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camisa al cuerpo, y todos conocen la barbaridad que han hecho dejando entrar a los franceses; pero ya no tiene remedio… ¿sabe Vd. lo que se dice por Madrid?

      – ¿Qué, hijo mío? Sin duda alguna de esas vulgarísimas aberraciones propias de entendimientos romos. Ya lo he dicho: nosotros no entendemos de negocios de Estado; ¿a qué viene el comentar las combinaciones y planes de esos hombres eminentes, que se desviven por hacernos felices?

      – Pues allá dicen que la familia real de España, viéndose cogida en la red por Bonaparte, ha determinado marcharse a América, y que no tardará en salir de Aranjuez para Cádiz. Por supuesto, los partidarios del príncipe Fernando se alegran, y creen que esto les viene de perillas para que el otro suba al trono.

      – ¡Necios, mentecatos! – exclamó el tío de Inés, incomodándose de nuevo. – ¡Pensar que había de consentir tal cosa el señor príncipe de la Paz, mi paisano, amigo y aun creo que pariente!… Pero no nos incomodemos fuera de tiempo, Gabriel, y por cosas que no hemos de resolver nosotros. Vamos a comer, que ya es hora, y el cuerpo lo pide.

      Inés, que se había retirado un momento antes, volvió a decirnos que la comida estaba pronta. Durante ella, fue cuando el respetable cura nos comunicó el contenido de la misteriosa carta que había llegado a la casa por la mañana.

      – Hijos míos – dijo cuando los tres habíamos tomado asiento-: Voy a participaros un suceso feliz, y tú, Inesilla, regocíjate. La fortuna se te entra por las puertas, y ahora vas a ver cómo Dios no abandona nunca a los desvalidos y menesterosos. Ya sabes, que tu buena madre, que santa gloria haya, tenía un primo llamado D. Mauro Requejo, comerciante en telas, cuya lonja, si no me engaño, cae hacia la calle de Postas, esquina a la de la Sal.

      – D. Mauro Requejo… – dije yo recordando, – justamente: doña Juana le nombró delante de mí varias veces, y ahora caigo, en que ese comerciante pone en el Diario unos anuncios que me dan bastante que hacer.

      – Le recuerdo – dijo Inés. – Él y su hermana eran los únicos parientes que tenía mi madre en Madrid. Por cierto que siempre se negó a favorecernos, aunque lo necesitábamos bastante: dos veces le vi en casa. ¿Creería su merced que fue a consolarnos, a socorrernos? No: fue a que mi madre le hiciera algunas piezas de ropa, y después de regatear el precio, no pagó más que la mitad de lo tratado, y decía: «De algo ha de servir el parentesco». Él y su hermana no hablaban más que de su honradez o de lo mucho que habían adelantado en el comercio y nos echaban en cara nuestra pobreza, prohibiéndonos que fuéramos a su casa, mientras no nos encontráramos en posición más desahogada.

      – Pues digo – afirmé con enfado- que ese don Mauro y su señora hermana son dos grandísimos pillos.

      – Poco a poco – continuó el cura. – Déjenme acabar. El primo de tu madre habrá faltado; pero lo que es ahora, sin duda Dios le ha tocado en el corazón, y se dispone a enmendar sus yerros, favoreciéndote como buen pariente y hombre caritativo. Ya sabes que es bastante rico, gracias a su laboriosidad y mucha economía. Pues bien: en la carta que he recibido esta mañana me dice que quiere recogerte y ampararte en su casa, donde estarás como una reina; donde no te faltará nada, ni aun aquello de que gustan tanto las damiselas del día, tal como joyas, trajes bonitos, perfumes primorosos, guantes y otras fruslerías. En fin, Dios se ha acordado de ti, sobrinita. ¡Ah!, ¡si vieras qué interés tan grande demuestra por ti en sus cartas; qué alabanzas tan calurosas hace de tus méritos; si vieras cómo te pone por esas nubes, cómo lamenta tu orfandad, y cómo se enternece considerando que eres de su misma sangre, y que a pesar de esta natural preeminencia careces de lo que a él le sobra! Te repito que trabajando mucho y ahorrando más, el Sr. Requejo ha llegado a ser muy rico. ¡Qué porvenir te espera, Inesilla! El párrafo más conmovedor de la carta de tus tíos – añadió sacando la epístola- es este: ¿a quién hemos de dejar lo que tenemos, sino a nuestra querida sobrinita?

      Inés, confundida ante tan inesperado cambio en los sentimientos y en la conducta de sus antes cruelísimos parientes, no sabía qué pensar. Me miró, buscando sin duda en mis ojos algo que la diera luz sobre tan inexplicable mudanza; mas yo, que algo creía comprender, me guardé muy bien de dejarlo traslucir ni con palabras ni con gestos.

      – Estoy asombrada – dijo la muchacha; – y por fuerza para que mis tíos me quieran tanto ha de haber algún motivo que no comprendemos.

      – No hay más sino que Dios les ha abierto los ojos – dijo D. Celestino, firme en su ingenuo optimismo. – ¿Por qué hemos de pensar mal de todas las cosas? D. Mauro es un hombre honrado; podrá tener sus defectillos; pero ¿qué valen esos ligeros celajes del alma, cuando está iluminada por los resplandores de la caridad?

      Inés mirándome parecía decirme:

      – ¿Y tú qué piensas?

      Algunos meses antes de aquel suceso, yo hubiera acogido las proposiciones de D. Mauro Requejo con el imprevisor optimismo, con el necio entusiasmo que afluían de mi alma juvenil ante los acontecimientos nuevos e inesperados; pero las contrariedades me habían dado alguna experiencia; conocía ya los rudimentos de la ciencia del corazón, y el mío principiaba a reunir ese tesoro de desconfianzas, merced a las cuales medimos los pasos peligrosos de la vida. Así es que respondí sencillamente:

      – Puesto que ese tu reverendo tío era antes un bribón, no sé por qué hemos de creerle santo ahora.

      – Tú eres un chicuelo sin experiencia – me dijo D. Celestino algo enojado, – y yo no debiera consultar esto contigo. ¡Si sabré yo distinguir lo verdadero de lo falso! Y sobre todo, Inés, si él quiere favorecerte, poniéndote en pie de gente grande, si él quiere gastarse sus ahorros con su querida sobrina, ¿por qué no lo has de aceptar? Mucho más podría decirte; pero él mismo en persona te explicará mejor el gran cariño que te tiene.

      – ¿Pues qué – preguntó Inés turbada, – vendrá a Aranjuez?

      – Sí, chiquilla – repuso el clérigo. – Yo te reservaba esta noticia para lo último. Hoy mismo tendrás el gusto de ver aquí a tu amado tío y protector. ¡Ah, Inés! Mucho sentiré separarme de ti; pero servirame de consuelo la idea de que estás contenta, de que disfrutas mil comodidades que yo no te puedo dar. Y cuando este viejo incapaz eche un paseíto a Madrid para visitarte; espero que le recibirás con alegría y sin orgullo: espero que no te ofuscará la ruin vanidad al considerarte en posición superior a la mía, porque tío por tío, hermano soy de tu difunto padre, mientras que el otro…

      D. Celestino estaba conmovido, y yo también, aunque por distinta causa.

      – Sí – continuó el cura. – Hoy tendremos aquí a ese eminente tendero de la calle de la Sal. Me dice que habiendo comprado unas tierras en Aranjuez, junto a la laguna de Ontígola, viene hoy aquí con el doble objeto de conocer su finca y de verte. Él espera que irás a Madrid en su compañía y en la de su hermana doña Restituta, a quien también tendremos el gusto de ver esta tarde, pues si han salido, como dice la carta, hoy de madrugada, por poco que avancen, ya deben estar pasando el puente largo.

      Después de oír esto, todos callamos. Revolviendo en mi cabeza extraños y no muy alegres pensamientos, dije a Inés:

      – Pero ese hombre, ¿es casado?

      Ella leyó en mi interior con su intuición incomparable, y me respondió con viveza:

      – Es viudo.

      Después volvimos a callar, y sólo D. Celestino, tarareando una antífona, interrumpía nuestro grave silencio. Más de un cuarto de hora trascurrió de esta manera, cuando sentimos ruido de voces en el patio de la casa. Levantámonos, y saliendo yo al corredor, oí una voz hueca y áspera que decía: «¿Vive aquí el latino y músico D. Celestino Santos del Malvar, cura de la parroquia?».

      D. Mauro Requejo y su hermana doña Restituta, tíos de Inés, habían llegado.

      III

      Entraron en la habitación donde estábamos, y al punto que D. Mauro vio a su sobrina dirigiose a ella con los brazos abiertos, y al estrecharla en ellos, exclamó endulzando la voz:

      – ¡Inés de mi alma, inocente hija

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