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El gobernador de Tucumán estaba apalancado por un grupo de empresarios poderosos, exhibía una conexión envidiable con la comunidad internacional de negocios –que incluía el lobby judío en Nueva York– y era asesorado por el inoxidable Carlos Corach. Mientras Pichetto y Massa querían sentarlo a la mesa del peronismo moderado, Schiaretti y Urtubey lo rechazaban con recelo (véase el capítulo 6, “El peronismo sin medio”).

      Macri pisaba en ese mosaico de bordes irregulares a través de Frigerio y Monzó. Como reverso del sermón público del presidente que se quejaba de los setenta años de atraso y aludía a la extorsión de sectores del PJ, el mensaje reservado del ala política era de pura apertura: “Vengan, no se queden afuera”, les decían. La reactivación económica y la consagración electoral permitían alimentar el sueño de un espacio amplio, capaz de combinar su base de antiperonismo rabioso con una puerta de servicio que se abriera para el ingreso discreto del peronismo en las provincias. Ese PJ moderado ya formaba parte de Cambiemos de manera individual, vivía en la historia personal de sobrevivientes como Rodríguez Larreta, Diego Santilli, Federico Salvai o Cristian Ritondo; estaba diluido en los bloques de la alianza en el Congreso o se presentaba de manera vergonzante en colaboradores de Macri que hacían autocrítica por haberse dejado llevar, allá lejos, por la tentación peronista. Sin embargo, ahora Frigerio les ofrecía ser la cara del oficialismo en las provincias y encabezar las boletas de candidatos a intendentes y gobernadores.

      La lista circulaba, discreta, con la venia de Peña y Macri, pero no se reconocía ni por un instante como parte de una política más amplia que incluyera al peronismo como socio pleno de Cambiemos. Gustavo Sáenz en Salta, Domingo Amaya en Tucumán, Claudio Poggi en San Luis, Alberto Paredes Urquiza en La Rioja, Marcelo Orrego en San Juan, Raúl Jalil en Catamarca y Adrián Bogado en Formosa eran parte de la quinta columna que el ministro del Interior presentaba, un año antes de las elecciones, para pelear contra el peronismo desde adentro. Sus nombres eran desconocidos para el Círculo Rojo y estaban ausentes de la discusión pública, pero pesaban en las provincias y generaban un malestar fuerte en los socios radicales del presidente. Macri los adoptaba, pero con una coartada: eran peronistas con gestión y sin prontuario.

      Toda esa fantasía, que activaba las endorfinas de los más ambiciosos en la nueva alianza, duró apenas unos meses. El auge y la decadencia sobrevendrían casi sin escalas. Impulsado por el contundente triunfo en los comicios y la presión de grupos de poder que nunca participan en las elecciones, a fines de 2017 el presidente inauguró la consigna del reformismo permanente y se lanzó a conquistar un paquete de leyes que pecó tanto de ambicioso como de improvisado, la peor combinación.

      Con una nueva fórmula que tenía como objetivo principal desindexar las partidas destinadas a la seguridad social y avanzar más rápido en el ajuste, Macri ordenó aprobar una reforma previsional que le traería un costo mayúsculo, generaría divisiones en el oficialismo y haría esfumar en tiempo récord el clima triunfal de la victoria legislativa. El 14 de diciembre, la intifada de los sectores más combativos de la oposición terminaría con la sesión suspendida y una cacería en las inmediaciones del Congreso que incluyó balas, represión, heridos y detenidos. Carrió pidió suspender la sesión y, en el atardecer de una noche de máxima tensión, Macri estuvo a un paso de firmar el decreto que aprobaba la ley, que había sido redactado por su secretario de Legal y Técnica, el Newman boy Pablo Clusellas. Un operativo descomunal, un esfuerzo gigantesco y un resultado que, a poco de andar, se revelaría inservible.

      En lo económico, la nueva fórmula implicaba un ajuste de 100.000 millones de pesos y partía del supuesto fundamental de que Cambiemos y su gabinete económico lograrían bajar la inflación en 2018 y 2019: no contemplaba la posibilidad de que el Indec terminara marcando el récord de 47,6 y 53,8% para los dos últimos años del ingeniero en la Rosada. En lo político, les cedió a los sectores antimacristas un argumento para unirse en las calles, resintió los índices de aprobación del presidente, activó cacerolazos en su contra y astilló el bloque de poder que giraba en torno al oficialismo.

      Ubicados una vez más en el oficio de bomberos para controlar el fuego que alimentaba el núcleo duro amarillo, Frigerio y Monzó tuvieron que maximizar el arte de la rosca para ejecutar una misión autodestructiva. El ministro del Interior todavía lo recuerda: estuvo cuarenta y ocho horas despierto negociando con las bancadas que respondían a los gobernadores y llegó a instalarse en el Congreso para garantizar la aprobación de la ley que hachaba las jubilaciones y la Asignación Universal por Hijo. Desorbitado en una apuesta que Macri jugó a todo o nada, Frigerio violó el reglamento y llegó a entrar al recinto, lo que le valió una denuncia del diputado kirchnerista Rodolfo Tailhade. El 19 de diciembre, después de doce horas de sesión, la reforma se aprobó con 127 votos a favor, 117 en contra y 2 abstenciones. Catorce gobernadores, la mayoría del PJ, prestaron su conformidad y el bloque de Argentina Federal fue el actor decisivo para que Macri tuviera la nueva fórmula que reclamaba el establishment. En la vereda de enfrente, la oposición había encontrado en “la defensa de los abuelos” la piedra movediza para entrar a la fortaleza de Cambiemos. “Inventaron este caramelito al que llaman bono, la verdad es que no resuelve nada”, dijo Agustín Rossi, sin imaginar que le tocaría ser parte, como ministro, de un gobierno que optaría también por frenar la fórmula de movilidad jubilatoria, entregar un bono y encarar un ajuste en los haberes, aunque con otra lógica: la del regreso al achatamiento de la pirámide de ingresos, un clásico de los primeros años kirchneristas que terminó en una avalancha de juicios de los jubilados contra el Estado.

      Sin prestar atención a la resistencia que podía generar ni convocar a debate de ningún tipo, Macri quiso resolver un problema estructural sin anestesia y cometió lo que en su entorno todavía hoy consideran “un enorme error de cálculo”. Aunque culpaba al kirchnerismo por haber beneficiado a cientos de miles de personas que no habían logrado completar los aportes para jubilarse, el macrismo había agravado las dificultades en una economía con un tercio de los asalariados sumido en la informalidad laboral. La reparación histórica que Mario Quintana había impulsado en 2016 para terminar con los juicios de los pasivos tendría como reverso el ajuste previsional que se aprobó con represión. Un año y medio había pasado entre uno y otro escenario: el macrismo había virado en tiempo récord de la ambición de disputar la adhesión de sectores identificados con el peronismo a la de avanzar con uno de los principales mandamientos de la ortodoxia. La idea de un “centro popular” como el que soñaba Pablo Gerchunoff quedó arrumbada y “los adoradores del helicóptero” de los que me había hablado el sociólogo Juan Carlos Torre, en una entrevista para Ideas de La Nación, habían ganado la partida. El costo fue alto.

      Los gobernadores que tres meses antes temían un oficialismo voraz que los derrotara en sus propios distritos encendieron de repente todas sus alertas y empezaron a despegarse de la Rosada. De acuerdo con las palabras que el propio Frigerio usaría más tarde para describir el viraje: “Se asustaron, empezaron a decir que los iban a matar en sus provincias. Olieron sangre otra vez”.

      El primer límite a la política de Macri había nacido de una movilización callejera heterogénea que reunía a movimientos sociales, sindicatos, partidos de izquierda y, también, un activismo inorgánico. El segundo surgiría cuatro meses después del otro extremo del mundo, cuando los mercados decidieran que había llegado la hora de picarle el boleto a la escuela del optimismo. Desnudo en su impotencia, el macrismo sentiría entonces, como nunca, la ausencia de un acuerdo amplio para sostener sus objetivos.

      A mediados de 2019, al filo del cierre de listas, Cambiemos recordaría la consigna de ampliar su base y se decidiría a incorporar a un Pichetto que estaba de remate. Quedaría margen para que los agazapados peronistas del macrismo salieran del clóset, un viernes de junio, en un almuerzo en el restaurante Los Platitos de la Costanera. Cabecillas derrotados en su estrategia como Monzó, Frigerio, Santilli, Salvai, Ritondo y Sebastián García de Luca; legisladores como Humberto Schiavoni, Daniel Lipovetzky, Silvia Lospennato, Álvaro González y Eduardo Amadeo; ministros bonaerenses como Joaquín De la Torre y Gustavo Ferrari; viejos ucedeístas que habían cursado la escuela técnica del poder en el PJ como Marcelo Daletto, Alejandro Finocchiaro y Santiago López Medrano; intendentes como Julio Garro y Martiniano Molina, y portadores discretos de apellido

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