Скачать книгу

una disciplina severa. Nunca se molestaba por nada, y su irritación se hacía sentir tanto más cuanto menos la demostraba.

      El coronel Marchbanks y su esposa se sentaban uno al lado de la otra. En ellos no había nada hermoso, excepto su flemático afecto mutuo. Mistress Marchbanks no estaba irritada, pero se sentía cohibida por la presencia de la duquesa, porque no podía sentir lástima por ella. Cuando se siente lástima por una persona se la llama mi pobre amiga o mi pobrecita amiga. Puesto que, evidentemente, no podía llamar a la duquesa mi pobre amiga, no podía sentir lástima por ella. Esto ponía nerviosa a mistress Marchbanks. El coronel se hallaba molesto e irritado: molesto, porque era difícil encontrar un tema de conversación en una casa cuyo “señor” acababa de ser detenido por asesinato; irritado, porque estas cosas tan desagradables no deben ocurrir durante la temporada de caza.

      Mistress Pettigrew-Robinson no solamente estaba irritada, sino profundamente herida. Cuando jovencita había adoptado la divisa Quaecunque honesta estampada sobre su cuaderno escolar. Siempre había pensado que era preciso no dejar jamás a su espíritu insistir sobre un tema que no era verdaderamente agradable. Aun ahora, a la mitad de su vida, procuraba ignorar los artículos periodísticos encabezados con títulos tales como: Atropello a una maestra de Cricklewood; Muerte en una caña de cerveza; Setenta y cinco libras por un beso, o Le llamó Juan Lanas. Decía que no comprendía que eso pudiera beneficiar a nadie. Lamentaba haber consentido en venir a Riddlesdale Lodge en ausencia de la duquesa. Nunca le había agradado lady Mary; la consideraba una especie particularmente chocante de las jóvenes modernas, independientes hasta el exceso; además, había ese incidente tan desagradable con un bolchevique cuando lady Mary fue enfermera en Londres durante la guerra. Tampoco le había agradado nunca el capitán Denis Cathcart. No le gustaba, en un joven, esa belleza demasiado visible. Míster Pettigrew-Robinson había deseado venir a Riddlesdale y era su deber acompañar a su marido. Claro que no podía reprocharle por este resultado tan desafortunado.

      Míster Pettigrew-Robinson estaba irritado, simplemente porque el detective de Scotland Yard no había aceptado su ayuda en el registro de la casa y del parque ni en la búsqueda de huellas dactilares. Como hombre de mucha experiencia en esas materias (míster Pettigrew-Robinson era magistrado), se había puesto a disposición del policía. No solamente no le había hecho caso, sino que le había ordenado bruscamente que se marchase del invernadero, donde él (míster Pettigrew-Robinson) estaba reconstruyendo las cosas según las declaraciones de lady Mary.

      Estas irritaciones y molestias hubieran podido ser menos penosas para todos si no las hubiera agravado la presencia de aquel detective. Este muchacho tranquilo, vestido de tweed, comía huevos con curry en uno de los extremos de la mesa, al lado de míster Murbles, el abogado. Llegado de Londres el viernes, había corregido a la Policía local y disentía fuertemente de la opinión del inspector Craikes. Ocultó al jurado ciertas informaciones que, expuestas abiertamente, hubieran impedido tal vez la detención del duque. Oficiosamente evitó la marcha de los desgraciados invitados con el pretexto de hacerles sufrir un nuevo interrogatorio, y de esta forma los tenía a todos reunidos aquel terrible domingo. Y para colmo, era amigo íntimo de lord Peter Wimsey, por lo cual tuvieron que prepararle una cama en el cottage del guardabosque y darle de desayunar en Riddlesdale Lodge.

      Míster Murbles, que era anciano y hacía malas digestiones, había llegado precipitadamente el jueves por la noche. Encontró el juicio muy mal llevado y a su cliente intratable. Empleó todo su tiempo en tratar de obtener ayuda de sir Impey Biggs, K. C.[6], que se había ausentado durante el fin de semana sin dejar dirección. Estaba comiendo pan tostado y sentía simpatía por el detective, quien le llamaba sir y le pasaba la mantequilla.

      – ¿Acaso quiere alguien ir a la iglesia? – preguntó la duquesa.

      – A Theodore y a mí nos gustaría ir – respondió mistress Pettigrew-Robinson —, si no es mucho trastorno. Podríamos ir a pie. La distancia no es mucha.

      – Hay sus buenos cinco kilómetros – dijo el coronel Marchbanks.

      Míster Pettigrew-Robinson le miró agradecido.

      – Iremos en el coche – dijo la duquesa —. Yo también voy.

      – ¿De veras? – preguntó el honorable Freddy —. ¿No cree usted que la mirarán con malos ojos?

      – ¿Importa eso en realidad, Freddy? – dijo la duquesa.

      – Yo creo que toda esa gente que vive en el pueblo es socialista y metodista.

      – Si es metodista, no estará en la iglesia – observó mistress Pettigrew-Robinson.

      – ¿No? – replicó el honorable Freddy —. Puedo apostar a que estarán, si hay algo que ver. Será para ellos mejor que un funeral.

      – Existe, ciertamente, un deber que cumplir – dijo mistress Pettigrew-Robinson —, sean cuales fueren nuestros sentimientos íntimos y personales…, sobre todo en la época actual, en la que la gente es tan terriblemente débil.

      Y fijó los ojos en el honorable Freddy.

      – ¡Oh, no se preocupe por mí, mistress Pettigrew-Robinson! – dijo amablemente el joven —. Todo lo que yo digo es que esos animales hacen cosas desagradables, no me lo reproche.

      – ¿Quién piensa en reprocharle nada, Freddy? – preguntó la duquesa.

      – ¡Oh, es un modo de hablar simplemente! – respondió el honorable Freddy.

      – ¿Qué piensa usted, míster Murbles? – inquirió la dueña de la casa.

      – Su intención me parece muy loable – respondió el abogado mientras movía con todo cuidado su café – y es digna de crédito, mi querida señora; no obstante, míster Arbuthnot tiene razón al decir que puede ponerla en evidencia… proporcionarle una desagradable publicidad. Yo siempre he sido un cristiano de verdad, pero no creo que nuestra religión exija que nos hagamos presentes…, ejem…, en circunstancias dolorosas.

      Míster Parker recordó para sí un dicho de lord Melbourne.

      – Después de todo – declaró mistress Marchbanks —, como Helen ha dicho tan sensatamente, ¿qué importa? Nadie tiene, en realidad, nada de qué avergonzarse. Ha sido, por supuesto, un estúpido error; pero no veo por qué no pueden ir a la iglesia los que tengan deseos de ir.

      – Evidente, amiga mía, evidente – dijo el coronel en tono caluroso —. Podemos entrar de paso y salir antes que acabe el sermón. Creo que es lo mejor. Eso probará, por lo menos, que no creemos que nuestro querido Denver ha hecho nada malo.

      – Olvidas, querido – dijo su esposa —, que he prometido a Mary permanecer con ella en la casa.

      – Claro, claro…, ¡qué estúpido soy! – respondió el coronel —. ¿Cómo se encuentra?

      – No descansó nada anoche la pobre criatura – dijo la duquesa —. Tal vez logre dormir un poco por la mañana. Ha sido un rudo golpe para ella.

      – Lo que prueba, quizá, que es una bendición – dijo mistress Pettigrew-Robinson.

      – ¡Querida! – exclamó su marido.

      – Me pregunto cuándo tendremos noticias de sir Impey – comentó el coronel Marchbanks, precipitadamente.

      – Sí es verdad – gimió míster Murbles —. Cuento con su influencia sobre el duque.

      – Por supuesto, debe hablar – dijo mistress Pettigrew-Robinson – para seguridad de todos. Debe decir lo que estaba haciendo fuera a semejante hora o, si no quiere hacerlo, hay que averiguarlo. ¡Dios mío! Por eso es por lo que están aquí estos detectives, ¿verdad?

      – Esa es la desagradable tarea que les incumbe – dijo míster Parker de pronto.

      No había hablado nada desde hacía mucho tiempo y todos saltaron en sus asientos.

      – Tengo la impresión de que usted lo aclarará todo en seguida, míster Parker – dijo

Скачать книгу


<p>6</p>

King's Counsel, consejero del rey. Título conferido a los miembros eminentes del Foro de Londres.