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No he sido muy amigable con los colores y, lo tengo que revelar, mucho menos he seguido un orden cronológico en mi narración. No creo en que un color haga la diferencia en tu vivir diario, como afirman ciertos psicólogos fabuladores de teorías que tal vez sean ciertas. Personalmente creo que es puro cuento. Solo nuestros buenos actos o nuestras falencias hacen la diferencia.

      Nuestra forma de actuar y proceder en este maldito mundo, y digo maldito no porque en realidad lo sea, lo digo solo porque yo no tuve suerte o porque yo presté demasiado y no quise pagar.

      Sabemos que somos buenos para pedir, pero muy malos a la hora de pagar. Eso lo sabemos y aun así seguimos haciendo lo mismo y nos justificamos con el banal pretexto de que “somos humanos”. Pero si somos humanos deberíamos saber que somos los animales más inteligentes en este mundo. Tal vez nuestra inteligencia es la que nos liquida. No lo sé, quizá nunca lo sepa.

      II

      Llegué a un lugar donde no era bienvenido, donde nadie se puso contento con mi presencia. Era simplemente alguien que llegaba a irrumpir en la vida de todos. Aún más en la vida de ella.

      Más tarde me daría cuenta de que mi tía no me quería, ni su esposo, ni su hijo, aunque era de suponerse, yo era alguien que llegaba a incomodar a la familia, a una familia que aparentemente estaba bien, y recalco que en apariencia porque todo era una fachada, una vida falsa como la mayoría de personas. Como esa mayoría de personas que viven diariamente sin saber por qué viven. Que no tienen un propósito y que caminan dormidos por las calles vacías, llenas de fantasma sin ideas. De esas personas mecánicas que viven perdidas y aprisionadas por las malas acciones que le condenan a un encierro en libertad, a una vida sin sentido y sin sueños.

      Cuando di mi primer paso nadie se alegró, cuando dije mi primera palabra nadie se emocionó. ¿Quién se podría emocionar si para ellos no existía? Era algo nulo, ni siquiera un bulto en esa casa. Alguien que nunca estuvo en sus prioridades.

      Cuando cumplí cinco años, nadie me hizo una fiesta, nadie me felicito, nadie se acordó de mí, pero lo comprendía, pues nadie me amaba. Ella fue la única que se acercó.

      La recuerdo. Claro que la recuerdo. Con su blusa color rosa, peinada como si fuesen cachos, sus labios rojos, sus ojos negros, su sonrisa que me inspiraba seguir viviendo.

      Ella se empezó a convertir en la razón de mi existencia, era por ella que me mantenía con vida en aquella casa, era ella la que me hacía suspirar; era ella la que me hacía soñar, ella fue la única que me felicitó y que me dio un beso como regalo y me dijo Te quiero mucho. Y desde ese día supe que ella sería para mí. Que sería mi esposa para toda la vida.

      Sí, era un niño con sueños de niño, un niño que amaba con amor de niño; un niño que se aferraba a ella porque era la única que le brindaba atención. Un niño que deseaba amor.

      III

      Aprendí. Empecé a saber mucho. Aprendí cosas por mi cuenta. Nadie me enseñó. Era un niño que iba aprendiendo diariamente y me pasaba todo el día viendo televisión pues esa era la única forma, para mí, de distraerme y a la vez de conocer el mundo. Aprendí, o tal vez no.

      ¿Qué nos puede enseñar la televisión? Tal vez muchas cosas. Y la mayoría cosas malas, dependiendo de las elecciones. ¿Y qué puede seleccionar un niño de cinco años? Dibujos animados donde se ve violencia o a dos sujetos tontos que hacen de protagonistas y además son animales que hablan. Es para entretener, ese es el objetivo, al menos eso dicen.

      Pero lo cierto es que terminas actuando como ellos y te envuelves en un círculo vicioso de idioteces y de maldades. Las telenovelas, ¿qué te enseñan? ¿Las canciones que terminan hablando sin sentido y sin respeto a los oyentes? De eso aprendí.

      No supe seleccionar programas. Las películas de acción me fascinaban. La inteligencia que tenían para matar y las diferentes formas de lucha. Terminé enredado en películas pornográficas que había encontrado en el cajón de la cómoda de mi tía. Una mujer aparentemente moralista. ¿Cómo podría encontrar pornografía en su cajón? Al parecer la falsedad de la gente no tiene límites y se ponen la máscara para que no las reconozcan.

      Me llené la cabeza de porquerías. Es lo que me ofrecía el mundo en esos momentos y yo lo aproveché. Y aprendí todo lo que miré, todo lo que recepté, todo lo que me pude meter en mi cerebro. Si me preguntan hoy, confieso que fue la peor forma de aprender. Tal vez debí decantarme por los libros, pero a un niño qué le pueden importar los textos. Ni siquiera iba a entender las extensiones de varios capítulos sin sentido, porque no tenía la preparación para descifrar el mensaje escondido, ni siquiera tenía quién me lo explicara.

      Mis primos aprendieron de una manera distinta a la mía. Pues tenían papás, quienes les enseñaban y se preocupaban por su educación. Tenían horarios para ver la televisión. Para poder ver sus programas favoritos, primero tenían que estudiar, realizar sus deberes y luego unos que otros consejos de sus padres en la merienda y así obtenían el premio. Todas las noches, antes de dormir, sus padres les leían fabulas con moralejas para que aprendieran cosas buenas, para que al llegar a ser grandes se convirtieran en profesionales de éxito. No obstante, las falsas palabras nunca dan frutos.

      No se puede enseñar cuando se afirma algo con la boca y mientras las manos realizan una labor contraria. El ejemplo es la mejor enseñanza. Debemos hablar menos y hacer lo que se proclama. No imponer, porque esa no es la forma, más bien animar.

      Si quieres que tu hijo se interese por la lectura, pues aprende a leer tú. Si no quieres que mienta, no mientas. Esa es la forma de educar. No se puede educar cuando no se da el ejemplo. No se puede cosechar buenos frutos cuando siembras hierbas malas. No se puede obtener buenos resultados cuando tú no lo tienes. No se puede, aunque se quiera.

      IV

      Yo no valía nada en esa casa, tirado en cualquier esquina y sucio. Si quería cambiarme debía hacerlo yo mismo. Solo mi prima Carla, que tenía ocho años, me ayudaba y me estimaba un poco, aunque creo que era un sentimiento que se acercaba más bien a lástima.

      Carla era la única que se preocupaba por mí y gracias a ella sobreviví en esa casa.

      A esa lástima que ella sentía, le puse un nombre.

      Ese día de mis cinco primaveras, subí al cuarto de mi tía Carlota a robarle dinero, pues comprendí que esa era mi única salida y mi única manera de conseguirlo.

      No tenía opciones.

      Había aprendido la manera de hacerlo, otra enseñanza de los programas televisivos.

      Abrí la puerta del cuarto muy lentamente pues no estaba seguro si había salido.

      Entré muy despacio, evitando hacer ruido, tratando de no hacer escándalo, me asomé y miré a mi tía recostada en su cama y junto a ella un hombre que no era su esposo. Me acerqué un poco más para mirarle la cara al tipo y pude ver que se trataba del mejor amigo de don Arnulfo, don Nicolás.

      Lo que pasa frente a tus ojos no puedes verlo, pero sabemos que la verdad siempre sale a flote. Por más que trates de esconderla, por más que pienses que nadie te ve, sabemos que te están viendo y nada queda oculto y todo lo pagamos en esta vida.

      Don Nico como le decían todos, siempre llegaba a comer a la casa y todos lo adoraban y aún más don Arnulfo que siempre hablaba bien de él. Decía que Nicolás era su mejor amigo y por eso lo consideraba como a un hermano.

      Ese día comprendí porque mi tía nunca se enojaba cuando llegaban borrachos a casa, más bien ella los atendía y llevaba rápido a don Arnulfo a la habitación para que descansara y luego ella llevaba a don Nicolás a la otra habitación y se quedaba con él unas horas y luego volvía donde su esposo. También comprendí por qué mi tía siempre invitaba a don Nicolás cuando sus hijos estaban en la escuela y su esposo en el trabajo y se la pasaban metidos en el cuarto. Yo no decía nada

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