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Esos fueron patrones súper distintos que me pagaron siempre lo justo y me ayudaron harto en todo lo que yo necesitaba. Hay que estar viviendo en la calle y muerto de hambre para conocer bien y de cerca el alma de Chile y de los chilenos. Aquí hay harta gente generosa en este país, y el que no lo crea, que salga a vivir en la calle. Siempre me encontré con personas que, aunque no tenían mucho, me daban una manta para abrigarme y un calor donde arrimarme cuando vivía solo y sin casa. No la pasé bien. Nadie la pasa bien cagándose de hambre y de frío en la calle. Pero, en medio de toda esa miseria y desesperación, yo sabía, desde lo más profundo de mí, que eso era solo una etapa de mi vida. Yo sabía, y nunca perdí la esperanza, que vendrían días y años mejores. Y no es que esté repitiendo el dicho tampoco de que “No hay mal que dure cien años ni hueón que lo aguante”. Yo estaba seguro, porque nunca, nunca, en mi vida he dejado morir las esperanzas. Hasta en esos años de vivir en la calle, sabía que yo algún día podría salir adelante. Hasta en los peores momentos de mi vida nunca, jamás he perdido las esperanzas. Y por eso he sobrevivido tantas tragedias.

      La vida errante le enseñó mucho a Mario. Una de las múltiples lecciones fue que, para ganarse un salario digno, tenía que terminar la educación secundaria. Y para ello necesitaba un lugar estable para vivir y un trabajo permanente que le ayudara a ganar suficiente dinero para poder ahorrar. La mejor respuesta a sus inquietudes fue tratar de volver a la familia. Después de todo, ya tenía casi diecisiete años y, con los golpes recibidos, incluyendo los físicos, había madurado. Y si no había madurado, como los otros esperaban de él, por lo menos sabía con más claridad qué quería pedirle a la vida y pedirse a sí mismo.

      

      Regresó a la casa de su abuelo, en Parral. No fue bien recibido desde el momento que golpeó la puerta de entrada. Nada había cambiado en esa casa y nadie lo había echado de menos. O por lo menos eso fue lo que sintió Mario. El padre continuaba siendo el mismo y su crueldad con los hijos seguía, si no igual, tal vez peor de lo que había sido antes. No había espacio para Mario y eso se lo hicieron saber desde el primer día que llegó a la casa: “Te vas y tu cama pasa a ser de otro”. Pero la verdad también es que “Si vuelves, ya no eres de donde eras, porque ya no eres el mismo que cuando te fuiste”.

      Las diferencias que habían existido entre Mario y su padre se profundizaron. Y si antes habían sido dos extraños, ahora eran casi dos enemigos. No se entendían y no se toleraban. Ninguno de los dos hacía el esfuerzo para llevar una vida familiar sana y tranquila. Mario no estaba de acuerdo con la forma en que su padre estaba criando a sus medios hermanos, y el padre no soportaba que este extraño le dijera lo que tenía que hacer o no hacer en su propia casa. Su padre no tomaba en cuenta que esa casa también era la de sus padres y de los otros miembros de la familia.

       Yo a veces sentía que mi padre estaba ensañado conmigo en esos años. Puta, por la cresta, tenía hasta el nombre de él: Mario Sepúlveda, y el hombre no me toleraba. Era muy cruel conmigo, aunque yo fui su único hijo hombre del primer matrimonio. Me hizo pasar años de sufrimiento. No solo me abandona al nacer, sino que vuelve a mi vida pa puro hacerme sufrir, otra vez. Nunca he podido entender a mi padre. Y es quizás por esa terrible relación que tuve con él que siempre busqué la amistad de señores mayores que me aconsejaran y me ayudaran con mis decisiones en la vida. Así fue como conocí a uno de los hombres que me cambió, de muchas maneras, con sus consejos.

      Mario tenía claro que había que salir de esa casa otra vez y alejarse de la familia lo antes posible. Necesitaba un lugar donde vivir, estudiar y trabajar. La pregunta que se hacía en esos tiempos era: “¿Existe algún lugar en Chile para un pobre diablo como yo?”. La repuesta la encontró leyendo los diarios y hablando con los amigos del barrio, especialmente un viejito que le daba consejos, le prestaba libros y le decía que él podía hacer lo que quisiera si tenía la disciplina, el hambre de lograrlo, las ganas y, sobre todo, si estaba dispuesto a sacrificarse. “Nada es fácil en la vida, Mario. Nada te va a caer del cielo en las manos”, le decía el señor Martínez, repitiéndolo como una letanía.

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