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Puebla de Arganzón, como lugar campestre, había dejado las ociosas plumas, y aunque de por sí no fuese aquella villa madrugadora, despertola el rumor de tanta tropa y de los tambores sin cesar batidos, confundiendo su ronco son con el cantar de los gallos que en todos los corrales entonaban su alegre grito de alerta. Veíase a los honrados habitantes salir de sus casas y juntarse en corrillos. Los ancianos preguntaban si se había ganado ya la batalla y advertidos de que no, quejábanse de la mucha tardanza en arremeter, propia de los tiempos nuevos, asegurando que en otra ocasión ya estaría todo despachado y el asunto resuelto. Las mujeres corrían de casa en casa pidiéndose provisiones para esconderlas, pues los franceses que en número tan considerable rodeaban el pueblo reclamarían pronto lo que no se habían llevado los guerrilleros el día anterior.

      En las tabernas los taberneros no tenían manos para tanto despacho y muy alborozados escanciaban a los franceses, pues en esto del vender y ganar dinero no hay naciones: ellos quisieran tener un Océano de aguardiente y vino, que junto con algunas pipas de linfa del Zadorra les hubiera hecho millonarios en un par de años de guerra.

      Un joven sargento avanzaba solo por las calles de la Puebla, evitando al parecer la compañía de sus camaradas franceses, y más aún la vista de los habitantes de la villa. Así es que cuando veía un grupo en la puerta de una casa se apartaba tomando distinto camino.

      – ¿No es aquella la cara de Salvadorcillo Monsalud, el hijo de la señora Fermina la de Pipaón? – decía una mujer viéndole pasar.

      – Parece que es aquélla su cara; pero no su cuerpo; que es cuerpo y uniforme de francés el que ha pasado.

      – Adelantadas estáis – decía un tercero. – ¿Pero no sabéis que Salvadorcillo Monsalud, engañifado por su tío, ha sentado plaza en la guardia del rey José?

      – Cierto es, aunque no lo participó a su madre por vergüenza; y cuando la señora Fermina lo supo, estuvo llorando tres días, y aún no lo quería creer, siendo tal su pesadumbre por esta traición de Salvador, que la buena mujer dice que más quería verlo muerto que sirviendo a los franceses.

      – Y tiene razón. ¿Mas para qué dejó que el muchacho fuese a Madrid donde todo es corruptela y picardía? – dijo un personaje a quien todos oían con respeto, y que era, si nuestras noticias no son falsas, el boticario del lugar. – Pero esto pasa a todos los muchachos que no tienen padre, o mejor, a aquellos que han nacido del pecado y de unión nefanda, como ese diablillo de Salvador Monsalud, que no se sabe de qué tronco vino, ni de cuál cepa sacó doña Fermina este mal sarmiento.

      El jurado se detuvo ante una casa de aspecto humilde, en cuya puerta no se veía persona alguna. Miró a las ventanas, y las vio cerradas. Un gallo cantaba dentro, y dos o tres gallinas salieron a la calle sacudiendo sus plumas y picoteando el suelo, no tardando en aparecer tras ellas el gallardo esposo. Poco después un gato asomó por la puerta entreabierta y se detuvo sobre el umbral, relamiéndose con placentera satisfacción los largos bigotes. El joven contempló un instante con interés profundo a aquellos seres, y se acercó para entrar, desalojando al gato, que asustado corrió hacia dentro. Las gallinas y el gallo, sobresaltándose también y cambiando algunas cacareadas frases, huyeron por la calle adelante.

      Monsalud se asomó por el hueco de la entornada puerta. La emoción de su alma era tan viva que le temblaban las manos al ponerlas sobre las viejas tablas y los mohosos clavos; apenas podía sostenerse en pie a causa del desmayo de su cuerpo y de la flojedad nerviosa que experimentaba. Miró hacia dentro: veíase un patio pequeño y en el fondo una habitación oscura dentro de la cual se distinguían los maderos de un telar. Monsalud contempló durante un rato aquel humilde interior, y copiosas lágrimas se agolparon a sus ojos.

      De repente una mujer de edad madura apareció en la habitación del telar, moviendo los trastos de un lado para otro y barriendo después. Volvíase de vez en cuando hacia un sitio donde debía de estar otra persona con quien hablaba, a juzgar por sus gestos expresivos. Junto a la mujer apareció luego un perro, que saltando y enredando entre sus pies la estorbaba en su faena, recibiendo un ligero escobazo que lo decidió a salir al patio.

      Salvador, que se había detenido en la puerta para gozar en silencio y a solas por un instante del inefable sentimiento que llenaba su alma y para regocijar su imaginación con la idea del contento que su madre recibiría al verle, no pudo por más tiempo refrenar su impaciencia y empujó suavemente la puerta.

      – No me espera – dijo para sí oprimiéndose el corazón que parecía querer saltársele del pecho. – ¡La pobrecita se sorprenderá y se alegrará tanto…! Este momento vale por todas las pesadumbres que ha padecido durante mi ausencia.

      La puerta rechinó, y el perro fue saltando y gruñendo amorosamente al encuentro de Salvador. Este se precipitó en el interior de la casa. Doña Fermina mirando hacia el patio muy sobresaltada, vio al joven que hacia ella corría con los brazos abiertos, diciendo: «¡Madre, madre, aquí estoy!». La buena mujer abalanzose a recibirle con expresión de frenético contento; mas al tocarle con sus manos y al verle casi en sus brazos, su semblante se alteró de súbito, lanzó una exclamación de espanto, y cerrando los ojos y echando la cabeza atrás, cual si descargase sobre ella el rayo de instantánea muerte, cayó sin sentido al suelo. Sus labios contraídos apenas pronunciaron esta frase, empezada con ardiente cariño y concluida con terror:

      – ¡Hijo mío!… ¡¡francés!!

      VIII

      El militar, aturdido por tan inesperado como funesto accidente y no comprendiendo bien lo que había oído, creyó que la excesiva alegría la había desconcertado; mas antes de acudir a los remedios que el paroxismo reclamaba, hincose en tierra, y besando y abrazando a su madre, la llamó con los nombres más tiernos y afectuosos, seguro de que su voz la despertaría. Salvador no había visto aún a otra mujer que en la estancia estaba: era una vieja flaca y amarillenta, de ojos ardientes y vivos como ascuas, descarnadas y picudas manos, una de las cuales oprimía el puño de un bastón negro, mientras la otra se alzaba acompasadamente a la altura de la cara, para servir de signo visible y movible a su extraño lenguaje. No la vio Monsalud hasta que se acercó a él, y poniéndole los cinco amarillos palitroques de su mano sobre la pechera del uniforme, le dijo con terrible ironía:

      – Acábala de matar, verdugo, acaba de matar a tu santa y buena madre.

      Salvador miró a la vieja, y aunque de antiguo la conocía, su triste aspecto y la áspera y desapacible voz produjéronle impresión muy extraña, especie de frío intenso y doloroso en el corazón, cual si con una aguja se lo atravesasen, erizamiento nervioso y acritud en los dientes, como lo que se siente al contacto de las cosas agrias y heladas.

      – Por Dios, doña Perpetua, dígame Vd. ¿qué tiene mi madre? – exclamó el joven. – ¿Está mala?

      – ¿Eres tú la causa y lo preguntas? – añadió la vieja, poniendo su mano sobre la frente de la desmayada.

      Luego paseando sus dedos por la pechera del levitón de Salvador, y tentando la botonadura adornada con águilas, y metiéndolos después entre la lana del sombrero y deslizándolos por las carrilleras de cobre, dijo:

      – ¡Traes sobre ti esta infernal vestimenta francesa, y preguntas lo que tiene tu madre! ¡Pobre Ferminita! ¡Se resistía a creer tan grande infamia en el hijo que llevó en sus entrañas y crió a sus pechos! ¡Pedía a Dios fervorosamente que no fuese verdad lo que le habían dicho; su alma se consumía en hondas tristezas, y sin consuelo pasaba las noches llorando tanta afrenta! La muerte del hijo que perece en los campos de batalla destroza el corazón, pero no afrenta; la traición del hijo desvergonzado que comete la infamia de pasarse al enemigo, es el más vivo de los dolores de una madre española.

      – Usted está loca, madre Perpetua – dijo Monsalud rechazando a la vieja con desdén. – Mi madre es una mujer sencilla: ya comprendo todo. Vd. y el cura le han trastornado el juicio con eso de traiciones y afrentas. Honrado soy. Mi buena madre no me aborrecerá por lo que he hecho.

      – ¡Monstruo! – gritó la vieja agitando el palo. – Huye de aquí. Vete con esos herejes que te han catequizado: vete con Satanás que es tu amo; vete al negro infierno que es tu casa. Deja a esta santa mártir que

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