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asusta al intruso.

      Greta no vuelve a vagar sola, ni de noche. Sus pesadillas inventan relatos de fantasmas de arquitectos vengativos, de propietarios muertos que defienden su propiedad, de inquilinos redivivos. La explicación de Henrik se ajusta a la lógica cartesiana de evidencia, análisis, síntesis, comprobación y conclusión. Greta asiente, aunque continúa obsesionada por seres sobrenaturales y no hace lugar a la conjetura del albañil que trabajó horas extras, no pudo volver a su casa y se quedó a dormir en la obra. Greta siente que debe ser castigada e imagina tormentos sexuales, violaciones, ataduras. Nunca un «señora, no haga eso», «devuelva lo que se llevó». A veces se pregunta qué hubiese sucedido si Henrik no asustaba al intruso, qué hubiese hecho ese cuerpo semitraslúcido —tal como su mirada lo fabricó— si no hubiera salido corriendo atolondradamente para perderse lejos de la voz cavernosa del gigante.

      Buenos Aires tiene esos edificios decimonónicos y esa mezcla monstruosa de basura y esplendor. Cuando Henrik y Greta se conocieron en Buenos Aires, prometieron vivir el resto de sus vidas allí. Una ciudad ajena y apropiada. Expropiada. Una tierra tan singular como anacrónica. De todas formas, los viajeros rara vez se conectan con la soledad más de tres meses. Quizás alguna universidad norteamericana haya hecho un estudio sobre ese tema. Pero bien sabían Greta y Henrik que contarían con placebos como el couchsurfing y sus reuniones bizarras, sus inventos de karaoke, fiestas de disfraces, campamentos, reuniones religiosas, siempre espolvoreadas de ácidos, marihuana y litros de cerveza. Sexo con locales para deleite del foráneo. Eso, exactamente, pretendían los argentinos en las reuniones; colgar en sus paredes el trofeo de caza de países difíciles de pronunciar, coger en dialectos, acariciar pieles curtidas o cuidadas por otros soles. Y los extranjeros buscaban impregnarse en la verdadera esencia del país, los jugos internos del buen salvaje. Literalmente.

      Henrik vio por primera vez a Greta en una de esas fiestas y descolgó a la petisa teñida de rojo que intentaba treparse a su barba y darle de tomar de su cerveza como si Henrik fuese un discapacitado motriz. La petisa tenía las piernas cortas y los brazos acordes a todo su tamaño. Se llamaba Romina, decía practicar Pole Dance y ser buena en el sexo oral. No es que eso estuviese en su perfil de couchsurfer, sino que insistía en gritárselo a la oreja a Henrik. A través de las cabezas de varios latinos de diferentes colores, atuendos y nivel de alcohol en sangre, Henrik detectó el metro ochenta de Greta como si sus genes nórdicos lo preparasen para ese momento. Algo en el olor de las mujeres de estas latitudes le generaba cierto rechazo y atracción. Nunca lo diría abiertamente, ni aun a Greta. Seguramente estaba relacionado con la alimentación, se excusaba Henrik en silencio, espantado por sus pensamientos políticamente incorrectos. Pero no podía evitarlo. Odiaba chuparlas, besarlas. Odiaba que tuvieran problemas odontológicos. A la mayoría le faltaba alguna muela o tenía los dientes pintados por tabaco, café o mate. Las sonrisas hediondas, las entrepiernas de olor fuerte, esa manía por adornarse demasiado.

      Henrik no es particularmente observador, por lo cual abarca de un vistazo una generalización exasperante. Su incomodidad tiñe a todas las mujeres con los mismos tonos, como si todas fuesen la Romina que le atraía y repelía por sus colores chillones. Greta era todo lo contrario. Sin maquillaje, sencilla, con cuello de gacela y piernas de maniquí, siempre demasiado concentrada en quienquiera que fuese su interlocutor, tratando de absorberlo todo, con ese castellano impecable, mejor que el de los propios argentinos del montón. Henrik apenas balbucea fórmulas que se aprendió con empecinamiento para hacerse la vida más fácil. El resto lo expresa en inglés.

      En ese primer encuentro no imaginaban que construirían juntos un castillo que ya nació viejo, en la zona vieja de la vieja ciudad que se rehúsa a disimular su edad. Los enamorados viven en una infancia eterna donde la madurez promete quedarse quietos, abrazados, expulsando de la ecuación los viajes o los sueños que los vuelvan otros.

      MANTA, ECUADOR

      3.

      Henrik contiene la respiración y se atreve a meter la cabeza bajo la cascada que se le antoja helada pero no lo es. En el centro de los mapas, lejos del polo donde se ubica el pin que señala su casa de siempre, el agua que cae en forma de cascada no viene de ningún deshielo. Sencillamente viene de arriba, como del cielo o como de algún capricho circular o como del interior de un coco. Contiene la respiración y deja que la cascada le invada la cabeza y se le meta en los poros y entre las neuronas y siente por primera vez lo que es la suspensión del tiempo y le llegan atenuadas las risas de Greta. Risas castañas. Abriendo los ojos a través de la cortina de agua, Henrik percibe el movimiento del bikini fluorescente de Greta, el amarillo implacable junto al estampado de tucanes. ¿A quién se le ocurre semejante despropósito? Seguramente a los mismos que estamparon su camisa hawaiana de palmeras y tablas de surf. Así pasan los acontecimientos en los márgenes de la línea del Ecuador, donde todo explota y donde nada importa. Donde el recato le da paso al estallido. Donde los amantes se muerden los labios hasta el ahogo, donde el alcohol lleva sombrilla y los días duran una eternidad de horas salvajes. Greta se ríe de su barba vikinga chorreando y su risa llama la atención de otros turistas que se pierden en las piernas interminables y en la línea de puntos que forman sus pecas, línea que Henrik siempre quiso unir con un marcador, convencido de que se trata del mapa que lo conduciría hacia algún tesoro, pero Greta nunca se dejó, demasiadas cosquillas en la piel rosada.

      4.

      Esa noche, una vez más, el calor la deja impávida, reducida a su mínima expresión. Greta observa la mueca preocupada en los ojos de Henrik.

      —No se te ocurra morirte.

      Morir fuera del hogar, ¿a quién se le ocurriría cosa semejante? Tan trágico y engorroso, con todo lo que Henrik odia los trámites. Greta lo supo apenas pisaron juntos el primer aeropuerto. Henrik odia las filas, los papeleos, esa costumbre tercermundista de complicar lo más simple, de que nada funcione. Greta es incapaz de morirse lejos y hacerle pasar ese mal trago a su amado. No, ella no va a morir. No en Manta. No para complicarle la vida a Henrik.

      Decidieron juntos ese viaje escapando del pasado. O tal vez en un intento de recuperarlo. Se conocieron muy jóvenes, en una reunión de amigos y nada fue más lejos de un flirteo. Sin redes ni celulares, no volvieron a rastrearse luego de esa reunión. Henrik dedicó los siguientes años a viajar, hasta sentirse listo para quedar clavado en una sola coordenada del mapa. Muchos años después, ambos acompañaron a Edda y Sven, sus parejas, a una fiesta de Navidad de la empresa donde trabajaban. Con una mirada los dos notaron que iba a ser problemático. Ya no era conveniente que los vieran juntos en Oslo, no de la manera en que ellos necesitaban estar juntos, a pesar de las parejas que no podían soltar.

      Qué palabra curiosa es «pareja». En noruego se dice par, así que es lo mismo. Dos personas, no cuatro. ¿O acaso una pareja acepta dos pares?

      Greta y Henrik se escaparon de los otros pares del par. ¿Esperaban acaso que los otros se cansaran de ellos? Sin embargo, ni Greta ni Henrik hacían ningún movimiento fuera de lo común ni daban ningún indicio de extrañeza. Vivían una doble vida como quien lo acepta naturalmente. Una doble vida. Otro par. También un par es un compañero, un igual. Ellos eran iguales, se reconocían, se sentían más cerca que nadie nunca antes. ¿Por qué no podían liberarse para vivir abiertamente? Ni ellos lo sabían, porque ya ni siquiera era la sensación de clandestinidad lo que los mantenía juntos. Los emparejaba alguna suerte de destino que ambos se negaban a conceder con la boca, pero en el que creían como si fuese una ciencia. Porque entre la ciencia y la magia hay un paso.

      No, Greta no va a morir. Greta va a vivir. Lo que se muere es otra cosa.

      ROMA, ITALIA

      2.

      La habitación de Henrik no tiene ventanas. Podría ser Roma o cualquier lugar del mundo, ya que el microcosmos se conforma por los olores de la humedad, del cuerpo, de la ropa sucia y una pátina de nicotina que embadurna los muebles y los muros. Greta siente que en esa cápsula puede vivir varias vidas sin que la interrumpa ningún paisaje, e imaginar tanto una palmera como una torre imperial. Sin tiempo ni espacio que interrumpan la fantasía, sin bocinazos ni gritos en una lengua que no sea el noruego de los monólogos de Henrik:

      —Tengo

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