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      Benito Pérez Galdós

      EPISODIOS NACIONALES: MEMORIAS DE UN CORTESANO DE 1815

      I

      En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, doy principio a la historia de una parte muy principal de mi vida; quiero decir que empiezo a narrar la serie de trabajos, servicios, proezas y afanes, por los cuales pasé en poco tiempo, desde el más oscuro antro de las regias covachuelas, a calentar un sillón en el Real Consejo y Cámara de Castilla.

      Abran los oídos y escuchen y entiendan cómo un varón listo y honrado podía medrar y sublimarse por la sola virtud de sus merecimientos, sin sentar el pie en los tortuosos caminos de la intriga, ni halagar lisonjero las orejas de los grandes con la música de la adulación, ni poner tarifa a su conciencia o vil tasa a su honor, cual suelen hacer los menguados ambiciosillos del día, después que las sanas costumbres, la modestia, la sobriedad y la cristiana mansedumbre han huido avergonzadas del mundo, y son tan míseros de virtud los tiempos, que no se encuentra un hombre de bien aunque den por él medio millón de pícaros vividores.

      ¡Bendito sea Dios, padre de los menesterosos, sustento de los débiles, proveedor de los hambrientos, aposentador de los desamparados, amparo de los desnudos, alivio de todos los pobrecitos que quieren ganarse la vida, y despensero de las hormigas, de los pájaros y de los pretendientes!… ¡Bendito sea Dios, digo, que me ha conservado mis sueldos, gajes, pensiones, viáticos, emolumentos y obvenciones, para que desahogadamente y sin importunos cuidados pueda contar todos los pasos de mi fabulosa carrera! ¡Oh! ¿Por qué he de ocultarlo? Carrera como la mía no la hicieron más de cuatro, desde que brotó en la fecunda tierra el tallo de los empleos públicos y abrieron sus polvorientas corolas de papel los expedientes de Arbitrios, Propios, Tercias reales, Noveno, Pósitos, Paja y Utensilios, Frutos civiles, Mandas, Renta de la Abuela, Chapín de la Reina y demás yerbas que componían el placentero jardín de la Administración.

      Verdad es que si a grandes altitudes llegué, buenos porrazos recibí en aquella bendita escala, luchando y desgreñándome a machaca-liendres con los que querían subir antes que yo; si mucho y rápidamente subí, agarreme también a buenos faldones. Y no se diga que manchan mi vida, como la de otros muy lucidos en sus carreras, acciones feas y vergonzosas. Eso no; que antes que nada es la inmaculada blancura de mi alma cristiana. Dios es testigo de que jamás metí la mano en bolsillo ajeno… ¡Jesús, qué horror! Antes me habría dejado tostar en parrillas que tomar de las arcas del Tesoro un ochavo de los que allí estaban, conforme a los libros de cuenta y razón… ¡Huye, Luzbel maldito! Vade retro!… Detesto las violentas acciones, mayormente cuando al varón allegador y celoso de su propio bien, no faltan mil ingeniosos arbitrios, sutilezas prudentes y habilísimas industrias para remediar sus escaseces. No fui yo el inventor de tales alivios; que los aprendí de maestros muy doctos, cargados de emolumentos, veneras, excelencias, y que pasaban por las más firmes columnas del Estado y de la Iglesia, de lo cual colijo que las sobredichas ingeniosidades no debían de ser pecaminosas. Y no digo más por ahora, que a su tiempo y sazón se verán palmariamente las agudezas de mi ingenio, y el filósofo así como el moralista, no podrán menos de aprobarlas.

      «¿Y quién es Vd.?…» – preguntarán seguramente los que me leen. – Yo soy aquel – respondo- que en los primeros años de su vida administrativa se llamaba Juan Bragas, nombre que a decir verdad no se distingue por su música, ni tiene saborcillo de elegancia, ni sonsonete o cancamurria de nobleza; así es, que no bien comencé a sacar el pie del lodo, añadí al apellido de mis padres el lugar de mi nacimiento, por lo cual, siendo este Pipaón en Rioja de Álava, vine a llamarme D. Juan Bragas de Pipaón. Sonaba esto pomposamente en mis orejas, y yo repetía en voz alta mi propio nombre para señorearme con su grandiosidad, la cual anunciaba por el solo efecto del silabeo la persona de un embajador, consejero de Indias, fiscal de la Rota o Asistente de Sevilla. Más adelante, como el Bragas no me pareciese del mejor gusto, lo suprimí completamente, quedándome para el mundo presente y para la posteridad en D. Juan de Pipaón, nombre breve y rotundo, que va dejando ecos armoniosos doquiera que se pronuncia, y al cual no le vendrá mal la conterilla del marquesado o condado que tengo entre ceja y ceja.

      Bendito sea Dios, vuelvo a decir, que no abandona jamás a los menesterosos; bendita sea la pródiga mano que a cada cual le da su remedio, ora un pedazo de pan, si padece hambre, ora un buen amigo que le ayude, si tiene ambicioncillas de medro. ¿Qué habría sido de mí si no hubiera tropezado de manos a boca con aquel nobilísimo, con aquel sin par sujeto, que echó de ver mis disposiciones y me llevó desde el Purgatorio de la oscuridad y miseria, al Paraíso del favor, de la fama y de la hartura? Hombre mejor no nació de vientre de mujer, ni se ha visto un talentazo igual para todo aquello que fuera de la jurisdicción de la suprema intriga, por cuyas prendas era la gran cabeza de aquellos tiempos y un maravilloso regalo hecho por Dios a la afortunada nación española, para que la sacara del mal traer en que se encontraba.

      No estamparé aquí su nombre, porque los de personajes insignes no deben ser expuestos a la vergüenza de las letras de molde, donde corren riesgo de que la Historia y la Posteridad (ambas señoras muy amigas de meterse en vidas ajenas) los tomen por su cuenta, atribuyéndoles esta o la otra picardía y desfigurando con pérfido criterio sus honrados manejos. Pero sin nombrar al santo, puedo referir los milagros. Era mi protector diputado en las Cortes del año 14, donde brilló por su buen ojo y mejor mano para meter en un laberinto de enredos y compromisos al bando reformador. Acaudilló con singular tino a los que poco después se llamaron Persas, y fue uno de los que prepararon el paso dado por Fernando (a quien todos llamaban entonces el suspirado), contra la Constitución. Gozaba mi protector fama de hombre ignorantísimo, opinión que hubo de ser efecto de la ruin envidia, pues de su excelso ingenio fueron muestras la zancadilla que echó a todos los reformistas, y aquel celo y consumada destreza suya para ponerse en primer lugar, luego que el Rey recobró sus legítimos derechos, así como la prontitud con que se proporcionó tres o cuatro sueldos por Obra Pía, Pósitos, Penas de Cámara, etc…, de los cuales el menor habría contentado a un triste pedigüeño de otros tiempos.

      Dios Todopoderoso, a quien no cesa de invocar mi gratitud, hizo que el cuitado narrador de estos sucesos, topara con Su Excelencia en Enero de 1814, y que le cautivase principalmente por su buena letra y singularísima habilidad para remedar la ajena, especialmente en toda suerte de firmas y rúbricas. ¡Oh, y qué elogios hacía aquel buen hombre de mis talentos caligráficos! ¡Y cómo ponderaba mi pulso, mi excelente ojo y aquella soltura con que despachaba en cuatro rasgos las más difíciles y para él inverosímiles imitaciones! Así es, que me traía en palmitas, regalábame copiosamente, y aunque a veces solía decirme las cosas entre una sofocante llovizna de bofetones, mi humildad y la mansedumbre cristiana que Dios me dio, le volvían a su pacífico ser y a sus bondades y deferencias conmigo.

      El primer asunto importante en que su merced me ocupara, fue aquel que la historia llama el asunto Oudinot, y que fue saladísimo, como obra de tales ingenios, aunque de escaso efecto por torpeza de algunos. Con su poderosa inventiva fantaseó mi protector una conspiración que se suponía fraguada por los liberales, de acuerdo con Napoleón, para establecer en España la república Iberiana. ¡Diantre con la república, y cuánto nos dio que reír, y cuántas cuchufletas y bufonadas entretuvieron las nocturnas horas en que a solas nos dedicábamos a inventar cartas, a remedar tipos de letra, a confeccionar programas y comunicaciones en cifra! Lo cierto es que la conspiración salió que ni pintada, y daba gusto ver aquella sutil trama, en la cual D. Agustín Argüelles aparecía carteándose con un pinche francés, a quien nosotros por ensalmo hicimos general Oudinot, con otras muchas imaginarias picardías puestas tan al vivo, que aún los autores de todo llegamos a creerlo, y nos indignábamos contra los republicanos iberianos napoleónicos.

      Todo se lo llevó la trampa, a pesar de estar hecho con tanto esmero en largas vigilias… ¡Lástima de trabajo! La torpeza del necio Berteau, criado de la duquesa de Osuna, y de cierto cura de Granada (a quien después hicieron arzobispo), echó por tierra el más grandioso edificio que levantaran humanos entendimientos. Descubriose que todo era invención; formose causa, y aunque nadie se metió con nosotros, tuvimos el pesar de que los mismos jueces se escandalizaran de tan atrevida y necia calumnia.

      Pero desde entonces se redobló la buena amistad y estimación de mi generoso protector, quien me puso en el secreto de graves planes, convidándome a cooperar en su realización con todas las fuerzas de mi talento y travesura. Véase, pues, qué pronto me había destinado la divina

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