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ction> Stefano Conti

      Prólogo

       26 de junio 363 d.C.

      L a batalla entre el ejército romano y el ejército persa se vuelve más sangrienta. De pronto, el tiempo parece parar, una jabalina se clava en el estómago de Julian.

      «¡Corre, han herido al emperador!»

      El joven soberano se balancea sobre su caballo y cae. Ya en el piso, trata de sacarse la espada y se hiere los dedos: «Leonzio, quítame esta lanza».

      «No puedo, mi señor. Moriría».

      «Ya estoy muerto». La sangre sale de manera abundante. «Solo quiero terminar mis días como un guerrero, ayúdame a subir a mi caballo».

      El guardia de confianza, por primera vez, no obedece: «Trae a Oribasio, ¡rápido!»

      Julian entiende que es el día que ha marcado por el destino: «No quería escuchar a los arúspices, pero sabía que la estrella fugaz anunciaba mi fin».

      Oribasio, el médico personal, trata de detener la hemorragia en vano.

      El príncipe lo mira con benevolencia: «No te preocupes. Los dioses me esperan. Estoy listo».

      El amigo médico lo abraza con fuerza: «Leonzio, ayúdame a llevarlo a campamento».

      «¡No!» Julian lo detiene. «Te pido un último favor, llévame a la orilla del Tigris».

      Mientras tanto llega Massimo, guía espiritual del emperador, filósofo: «Alejandro Magno es quien lo ha inspirado. Quiere tirarse al río y hacer que el cuerpo desaparezca entre las olas. Cuando su cuerpo desaparezca para siempre, diremos que ha ascendido al Olimpo en un carro de fuego. Nosotros, paganos, podremos celebrar así un nuevo dios: ¡Julian!»

      Sin embargo, una centena de soldados bloquearon el acceso al río: «¡Alto! Nos cristianos no lo permitiremos. Ninguno se atreva a desaparecer el cuerpo de Apóstata, ni ahora ni nunca. Impediremos que alguien invente que ha ascendido al cielo».

      Julian mira la tierra empapada de su sangre, después mira al cielo: «¡Helios, aquí estoy!»

      I

       Viernes 16 de julio de 2010

      H oy, con este calor pegajoso no es el día adecuado para volar, pero ningún día lo es. Siempre tengo miedo cuando no soy yo quien tiene que manejar, incluso si fuese solo un trineo sobre una superficie suave de nieve. En la famosa lista de Dustin Hoffmann/ Rain man , ¿fue Turkish Airlines una de las compañías que se cayó?

      Mientras tanto, espero a que dos ancianos acomoden su equipaje, un steward se acerca. Se dirige hacia la muchacha que acaba de sentarse: «Disculpe señora, no puede estar allí».

      «Es el sitio de mi esposo, pero…»

      «Le dejé el asiento de la ventana a mi esposa» dice su esposo de unos setenta años. «Sabe, a ella le gusta ver por la ventana».

      «Entiendo señor, pero ella debe sentarse allì» insiste el joven.

      «¿Por qué?» pregunta la señora, que no quiere levantarse.

      «Porque», explica con gentileza el aeromozo, «aquella ventana también es una salida de emergencia y usted no sería capaz de abrirla en caso de…»

      «¿Existe… esta posibilidad?» intervengo.

      El aeromozo responde dirigiéndose al turista de edad avanzada: «Si sucediera, su mujer sería capaz de abrirla con fuerza. No lo creo».

      «Ah, en caso de…» repito alejándome de los tres visiblemente preocupado.

      Me siento. Tengo los auriculares del mp3 escondidos por mis rizos que están delante de mis orejas (estoy convencido de que es inútil apagar los aparatos electrónicos). Un clásico de Vecchioni ahoga los rumores de la fase más crítica: el despegue.

      El aterrizaje en Ankara es suave. De todas formas, cuando baje, me gustaría besar el suelo, como lo hacía el Papa. No se puede respirar, la pista brilla. Todos los aeropuertos son iguales: los mismos carteles, los mostradores en los mismos lugares. ¿Encontraré mi maleta en la cinta o la habrán enviado a San Petersburgo? Increíblemente la maleta sí está y, en el segundo intento, cojo la correcta (todas las maletas son iguales: tarde o temprano tengo que decidirme y ponerme una etiqueta con mi nombre).

      La cola en las aduanas es lenta. Cuando llega mi turno, haber hecho mi doctorado en Alemania es útil por primera vez.

      « Sprechen Sie Deutsch?» pregunto.

      « Ja» responde seco el oficial de aduanas.

      Saco mi pasaporte del bolso y se lo entrego. Examina la foto con detenimiento, alza la mirada que cruza la mía y luego vuelve a mirar la foto, finalmente me pregunta si soy Francesco Speri.

      Asiento con la cabeza. De hecho, no me parezco mucho a la foto que me tomé hace 5 años y 12 kilos.

      La mirada del oficial de aduanas se vuelve seria de repente. « Können Sie mir folgen?» exclama con tono marcial.

      Asombrado por el pedido de seguirlo, le pregunto, quizás algo grosero, por qué. El firme oficial de aduanas insiste y me veo obligado a seguirlo.

      Pasamos por un largo pasillo oscuro, a los lados hay varias puertas cerradas; parece un hospital antiguo lúgubre, de esos que todavía que puede encontrar en los pueblos. Con un gesto, me invita a entrar a la última habitación de la derecha. Un hombrecito de pie con botas militares le dice algo a otro, decidido a redactar algo en una máquina de escribir antigua. El hombre debe ser un mayor, un coronel, en todo caso un pez gordo. Con una media sonrisa bajo su negro bigote, me invita a sentarme, agarrándose con sus regordetas manos al respaldo de una incómoda silla de madera. Luego, el “jefecito” habla de forma animada con el oficial que me trajo aquí. El otro empleado deja de escribir y interviene en el diálogo, silenciado por los dos de inmediato. Por primera vez, desde que me fui, me viene a la mente el profesor Barbarino, quien es el motivo de mi viaje: insistió en que aprendiera turco para cavar con el aquí. Siempre decía que no era arqueólogo, sino historiador y, en todo caso, para hacer excavaciones arqueológicas no hace falta hablar, para todo lo demás solo bastaba con que él hablara con las autoridades.

      La ansiedad me arremete, mientras los minutos pasan lentos. Los oficiales de aduanas gritan en turco y supongo que están hablando de mí: de vez en cuando me señalan con un leve movimiento de cabeza. Levanto la mirada: un papel marrón está pegado lo mejor posible sobre las baldosas blancas. Detrás del general (mientras tanto lo he ascendido: parece que él es quién toma las decisiones), hay una imagen enorme de alguien con uniforme oficial de alto rango.

      « Haben Sie verstanden

      [¡Cóme puedo entender si hablan en un dialecto de las montañas del este de Anatolia!]

      Me explican que harán venir a alguien de la embajada italiana y pregunto por qué. Nadie se digna a responderme. Este “general” habla poco y sonríe mucho. ¡De manera instintiva, no me inspira confianza!

      El ofial de aduanas que me ha traído aquí pregunta, mejor dicho, me ordena de seguirlo de nuevo. Cuando me despido del cuadro de la pared, supongo que es el mismo general que está allí cuando era joven. Por otro lado, todos los hombres con bigote me parecen iguales.

      Regresamos por el mismo pasillo y entramos a una habitación aún más oscura; sin rejas, pero parece una celda. Quizás porque no hay ventanas o porque el oficial de aduanas se para frente a la salida, como bloqueándola con su imponente complexión.

      Paso una hora interminable encerrado en esa habitación. No sé qué me pasará. De repente, oigo un ruido de tacones distante, pero luego se detiene, siguen voces indistintas y se acercan los tacones…

      «Buenos días, soy Francesco Speri» me levanto.

      Entra una chica de 35 años, pequeña, de cabello largo: «Buenos días, me llamo Chiara Rigoni, soy la intérprete de la embajada».

      Le estrecho la

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