Estado, y como esta se atascara también, fue preciso designar la tercera, hasta que el gobierno se cansó de comisiones que nada hacían, y supo dictar por sí aquella saludable medida que cortó de plano la cuestión. Hízolo, si se quiere, por humanidad, pues a los infelices diputados que se estaban pudriendo en las fétidas mazmorras de Madrid, les venía bien tomar los salutíferos aires de Melilla y el Peñón por ocho o diez años.

      Y no se crea que un Rey tan recto y tan celoso por el buen gobierno, se dormía en las pajas. Él mismo extendió de su real puño una orden, disponiendo que el Sr. Argüelles no se moviese de Ceuta, durante ocho años, sin duda porque así convenía a la quebrantada salud del Divino asturiano.

      Este decreto contra los diputados y el que en 30 de Mayo de 1814 se dio contra los afrancesados que estaban en la emigración, además de sus ventajas como contra-veneno del constitucionalismo, ofreció el inestimable beneficio de librarnos de toda la plaga de literatos, poetas y prosadores, que desde años atrás habían empezado a infestar al país. – Pues no sé… ¡si no andan listos nuestros gobernantes, buenas se hubieran puesto las cosas! De seguro que Moratín nos habría aturdido con sus comedias y Meléndez con su pastoril caramillo, y Gallego con su retumbante trompa. De fijo que Quintana y Sánchez Barbero y Burgos y Lista y Tapia y Martínez de la Rosa habrían lanzado sobre la afligida nación un diluvio de obras poéticas de diversos géneros, teniendo después el descaro de pretender que el público se las pagara en época de tan poco dinero. También Conde y Toreno nos hubieran mareado con sus historietas, y Antillón y Ciscar con sus obras científicas, soliviantando a la nación y metiendo ruido, para que los españoles despertaran del plácido letargo sabroso en que por fortuna vivían entonces.

      A fin de establecer en todo el país aquella calma perfecta y absoluta, que es condición precisa para que puedan lucirse los buenos gobernantes, fue preciso encausar a muchos que no habían sido diputados, ni literatos, ni siquiera poetas, sino simples particulares oscuros, aunque cargados de crímenes nefandos. ¡Si era cosa que daba horror oír contar las maldades de aquella gente!… Hubo quien conversando en los cafés, en círculo de amigos, habló mal del despotismo. Me acuerdo de la causa formada al brigadier Moscoso por no haber desplegado los labios mientras otros oficiales elogiaban la Constitución… Vamos, si no se puede uno contener tratando de esto. Bien hizo el fiscal en pedir para Moscoso la pena de muerte, porque el deber de este era reprender a los desvergonzados oficiales… ¿Pues y los muchos a quienes se formó sumaria y fueron a Ceuta por haber escrito en los papeles públicos en tiempo de la Constitución, o por haber sido partidarios de ella, a pesar de que nunca dijeron «esta boca es mía»?… Nada, nada se les escapaba a aquellos benditos señores de la comisión de Estado, y de ellos puede decirse que se excedían a sí mismos y hacían los imposibles por la rápida y eficaz administración de justicia.

      Verdad es que tenían en su auxilio a multitud de patricios vehementes que delataban sin cesar a los pícaros, refiriendo lo que oyeron tres años antes y descifrando minuciosa y hábilmente el pensamiento de tal o cual persona. La delación¡ay!, no era cosa fácil, sino muy trabajosa y comprometida, porque había de meterse en las casas fingiéndose amigo, interceptar cartas en el correo, seducir a los criados, engañar a los tontos y llevarles a los cafés, excitándoles a hablar; en fin, era obra difícil, a la cual sólo podían hacer frente la mucha fe y el desmedido amor al Monarca.

      No se crea que este dejó sin premio tan grandes virtudes y la abnegación de aquellos leales sujetos que olvidaban los menesteres de sus casas para meterse en las ajenas, no; aquel sabio gobierno premió largamente a los delatores, dando a unos el privilegio de abastos de tal villa; a otros una plaza de fiel de matanza; a Fulano una procuraduría; a Zutano un oficio enajenable, etc., etc.

      Lo más notable es que no se vio en aquellos días ninguna ejecución de pena capital, pues ni el mismo Cojo de Málaga llegó a bailar en la cuerda, como lo tenía dispuesto el gobierno en castigo de haber alborotado y aplaudido en las tribunas públicas de las Cortes. Delito tan feo, tan contrario a los fueros de la nación, a la dignidad del Rey y a la fe católica exigía expiación durísima, y un castigo ejemplar que sonase en todos los ámbitos de la tierra española. El pueblo estaba furioso contra el cojo, el clero escandalizado, los patricios muertos de impaciencia porque de una vez y sin pérdida de tiempo desapareciese de entre los vivos el inmundo reo; pero ved aquí que el embajador de Inglaterra (son los extranjeros muy amigos de farandulear) se interpuso, rogó, suspiró, aun dicen que amenazó, hasta que nuestro Rey, no queriendo malquistarse con la Gran Bretaña por un cojo de más o de menos, le conmutó la pena capital por la de presidio indefinido. La suerte fue que cuando llegó la orden, ya estaba Pablo Rodríguez con un pie en el cadalso y había tragado lo más amargo de la alcuza. Quien más perdió fue el pueblo, que ya contaba por segura la ejecución y se quedó a media miel.

      Tampoco subió al cadalso doña María Villalba, señora de mucha bondad y hermosura, según decían. Sí, ¡buena sería ella!… ¿Qué puede pensarse de una dama que cometió la felonía de escribir en confianza a cierta amiga, contándole algunos lances amorosos del Rey?… Afortunadamente el gobierno de entonces tenía la gracia de que no se escapaba en correos una pícara carta que contuviese algo importante… ¡Y la doña María se quedaría tan fresca, creyendo que su gran crimen no iba a ser descubierto! ¡Véase si vale de mucho el ojo diligente de la administración; véanse las ventajas de una estafeta celosa del bien público! Los buenos gobiernos han de estar en todo, y meter la cabeza hasta dentro de las faltriqueras de los gobernados, porque si no… ¡No faltaba más sino que cada uno pudiera escribir lo que le diese la gana, y después encargar al gobierno la comisión de llevarlo!… En fin, doña María Villalba fue puesta a la sombra, y si conservó la vida, fue porque se movieron en pro muchas personas de influencia y todo Madrid se puso sobre un pie.

      Pero todo no había de ser blanduras, porque en aquellos días restablecimos la Inquisición.

      V

      Restablecimos: permitidme que hable en plural. Yo tenía derecho a ello desde que logré meter mi cucharada en la tertulia del infante D. Antonio. ¡Quién me había de decir que me vería en tales excelsitudes, mano a mano con gente nacida de vientre de reinas! Parecíame mentira, y me causaban admiración mi propia persona, mis propias palabras. Sin quererlo me hacía cortesías a mí mismo. Aprendí a vestirme con elegancia, y los que me habían conocido meses antes, se asombraban de mi transformación.

      Antes de dar a conocer la tertulia del infante, enumeraré la serie de relaciones que me condujeron a palacio.

      Desde que comencé a hacerme hombre de pro, solía visitar a las señoras de Porreño, una de ellas hermana del señor marqués de Porreño, que había muerto poco antes, hija del mismo la otra, y sobrina la tercera. Aquella casa, que ya venía muy agrietada desde el siglo anterior, estaba a punto de hundirse completamente, por cuya razón las tres excelentes señoras necesitaban buenos amigos que les ayudaran con amena tertulia y delicado trato a conllevar las pesadumbres de su lamentable decadencia.

      En casa de estas señoras conocí a D. Blas Ostolaza, confesor del infante D. Carlos y predicador de palacio, hombre de los más eminentes que han vivido en España. Eclesiásticos como aquel debieran nacer aquí todos los días, y aunque saliera uno detrás de cada piedra, no estaría de más. Él fue quien

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