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Víctima Sin Computar. Yael Eylat-Tanaka
Читать онлайн.Название Víctima Sin Computar
Год выпуска 0
isbn 9788835424291
Автор произведения Yael Eylat-Tanaka
Жанр Общая психология
Издательство Tektime S.r.l.s.
¡Cuánto jugábamos de pequeños! Algunas mañanas, mi padre nos llamaba desde su cama para ver si ya estábamos despiertos. Si lo estábamos, nos decía «Parlons de lit à lit», ‘¡Hablemos de una cama a otra!’ y nos poníamos a hablar hasta acabar todos en su cama. Mientras tanto yo, pensando en paisajes soleados, siempre esperaba que nos contase alguna historia sobre l’Italie, pero él me corregía y me decía que se trataba de conversaciones «lit à lit», no de Italia.
También jugaba con mis muñecas. Una de mis favoritas tenía un carrito que llené de almohadas y mantas. Un día, mientras jugaba con esta muñeca, me di cuenta de que mi madre se había marchado a comprar y me había dejado en casa con mi abuela, que no hacía más que maldecirme hasta que me echaba a llorar por la angustia de pensar que mi madre nunca volvería. Todavía recuerdo el miedo y el dolor que me provocaba pensar que nunca más volvería a verla.
El odio de mi abuela hacia mí era incomprensible. Me maldecía a menudo, pero mi madre nunca se atrevió a defenderme y mi padre, por su parte, no se atrevía a hacerle frente porque se ofendería. Por ejemplo, mi abuela era muy habilidosa con las manos, así que se dedicaba todo el tiempo a la costura. Una vez, cuando le pedí que me enseñara a hacer el talón de unas medias me respondió:
—¡Aprende tú sola igual que hice yo!
—¡Pero tú eres una magnífica mujer de tu casa!— que era el cumplido estrella de la época y yo, inocente de mí, creí que la aplacaría.
—¡Ojalá no veas el día de ser una mujer de tu casa!
Salí corriendo a contárselo a mi madre y, alucinada, me dijo que le preguntase a mi padre qué quería decir todo aquello. Mi padre me preguntó de dónde había sacado esas palabras y, cuando le dije que me las había dicho Memé, palideció pero no hizo nada. Ella sabía que nadie se le ponía por delante.
Otra vez me dijo que ojalá me hubiera muerto en la cuna. No me extraña que me diese pánico que mi madre me abandonara y me dejase con esa arpía.
Por aquella misma época, cuando ya tenía unos diez u once años, en el colegio repartieron zapatos y zuecos para los niños necesitados. El encargado del programa era el director del colegio de niños. Cuando me acerqué allí para que me dieran mis zuecos, el director me tocó de formas muy poco apropiadas y yo, sintiéndome totalmente avergonzada, no le dije nada a nadie. Después, en la tienda de al lado donde mi madre solía mandarnos a comprar, me ocurrió lo mismo con el dependiente a plena luz del día. Esta vez sí que se lo conté a mi madre y, tanto ella como mi padre, fueron a pedirle explicaciones al hombre que, por supuesto, lo negó todo. Más tarde, cuando me hospitalizaron en el Granges Blanches, uno de los muchachos de prácticas volvió a tocarme como no debía mientras me examinaba. Volví a decírselo a mis padres, que montaron gran revuelo, pero, de nuevo, el chico lo negó todo. Años después, en Italia, un cura me abrazó en su despacho y metió las manos por dentro de mi camisa. Lo denuncié ante el obispo y —¡que raro!— el curo lo negó.
En aquellos días, la voz de una mujer no tenía el peso que tiene hoy, y eso que todavía nos queda mucho camino por recorrer.
A lo largo de mi vida, todos estos hombres que se me echaban encima se han aprovechado de su posición, de sus logros o de su modales y lo único que yo podía hacer si no toleraba sus maneras de tratarme, era marcharme. Desafortunadamente, siempre trabajé para el director ejecutivo o para el socio preferente de una empresa, así que no había ningún superior a quien yo pudiera dirigir mis quejas, y ellos sacaban un gran partido de esa situación. Además, la única vez que me quejé, hablé con la oficina de empleo y nos llamaron a mí y a mi jefe para una audiencia. Como yo acababa de llegar a los Estados Unidos y todavía no tenía mucha fluidez hablando en inglés, la oficina de empleo me penalizó por ‘haber mentido’.
Estoy segura de que las formas que tenían antes para solventar las cosas sorprendería a más de uno en esta época. Pegar a los niños era lo más normal del mundo y, por lo general, nadie se moría. Pero ahora no me refiero a ese tipo de abusos, ahora me refiero a aprovecharse de aquellos que no pueden defenderse a sí mismos por el motivo que sea: bien por su edad, por su sexo, por su cultura o por su fuerza física.
Desde luego, el abuso de los fuertes sobre los débiles siempre ha existido, pero esta es la primera vez que las mujeres y los niños empiezan a hacerse oír y que los medios de comunicación están acogiendo con mayor sensibilidad estas historias tan desagradables.
El abuso se ha representado de muchas maneras a lo largo de los años y las culturas, desde la lapidación o clavar estacas a alguien en las muñecas y los tobillos por presuntas blasfemias, hasta marcar y descuartizar por alta traición o llegar incluso a incinerar personas. Tales atrocidades se merecen su propia necrología, sus oraciones y que se prohíba absolutamente su repetición. Por terribles que fuesen esas carnicerías, todo sufrimiento que se le cause a cualquier criatura indefensa debería reprenderse y despreciarse.
Cuando tenía unos nueve o diez años, me quitaron las anginas y las vegetaciones, una operación que solía realizarse sin anestesia en aquel entonces. No me cabe en la cabeza cómo los adultos podían hacer pasar a los niños por una situación así, solo por el hecho de ser niños indefensos, ya fuese por su edad o porque se les ataba con cintas. ¿Es que esos adultos ya no se acuerdan de lo que era la infancia? ¿O es que suponen que la operación es tan rápida como cuando quitas una tirita de un tirón y que el niño se va a olvidar a los cinco segundos? Aquí estoy, escribiendo sobre el tema muchos años después, traumatizada por el dolor que me produjo esta experiencia.
Me envolvieron en una sábana del tamaño de mi cuerpo, como una salchicha, mientras la enfermera me sujetaba sobre sus rodillas con la cabeza hacia atrás para que el cirujano tuviese mejor acceso a mi boca. Daba igual lo que yo gritase, de hecho, eso les venía bien para mantenerme la boca abierta y poder trabajar mientras me embargaba un tremendo y ardiente dolor. No sé cómo conseguía respirar entre la sangre, los dedos del cirujano por toda mi boca, las arcadas y la enfermera tirándome de la cabeza hacia atrás. Créedme, no se parecía en nada a cuando te quitan una tirita.
Mi hija tuvo que pasar por lo mismo, pero por suerte a ella le dieron éter. Sin embargo, cuando la oigo contar la historia, también fue una experiencia devastadora en la que se sentía oprimida contra la enfermera, obligada a mantener la cabeza hacia atrás y sin poder defenderse. Todavía se acuerda de aquel día traumatizada por la operación que, para muchísimos adultos ‘requetesabios’, no es más que un momentín un poco desagradble.
En otra ocasión, estando de camping con unos amigos, comimos tantas ciruelas con pipo que me dio un ataque de apendicitis. Nuestro cirujano habitual no estaba, así que me operó un cirujano viejo que me hizo una chapuza tremenda. Al día siguiente, tuvo que volver a abrirme la herida para limpiarme una infección que me llegaba al estómago y, esta vez, lo hizo sin anestesia. Creo que todavía se oyen los gritos por toda la ciudad de Nueva York.
Cuando nos hicimos más mayores, René se unió a los Boy Scouts y a mí me dejaron inscribirme a las Girl Scouts.
Capítulo 2
Alemania Invade Francia
Tenía tan solo doce años y vivía con mi familia en Bourg-les-Valences cuando empezó la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939. Solía oír a los mayores hablar de Neville Chamberlain, el