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bajo intenso cuidado médico luego del rescate. Cuando le dieron de alta en el hospital se fue, con su familia, a un lugar alejado de la prensa y de todo el mundo que quería entrevistarlo para conocerlo más.

      En un abrir y cerrar de ojos, Mario pasó desde el completo anonimato, de ser un don nadie, otro de los muchos invisibles, a llegar a ser alguien, a tener una inmensa popularidad y convertirse en la cara y la voz de la historia de los treinta y tres. Chile lo convirtió, de la noche a la mañana, en el Súper Mario.

      Durante el desarrollo de este enorme fenómeno del accidente minero más grande de los últimos tiempos en Chile y el posterior exitoso rescate del siglo, sobresalió siempre un personaje central. Un hombre que algunos tildaron de “mediático” y otros admiraron por su bondad, tanto como por su magnética personalidad. La gente lo paraba en la calle para abrazarlo y sacarse fotos con él. En el extranjero hablaban de Mario y lo invitaban a contar su historia en casi todos los continentes. Muchas veces, él era la historia de los treinta y tres. Pero, paralelo al aparente triunfo mediático, al supuesto éxito económico, la súbita fama y los idealizados viajes por el mundo, Mario seguía en una batalla que ya no le daba más treguas.

      Cuando la familia me visitó por primera vez, dos meses después de salir de la mina, Mario no podía mantenerse por más de unos minutos en ningún espacio de la casa. No podía sentarse y tampoco podía estar de pie por mucho tiempo. Solamente caminaba o comía para poder calmarse. Y cuando recordaba el accidente, lloraba sin poder controlarse. Mario estaba enfermo. Algo le había pasado en la mina, y la urgencia de un diagnóstico era imprescindible.

      En los meses posteriores al accidente, el momento de la fama no le permitió preocuparse de su salud. Mario siguió sin parar, semana a semana, viajando, tomado remedios que lo alteraban más y sintiéndose tan atrapado como cuando estaba enterrado en la mina. Y a veces peor. Pero ahora no estaba escondido y alejado del mundo, sino que se encontraba en el gigantesco y crítico escenario del público demandante. En pocos meses se había convertido en un protagonista incansable. El mundo le pedía energía y él le respondía dando su euforia, que lo mantenía en una constante levitación.

      En el gran teatro público, Mario era un personaje carente de guion establecido, capaz de decir lo que se le viniera a la cabeza sin pedir disculpas. “Las cosas como son”, decía a menudo en las entrevistas. Los garabatos a flor de piel y un gran entusiasmo por las controversias lo hicieron visitar casi todos los programas populares, en la mayoría de los medios de comunicación nacionales y algunos extranjeros. Pasaron los meses y Mario, sin poder detener su euforia, viajó enfermo por Chile y el mundo.

      En medio del caos y la enfermedad de Mario, Katty, su esposa, descubrió que estaba embarazada. Mario sintió que la vida le traía un nuevo milagro, después del rescate, y la suerte golpeaba a su puerta para traerle otra sorpresa y ayudarlo a mejorarse y seguir sobreviviendo. Ese milagro también le cambió la vida, pero de una forma muy diferente al desastre minero.

      La vida de Mario es, por accidente, literalmente, una vida pública ahora. Pasó del anonimato a convertirse en el Súper Mario de la noche a la mañana. Pero en la realidad es un hombre que, junto a su familia, persigue la existencia, la sobrevivencia, escapándose de los vaticinios constantes de la muerte. Todos ellos son un ejemplo de seres humanos que siguen dándole gracias a la vida, aunque esta les ha quitado tanto.

      Huérfano en el sur de Chile

      Mario Sepúlveda nació el 4 de octubre de 1970, en Parral. La fecha y el lugar son los únicos detalles de los que Mario está “casi” seguro, hasta ahora. Le han contado que su madre falleció al momento de nacer, pero no tiene claro cómo murió. No sabe si murió después del parto o en el momento en que le hacían una cesárea. Solo sabe con certeza que, el mismo día, él nació y su madre murió. Le han contado muchas historias que solamente se han agregado a la confusión que tiene sobre sus primeras horas de vida. Para Mario, la única verdad de su historia es que no tuvo ni madre ni padre en los primeros años de su existencia. Al morir la madre y dejar tres hijas y a él recién nacido, Mario, el padre, decidió repartirlos entre los que estuvieran dispuestos a hacerse cargo de ellos. El viudo empezó, emocionalmente, una nueva vida lejos de la familia, pero de muchas maneras dentro de esta. Y lo hizo casándose con la hermana de su fallecida esposa y abandonando a sus hijos con quienes quisieran recogerlos.

       Crecí sabiendo que mi madre había muerto, pero sin saber quién era mi padre. Me acuerdo que a veces, cuando andaba jugando en la calle, con los cabros del barrio, pasaba por el frente de la casa de mis abuelos un hombre moreno y delgado, y los cabros me agarraban pa’l chuleteo. Me decían: “Oye, Mario, ese es tu papá, salúdalo”. Muchas veces quise correr y peguntarle si él era mi padre, pero me daba vergüenza que me rechazara frente a mis amigos y los cabros hueones se rieran de mí todavía más. Pero otras veces pasaba cualquier gallo por la calle, e igual me agarraban pa’l leseo y me decían: “Oye, Mario, ahí va tu papá, y ahora sí que es verdad. Anda a saludarlo”.

       Cuando mi mamá murió, nos repartieron a mis tres hermanas y a mí, como animalitos, entre los familiares que nos aceptaban. Esa fue la razón por la que nos criamos desconectados y prácticamente como desconocidos entre los hermanos. Nos dejamos de ver por años, pero yo tuve la suerte que los padres de mi madre me recogieron a mí con una de mis hermanas chicas. Mi pobre hermana mayor nadie quería aceptarla en sus casas porque era fea. Muy crueles las familias cuando recogen a los hijos de otros.

      Las memorias de Mario lo llevan siempre a una niñez sin padres, pero junto a sus abuelos maternos. Los mejores recuerdos son de la vida en Parral con su abuela Bristela, quien fue realmente su única madre hasta que murió, cuando Mario tenía trece años. Antes de que ella falleciese, la vida en el campo era humilde pero feliz. La abuela tenía la simpleza de los que nacen y crecen con lo mínimo para sobrevivir, pero satisfechos y orgullosos de tener lo que han adquirido con el esfuerzo resignado del trabajo en el campo. La familia vivía en un pueblo llamado Santa Cecilia, en la comuna de Retiro. Aquel fue el lugar donde Mario asistió a la escuela primaria. Cursó desde el primer hasta el quinto año de la enseñanza básica. Una vida idílica para un niño que todavía no entendía los efectos de la extrema pobreza. Caminaba a la escuela y jugaba el resto del día con los amigos del barrio. Jugaban con una pelota de trapo, pretendiendo ser jugadores populares y famosos, de algún equipo de fútbol favorito, o trepando árboles para comer la fruta de los vecinos cuando tenían hambre.

      Después del quinto año se cambió de escuela. En ese nuevo plantel se encontró con niños que se burlaban de él y sus amiguitos pobres, que caminaban a la escuela con ojotas hechas de neumáticos viejos y pedazos de cuero duro, muchas veces mal curtido. Su ropa era siempre la misma. Pantalones y camisas hechas con pedazos de géneros que la abuela Bristela rescataba de prendas viejas, desechadas por algún adulto de la familia.

      Cuando Mario tenía doce años, su abuelita, que lo había criado, cuidado y educado con los valores que él aún mantiene, enfermó gravemente. Como resultado de la dolencia quedó paralizada y limitada a una silla de ruedas para el resto de su vida. La familia materna, los hermanos de su madre, no tenían una situación económica estable que les permitiera hacerse cargo del joven Mario y de su hermana menor. La vida en la casa de los abuelos cambió durante esos meses para los nietos “recogidos” y para el resto de la familia. Al enfermarse la matriarca del hogar, el espíritu que unía al clan comenzó a desarmarse y a desplomarse al mismo tiempo. Ya no se juntaban todos en la casa de la abuela los domingos y, poco a poco, la familia se distanció. La enfermedad de la abuela fue el comienzo de un largo peregrinaje para el adolescente campesino. Al principio, Mario fue el enfermero de la abuela, el único que la cuidaba y la alimentaba, pero no pudo lograr extenderle la vida a la mujer que iba consumiéndose a diario frente a sus propios ojos. Mientras más se debilitaba la abuela y más se desarmaba la familia, la vida de Mario se volvía más incierta.

      Mario se daba cuenta de que era un niño difícil de criar. Le decían que era hiperactivo, que le gustaba mucho discutir, que siempre andaba defendiendo a todos los que no podían (o no querían) defenderse solos. Esto lo hacía un niño combativo y complejo de controlar en la escuela, en el barrio y en la casa. Un niño

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