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el sueño húmedo del Círculo Rojo. A pocas horas del cierre de listas para las elecciones en las que Mauricio Macri se jugaba su sobrevida, la incorporación de un peronista de larguísima trayectoria a las filas de un oficialismo en declive abría paso a la ilusión de una remontada histórica. Con Pichetto, se decía, el peronismo se partía en dos y el competitivo Macri era aún más poderoso. Con él, los operadores del mercado recuperaban la ilusión.

      Menemista irreductible, kirchnerista sufriente, garante esencial de la gobernabilidad amarilla y constructor sin insumos de un peronismo republicano, el senador rionegrino había terminado su vía crucis de moderación en las puertas de la Casa Rosada. Rogelio Frigerio, Ernesto Sanz y hasta Carlos Grosso habían tomado parte en los preparativos de un acto consagratorio que no era más que una consecuencia lógica, producto de la convicción. Convencido de que el PJ debía pararse en las antípodas de Cristina Fernández de Kirchner, Pichetto entró solo, finalmente, al frío edificio del macrismo. La promesa que le había hecho a Frigerio de sumar un bloque de cuatro o cinco senadores a las filas de Cambiemos se desvaneció a poco de andar. A pesar de sus amagues, ni el senador por Corrientes Carlos “Camau” Espínola, ni los sobrevivientes Juan Carlos Romero y Carlos Reutemann se plegarían al viaje de Miguel. Al final de una carrera en la que perdió su poder y quedó arrumbado en el folclore de la política, solo el zigzagueante Adolfo Rodríguez Saá estaba dispuesto a ser parte de un teatro que duraría apenas dos o tres meses.

      Dolía. En boca de Ramón Hernández, el pronunciamiento discreto de Menem era un síntoma lapidario de un movimiento que no tenía plafón dentro de las filas del peronismo. Poco después de amargarle la jornada a Pichetto, el secretario privado del expresidente se encargó de comunicar la decisión a cada uno de los miembros del bloque astillado del PJ en el Senado. Si el límite del viejo Menem era el desgastado Macri o si su vara era la política, es materia de interpretación. Pero no estaba dispuesto a tanto en un momento en que las distintas corrientes del peronismo volvían a confluir detrás de la fórmula de los Fernández. Para el interlocutor principal de Macri en el Congreso, era un golpe al corazón. Un año antes, cuando Pichetto lanzaba una candidatura a presidente que solo tenía como fin explicitar sus ganas de ser parte de una fórmula, el riojano había escoltado a su discípulo en el Salón Arturo Illia del Senado. “Lo aliento al querido amigo y hermano, senador Pichetto, a que no afloje, siga y continúe, porque va a seguir triunfando. Y si él se lo mete en el alma, en el cuerpo, va a llegar a la presidencia de la nación. No tengo ninguna duda”, había dicho Menem. El político nacido en Banfield y criado en Río Negro le había correspondido con un elogio sincero, producto de un amor que no se extinguía. “Un hombre que luchó con sus convicciones, su visión, y, fundamentalmente, un político. Él inventó todo”, había afirmado el jefe de los senadores del PJ. En el umbral de los comicios que se suponían los más reñidos desde el regreso de la democracia, tanta camaradería resultaría inútil.

      Con un cuarto de siglo en el parlamento, Pichetto era un oficialista permanente a las puertas de una transformación inédita. La derrota del peronismo kirchnerista, a fines de 2015, lo había elevado a la cúspide de su carrera política y, a poco de andar, el macrismo lo había consagrado en un rol esencial y distinguido que superaba todos sus antecedentes. Mientras los perdedores del ex Frente para la Victoria sufrían y maldecían la inclemencia del despoder, Pichetto se destacaba como emblema de un peronismo del orden que podía acordar con Macri las líneas directrices del país por venir. Con prescindencia de sus cuatro décadas de militancia en el peronismo, resultaba una consecuencia natural que terminara como compañero de fórmula del presidente. Durante cuatro largos años, el jefe del bloque de senadores del PJ fue la cara más pura del colaboracionismo y encarnó sin culpa un tipo de oposición que encantaba al Círculo Rojo y provocaba arcadas en el kirchnerismo. No fue el único, pero sí el más destacado de los exponentes de un nuevo germen de peronismo. Lo que Sergio Massa representaba con sus contradicciones junto a Diego Bossio y el bloque sobrevendido de los gobernadores del PJ en Diputados, Pichetto lo multiplicaba en eficacia y repercusión desde el Senado. Alcanzaba con él para garantizar el quorum, el tratamiento y la aprobación de las leyes más importantes que craneaban los amarillos detrás de la quimera de volver al mundo. Su discusión pública con el PRO se reducía a matices y podía advertirse cada vez que Marcos Peña visitaba el reino de Pichetto para brindar con puntualidad sus habituales informes, en esos primeros tiempos en que las encuestas le sonreían. Pichetto pedía desde afuera lo mismo que censurados como Emilio Monzó reclamaban desde adentro. Su punto de vista tenía más coincidencias con Frigerio, Sanz, Horacio Rodríguez Larreta y María Eugenia Vidal que con cualquiera de los dirigentes que se empecinaban en girar en torno a Cristina. En relación con el sistema de medios, los empresarios, la cúpula de la CGT y hasta los movimientos sociales, el senador se adueñaba de una escena política en la que el cristinismo oscilaba entre la marginalidad, la queja y la impotencia.

      Después del triunfo de Macri, el sistema político había hecho un viraje formidable, y el kirchnerismo, que había dominado el mapa de poder durante doce años –y que mantenía una base social envidiable–, había quedado sumido en el aislamiento. Aun sin votos, Pichetto era el nuevo centro. Lo sería durante los dos primeros años de Macri en el gobierno, incluso con su negativa a quitarles los fueros en el Senado a los políticos que recibían un procesamiento, mientras en Diputados eran desaforados y detenidos, en un hecho sin precedentes. En su defensa irrestricta de la clase política, el rionegrino no se dejó gobernar por el coro de opinólogos afines al macrismo. Su posición no solo se basaba en la necesidad de una condena firme para quitarle los fueros a un parlamentario: además, incluía gestos inusuales para un antikirchnerista, como el de ir a visitar a Julio de Vido a la cárcel de Ezeiza, algo que por supuesto CFK jamás hizo con ninguno de sus exfuncionarios.

      Tras la confirmación de Cambiemos en las legislativas de 2017 y la derrota de la expresidenta en la provincia de Buenos Aires, el senador se refrendaría como una de las estrellas del establishment en el coloquio de IDEA. Poco después, optaría por la “ingrata tarea” de acompañar el ajuste previsional del gobierno en el diciembre bisagra en que el avión del reformismo permanente comenzaría a entrar en zona de turbulencia, a poco de empezar a carretear.

      En el calendario grande de la historia, todo duraría nada. 2018 sería el año del derrumbe para el gradualismo. El hada de la confianza moriría en la corrida fulminante de fines de abril y el endeudamiento récord que propiciaban los CEO encontraría un límite externo: a partir de ese momento, el castillo de naipes de Macri se vendría abajo en forma elocuente. El regreso del Fondo Monetario Internacional, la biblia del déficit cero, la devaluación permanente, la inflación récord y una recesión que se extendería hasta el final del gobierno del ingeniero provocarían un nuevo reacomodamiento en un sistema político donde la regla era especular al máximo y arriesgar lo menos posible. El kirchnerismo resurgía de las cenizas gracias al fracaso del presidente, y el peronismo de Pichetto –que pensaba postergar hasta 2023 la pelea electoral– saldría en busca desesperada de un candidato y un proyecto para zafar de la debacle. Durante el interminable tercer año de Macri en la Casa Rosada, el senador rionegrino intentaría con persistencia y desesperación plantar la alternativa de un peronismo moderado, alejado de la polarización. Para ese propósito, que tenía el antecedente infructuoso de la ancha avenida del medio de Massa, Pichetto iría a buscar al fundador del Frente Renovador, pero sobre todo se esforzaría por darle cuerpo al gaseoso espacio del PJ de los gobernadores. Fundamentales para acompañar a Macri, los mandatarios provinciales cuidaban sus intereses locales y negociaban beneficios puntuales, pero no podían o no querían construir la tercera opción de cara a 2019. Solo los dos gobernadores más macristas del país, Juan Manuel Urtubey y Juan Schiaretti, estaban dispuestos a exponer sus acciones por esa empresa de dudosa rentabilidad.

      La novela de Alternativa Federal terminó mal, pero Pichetto puso todo para darle entidad y presentarla como una posibilidad concreta y real. Se pasó gran parte de 2018 y los primeros meses de 2019 con una tesis: ante la caída libre de la economía, la recesión y el ajuste, el peronismo no kirchnerista podría desplazar a Cambiemos del segundo puesto y colarse en un balotaje frente a Cristina. Basado en un diagnóstico muy crudo del rumbo económico de Macri, se encomendó a Roberto Lavagna en una apuesta fallida a la que, sin embargo, dedicó todos sus

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