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(Una mirada oblicua).

      En esta fotografía, una pareja pequeño-burguesa se detiene frente a la vidriera del marchante mientras el espectador ocupa la posición de incógnito voyeur. La mujer observa el cuadro que nos da la espalda disponiéndose, acaso, a comentarle algo al varón que, imaginamos, es su esposo, pero él, sin que ella al parecer lo advierta, está mirando en otra dirección: hacia las contorneadas nalgas de la figura femenina desnuda representada en el cuadro que está oblicuo al frontis de la vidriera, cuestión que permite que el fotógrafo, como también el espectador, pueda ver lo mismo que ve el hombre y que, aparentemente, se sustrae a la mirada de la mujer. De esta forma, es la mirada del personaje masculino la que, incluso si ocupa un lugar marginal en el extremo derecho de la imagen, estructura el argumento narrativo de la fotografía, delineando con claridad lo que algunas teorías feministas de la imagen han pensado como una política sexual de la mirada.

      Robert Doisneau, Le regard oblique, impresión en gelatina de plata (1948)

      Mary Ann Doanne, por ejemplo, se vale de esta fotografía de Doisneau para ilustrar una discusión sobre la negación de la mirada femenina3. Lo que la autora sostiene es que la mirada del hombre define la problemática de esta fotografía conforme borra a la mujer, cuya mirada no se dirige hacia nada que tenga algún significado para el espectador. La broma, entonces, solo funcionaría a costa de una doble negación de su mirada, ya sea porque no se la reconoce como objeto de la mirada y el deseo, que se orienta en cambio hacia el desnudo; ya sea porque se vuelve ella misma incapaz de representar su propio deseo, puesto que incluso si se presenta como una mujer que mira activamente en lugar de responder y confirmar la mirada del espectador, se le niega la representación de su objeto al dirigirse su mirada hacia un lugar ciego, “vacío”, como es el cuadro, o bien al devolvérsele a través de su reflejo en la vidriera. En esa línea, y a propósito de la misma fotografía de Doisneau, Griselda Pollock en su artículo “Modernidad y espacios de la feminidad” observa cómo “aunque la mirada femenina es central desde el punto de vista espacial, se la niega en la triangulación de miradas entre el hombre, la imagen de la mujer fetichizada y el espectador, quien sería arrojado a una posición de visión masculina”4, subordinada la fotografía a la repartición política de una mirada dividida entre activo/masculino y pasivo/femenino, donde lo masculino proyecta sus fantasías sobre la figura femenina que se organiza de acuerdo con aquella, mientras lo femenino es a la vez mirado y exhibido en su apariencia violentamente codificada para causar un impacto visual que sostiene la mirada y, de paso, pone en representación el deseo masculino. Me estoy sirviendo, como se ve, de las palabras de Laura Mulvey, quien en su famoso artículo “Placer visual y cine narrativo” ha definido las estructuras placenteras básicas de la mirada en la situación cinematográfica tradicionalmente hollywoodense de acuerdo a dos grandes derroteros: la escoptofilia, que surge del placer de usar a otra persona como objeto de estimulación sexual a través de la mirada; y el narcisismo, que surge de la identificación con la imagen vista5.

      Creo, sin embargo, que la oblicuidad propuesta por esta imagen en particular rebasa el marco de tales análisis, desestabilizando al menos los lugares prefijados por la convencional triangulación de miradas entre el hombre, la imagen de la mujer fetichizada y el espectador. Sospecho que uno de los principales efectos de desestabilización que ofrece esta fotografía tiene que ver con este último elemento, el espectador, quien viene a formar parte de la escena toda vez que se encuentra representado o encuentra al menos un eco al interior de la imagen misma: ese eco, pienso, ese “espectador secundario”, como lo llamaría Stoichita6, podría ser la mujer que dirige su mirada hacia una imagen que desconocemos, una imagen que, aunque permanece invisible para nosotros, que solo vemos su reverso, en vez de representar el vacío, como sugiere Mary Ann Doanne para argumentar su teoría de la negación, bien podría representar la fotografía misma, a modo de un cuadro dentro del cuadro de una escena costumbrista como es, en parte, aquella que esta imagen nos revela, activando un elemento reflexivo que es, al mismo tiempo, un fuera de campo interno a ella, puesto que el mismo cuadro, al encontrarse invertido, se vuelve un punto ciego que funciona como un nuevo vértice de la imagen, como punto que la articula sin aparecer en ella. Pensada de ese modo, el triángulo que conformaría la imagen revertiría la situación de exclusión a la que parece relegada la mujer, convirtiendo al espectador en espectadora, pero sobre todo poniendo en movimiento el triángulo de miradas del que depende, eventualmente, el placer visual masculino, triángulo que podrá imaginarse ahora representado de modo reflexivo al interior de la imagen misma, en su negatividad. Al respecto, resulta de una elocuencia algo abismante el segundo plano de la imagen, donde un instante decisivo hizo que la misma figura del primer plano se repita, aunque torcida: una mujer, ahora, y dos varones, acaso una pareja heterosexual más un hombre que camina distraído: él, que parece dirigir su mirada hacia lo que podría ser su reloj; ella que, en cambio, dirige su mirada hacia un punto cercano, pero no igual. Y finalmente la del paseante, a cuya altura se inicia una línea que se extiende hacia arriba, en diagonal, sugiriendo compositivamente la formación de un segundo… o tercer triángulo.

      Afiche promocional de la película Amelia Lopes O’Neill de Valeria Sarmiento (1990). Fuente: Archivo Ruiz-Sarmiento Instituto de Arte PUCV.

      Pensaba que triángulos de la mirada como estos, marcados a menudo por una posición femenina oblicua que, al mismo tiempo que ocupa un lugar de percepción no frontal, ostenta una inquietante aura de pasividad, de un cierto padecimiento de la acción, se repiten insistentemente sobre todo en el primer cine de Valeria Sarmiento. El ejemplo paradigmático que se me ocurre es el lugar que la misma realizadora ocupa en las principales tomas de El hombre cuando es hombre, donde parece formarse un triángulo perfecto entre los varones que brindan su testimonio, el hombre tras la cámara o “espectador”, y la directora, quien desde fuera de campo, a un costado de la cámara, realiza unas cuantas preguntas, sin apenas intervenir, sin juzgar en ningún caso. Solo escuchamos su voz e imaginamos una mirada femenina que acaso observa pasiva, oblicuamente, como en esta fotografía, las formas en que un discurso articula las representaciones que ella misma convoca y que a ella misma, indirectamente, la definen. Un efecto de triangulación similar podría observarse en cada uno de los melodramas tempranos de Valeria Sarmiento: Mi boda contigo, del 84; Amelia Lopes O’Neill, del 89, y Rosa la China, de 2002. Basta con detenernos, por lo pronto, en algunos de los afiches que fueron realizados para la promoción de estas películas, observándolos de acuerdo con lo que Raúl Ruiz llamaba la “función alegórica” de ciertas imágenes, de las que se sirven especialmente los “expertos en comunicación”, decía, quienes se dedican “a ver las películas de comienzo a fin, poniendo especial atención en alguna toma que pueda ser utilizada como símbolo de la obra entera”, una toma, en suma, que “debiera representar una idea concentrada de la película, para provocar en los potenciales espectadores ganas de ir a verla”7. El caso es que en los afiches de las películas que menciono parecen repetirse, efectivamente, estos triángulos de miradas; en cada uno figura alguien que imaginamos padeciendo la acción, dando lugar a una mirada oblicua que, identificada con la del espectador, lo vuelve cómplice, testigo de lo que allí se sustrae a la visión, invitado a participar y al mismo tiempo a activar una mirada crítica, siempre en movimiento, de las relaciones de poder adheridas a los más diversos ropajes de la pasión.

      Afiche promocional de la película Notre mariage de Valeria Sarmiento (1984). Fuente: Archivo Ruiz-Sarmiento Instituto de Arte PUCV.

      Con ocasión del encuentro que dio lugar a este libro, Andrés Nazarala le hizo a Valeria Sarmiento una entrevista donde le pregunta por esto de la mirada oblicua, y ella le contesta: “Creo que, siendo mujer, uno nunca ve de frente. Siempre observamos el mundo a escondidas. Eso siempre está en mis películas”8. Recordé entonces un breve texto que hace poco le había leído a Juan Forn a propósito de la figura del hombre oblicuo: “El hombre oblicuo se mueve de manera transversal por la vida; por eso tendemos a no verlo si no prestamos especial atención. Es como si no llegara caminando hasta nosotros sino traído por una corriente de aire, y así se

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