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casas y tierras y sus caballerías por venir aquí a gritar, es preciso que alguien les dé el jornal que pierden en un día como este. Todos los que servimos al infante D. Antonio Pascual y los criados del príncipe de Asturias hemos estado por ahí buscando gente. De Madrid hemos traído medio barrio de Maravillas, y en los pueblos de Ocaña, Titulcia, Villatobas, Corral de Almaguer, Villamejor y Romeral, creo que no han quedado más que las mujeres y los viejos, pues hasta un racimo de chiquillos trajo el Sr. Collado.

      – Pero tonto – dije yo, creyendo presentar un argumento decisivo, – ¿qué importa que toda esa gente chille a las puertas de palacio pidiendo lo que no les han de dar? ¿Pues no tiene ahí S. M. sus reales tropas para hacerse respetar? Porque o somos o no somos. Si con un puñado de gente gritona traída de los pueblos y de las Vistillas de Madrid se puede obligar al rey a que haga una cosa, no sé para qué se toma ese señor el trabajo de llevar corona en la cabeza.

      – Dices bien, Gabrielillo, y si el condenado generalísimo estuviera seguro de que la tropa le sostenía, ya podían volverse a sus casas todos esos caballeros, que han venido a darle una serenata; pero tú no sabes de la misa la media. También han repartido dinero a la tropa – añadió bajando la voz; – y como el príncipe de Asturias tiene no sé cuántas arcas llenas de onzas de oro que le ha ido dando su padre para juguetes… ya ves… S. A. hará lo que le dé la gana, porque le ayudan todos los señores de la grandeza, muchos obispos, muchos generales, y hasta los mismos ministros que ahora tiene el Rey.

      – Eso sí que es una grandísima picardía – exclamé con ira. – Son ministros del Rey, son compañeros del otro, a quien sin duda deben los zapatos con que se calzan, y al mismo tiempo le hacen la mamola al niño Fernando, porque ven que el pueblo le quiere, y dicen: «Por fas o nefas, por la mano derecha o por la izquierda, no ha de tardar en sentarse en el trono».

      Con este diálogo llegamos a la taberna, y allí nos sentamos, pidiendo Lopito para sí aguardiente de Chinchón, y yo tintillo de Arganda. No estábamos solos en aquella academia de buenas costumbres, porque cerca de la mesa en que nosotros perfeccionábamos nuestra naturaleza física y moral, se veían hasta dos docenas de caballeros, en cuyas fisonomías reconocí a algunos famosos Hércules y Teseos de Lavapiés, de aquellos que invocó con épico acento el poeta al decir:

      Grandes, invencibles héroes,

      que en los ejércitos diestros

      de borrachera, rapiña,

      gatería y vituperio,

      fatigáis las faltriqueras…

      Entre estos hombres vi otros de figura extraña, y tan astrosos y con tanto andrajo cubiertos, que daba lástima verlos.

      – Estos – me dijo Lopito satisfaciendo mi curiosidad- son lo mejorcito de Zocodover de Toledo, donde ejercitan su destreza en el aligeramiento de bolsillos y alivio de caminantes.

      También entraron en las tabernas muchos soldados de caballería, y al poco rato se había entablado conversación tan viva que no era posible entender ni una palabra, si palabras pueden llamarse las vociferaciones y juramentos de aquella gente. Unos sostenían que la familia real partiría aquella misma tarde, y otros que el Rey no había pensado en tal viaje. Pronto se disiparon las dudas, porque corrió la voz de que S. M. dirigía la voz a sus súbditos por medio de una proclama que al punto se fijó en todos los sitios públicos. En ella, después de llamar vasallos a los españoles, decía el buen Carlos IV, que la noticia del viaje era invención de la malicia, que no había que temer nada de los franceses, nuestros queridos amigos y aliados, y que él era muy dichoso en el seno de su familia y de su pueblo, al cual conceptuaba asimismo como empachado de prosperidad y bienaventuranza al amparo de paternales instituciones.

      La mayor parte de los héroes de Zocodover y las Vistillas, no parecían inclinados a dar crédito a la regia palabra, antes bien se burlaban de cuantos acudían a leerla, añadiendo: – No se nos engañará. A mí con esas… Aspacito, Sr. D. Carlos, que ya lo arreglaremos.

      Cuando fui a casa encontré a D. Celestino loco de alegría: paseaba con la sotana suelta por su habitación, y aunque no estaba presente ni aun en sombra el pícaro sacristán, mi amigo profería con desaforado acento estas palabras:

      – ¿Lo ves, malvado Santurrias? ¿Lo ves, tunante, borracho, mal acólito, que no sabes más que juntar gotas de aceite y mocos de vela para venderlo en pelotillas? ¿Ves cómo yo tenía razón? ¿Ves cómo los Reyes no han pensado nunca en semejante viaje? Sí, que ahí están esos señores en el trono para darte gusto a ti, pérfido sacristán, escurridor de lámparas y ganzúa de cepillos. ¿No bastaba que lo dijera yo, que soy amigo de Su Alteza Serenísima, y tengo estudios para comprender lo que conviene al interés de la nación? Véngase Vd. ahora con bromitas, amenáceme con tocar las campanas sin mi permiso. ¡Ah!, agradézcame el muy tunante que no me cale ahora mismo el manteo y teja para ir en persona a contarle a Su Alteza qué clase de pajarraco es usted, con lo cual, dicho se está que el señor Patriarca me lo pondría de patitas en la calle. Pero no, Sr. Santurrias; soy un hombre generoso y no iré; no quiero quitarle el pan a un viudo con cuatro hijos. Pero véngase Vd. ahora con bromitas diciendo que mi paisano acá y allá; y que le van a arrastrar, y repita aquello de «¡Viva Fernando, Kirie eleyson! ¡Muera Godoy, Christe eleyson!» con que me despierta todos los días.

      A este punto llegaba, cuando advirtió que yo estaba delante, y echándome los brazos al cuello, me dijo:

      – Al fin hemos salido de dudas. Todo era invención de Santurrias. ¿Qué hay por el pueblo? Estará la gente contentísima ¿no? Ahora cuando salga el señor príncipe de la Paz a paseo supongo que le victorearán… ¡Ay!, qué susto me he llevado, hijito. De veras creí que íbamos a tener un motín. ¡Un motín! ¿Sabes tú lo que es eso? En mi vida he visto tal cosa y sírvase Dios llevarme a su seno, antes que lo vea. Un motín no es ni más ni menos que salirse todos a la calle gritando viva esto o muera lo otro, y romper alguna vidriera y hasta si se ofrece golpear a algún desgraciado. ¡Qué horror! Gracias a Dios no tendremos ahora nada de esto, y sin duda la prudencia y tino de aquel hombre… ¿Sabes que estuve en su palacio a prevenirle de lo que pasaba y no me recibió?…

      – Lo creo. En estos días no tendrá Su Alteza humor para recibir, porque como dijo el otro, no está la Magdalena para tafetanes.

      – Tal vez él tenga noticias de las picardías de Santurrias y de los otros perdidos con quien se junta en la taberna del tío Malayerba – continuó el cura. – ¿Pero en dónde está ese endemoniado sacristán? No parece por aquí porque sabe que le he de poner más colorado que un pimiento riojano.

      No había acabado de decirlo, cuando entreabriéndose la puerta, dejó ver los dientes, la plegada y siempre risueña boca, la exprimida cara y arrugada frente del sacristán.

      – Venga acá – exclamó D. Celestino con alborozo; – venga el sapientísimo Sr. Santurrias, presunto cardenal metropolitano; venga acá para que nos ilustre con su saber, para que nos aconseje con su prudencia. ¿Puede decirnos cuándo es el viaje? Porque yo tengo para mí que la proclama de S. M. es una tiñería; y qué crédito merece el Rey de las Españas, de las Indias de Jerusalén, de Rodas, etc., cuando habla el Excmo. Sr. D. Gregorio de las Santurrias, sacristán que fue de monjas Bernardas, y hoy de mi parroquia. A ver, ¿nos sacará de dudas su señoría?

      – Mañana, mañana, mañanita, señor cura – contestó el sacristán. – Dígame su paternidad: ¿saca o no las botellicas?

      Y luego, sin desconcertarse ante la ironía de su superior, sino por el contrario burlándose de los graves gestos con que se le interpelaba, empezó a entonar los singulares cantos de su repertorio, haciendo mil grotescos visajes y moviendo los brazos, ya en ademán de repicar, ya aparentando recorrer el teclado de un órgano, ya en fin, con la postura propia de tocar la guitarra, sin dejar de cantar en la forma siguiente:

      – Domine, ne in furore tuo arguas me…

      Es la corte la mapa

      de ambas Castillas,

      y la flor de la corte

      las Maravillas.

      Anda moreno,

      que

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