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de un PJ en estado deliberativo, que discutía hacia dónde mutar. “Cualquiera de nuestros muchachos en octubre de 2019, más tarde o más temprano, es un pasaje a Caracas”, afirmaba. Como si las circunstancias estuvieran diseñadas de manera tal que los epígonos de Perón estuvieran destinados a asumir el poder sin margen de acción y solo pudieran terminar en una cruzada expropiadora.

      De acuerdo con la maqueta que Grosso presentaba en las mesas de la dirigencia que se decía lejos de Macri y de Cristina, había un error en la manera habitual de analizar el experimento de Cambiemos. Se reducía el gobierno de los CEO a una burda copia del menemismo y se negaba que en los últimos veinte años se había consolidado un camino de acuerdos sobre temas que ya no se discutían, como el déficit cero que ordenaba el Fondo y la baja de la inflación, que el presidente había prometido resolver en cuestión de horas. No era Macri sino la corriente lo que llevaba al sacrificio permanente. Visto desde el futuro, Chile, el ejemplo de transición virtuosa entre Michelle Bachelet y Sebastián Piñera que a Grosso le gustaba ensalzar, no era de lo más feliz. Se trataba, claro, de una serie de lugares comunes de la ortodoxia que el ingeniero Macri ayudaría a derrumbar de este lado de la cordillera, con su fracaso económico en todas las líneas. Hijo del pragmatismo más descarnado, el jesuita que había gobernado la Capital Federal durante los primeros años de Menem afirmaba que había un deterioro muy grande del pensamiento legado por Perón: “De producir y redistribuir el ingreso pasamos a la cartelización de la obra pública y el subsidio al desempleo”, decía, con un lenguaje por entero compatible con la prédica del PRO puro y la cadena nacional de los grandes formadores de opinión. Así pensaba también parte de la dirigencia que se movía entre Sergio Massa, Juan Schiaretti, Juan Manuel Urtubey y Roberto Lavagna.

      Grosso se lo planteó a Pichetto, casi un año antes de que el senador diera su salto olímpico hacia el macrismo: “Lo mejor para el peronismo –le dijo– es hacer mutis por el foro”. Y agregó: “Esta no es una coyuntura para políticas públicas peronistas. Se requiere terminar el ciclo: consumirlo y consumarlo”. La charla trascendía en sectores del ex Frente para la Victoria que entonces se decían cerca del señor gobernabilidad y, un tiempo después, se convertirían en funcionarios de Alberto Fernández. El exgerente de Socma no solo guardaba un agradecimiento especial al clan Macri, por una relación que había nacido en tiempos del Franco todopoderoso, sino que aludía a Mauricio como si todavía fuera un chico. “Dejen que el pibe haga el trabajo sucio que hay que hacer. Es el único que está dispuesto”, solía promoverlo. Para inmolarse en el ajuste, sugería, no había nadie como Macri. Lo ataba a la familia de origen calabrés la deuda que sentía por la protección que el patriarca le había dado durante la última dictadura militar, a él y a otros peronistas como Schiaretti y José Octavio Bordón. Cuarenta años después, el pasado que a Macri tanto le gustaba negar le daba réditos concretos en su aventura de gobierno.

      De acuerdo con el razonamiento de Grosso, al PJ moderado no le convenía disputar el poder en 2019 y lo único que podía ganar en las presidenciales era la puerta de acceso a un problema de dimensiones mayúsculas. El asesor discreto del primer presidente empresario predicaba por un PJ que adscribiera a un pensamiento de modernidad y se apropiara de consignas de la ortodoxia que le habían resultado ajenas después del estallido de 2001, pero que Menem –su mortífero enemigo– había elevado a lo más alto. Según decía Grosso, la lección que el peronismo debía aprender de la derrota ante Macri era la de asimilarse al oficialismo de turno. Un eventual presidente criado en el justicialismo, decía, tenía que rezar los mandamientos de la ortodoxia con la misma tenacidad que el hijo de su amigo Franco. ¿Era posible en esas circunstancias?

      Así como la Renovación de Antonio Cafiero, José Luis Manzano y el propio Grosso había entendido que debía reivindicar la bandera de la democracia que se consagró con Raúl Alfonsín, el PJ poskirchnerista tenía la misión de desdramatizar la necesidad del ajuste. Entre el entusiasmo y la euforia, los dueños de la Argentina estarían dispuestos a firmar al pie, sin ningún tipo de objeciones, ese programa para resetear al peronismo. La duda no resuelta –ni siquiera enunciada– era si había resto social para abrazar ese ideario en un país que había convertido a Macri en jefe de Estado y cruzaba el largo desierto de la recesión, la caída del poder adquisitivo y el endeudamiento atroz. Aunque Grosso decía que sí, agosto y octubre de 2019 dirían que no.

      Aun errado, el esfuerzo intelectual del exintendente tenía su mérito. A contramano de un mundillo casi siempre preso del corto plazo y las encuestas, su dibujo no se dejaba gobernar por el puro presente y remontaba una línea directriz que unía en su cabeza los lejanos años ochenta con el tiempo excepcional de Macri en la presidencia. Siempre propenso a la venta de un futuro a medida de sus pretensiones, decía que el ortodoxo sindicalista petrolero y jefe del bloque de diputados del PJ Diego Ibáñez había sido para Raúl Alfonsín lo que en la antesala de ese 2019 electoral CFK representaba en relación con el egresado del Cardenal Newman.

      Pero, el propio Grosso lo admitía, la entonces senadora no era tan fácil de subsumir en el pasado. Mientras que en aquella primavera democrática el último líder del PJ era Perón y estaba muerto, en los años del macrismo la persona que había ejercido el liderazgo más reciente no solo estaba viva sino que tenía una “considerable” intención de voto. Por no decir inigualable. “Sin menospreciar, muy por el contrario, la fortaleza de sus ovarios y el carácter épico del accionar de CFK, la Renovación tuvo un gran desafío que fue construir una alternativa al sindicalismo que para ese entonces tenía la estructura y los fierros”, explicaba.

      Entre cuatro paredes, el pensamiento de quien era considerado uno de los cuadros más lúcidos que había dado el PJ envolvía a la dirigencia del peronismo del medio. Afuera, sin embargo, no tenía más eco que el de los analistas del Círculo Rojo, un grupo de empresarios obstinados y algunas viudas envenenadas en el rencor que remaban todavía en las aguas de la política. A contramano de su baja consideración pública, Grosso era un mito viviente, venerado en la trastienda de la política y en la residencia de Olivos. Su larga trayectoria se había truncado antes de tiempo por el fuego de la primera corrupción, pero su predicamento todavía era alto entre desorientados y perdedores. Fue Pichetto, precisamente, el encargado de vocear en la superficie las hipótesis que Grosso elaboró en su gabinete a las sombras.

      El asesor no militaba en absoluta soledad. Nacido en la provincia de Chaco, tenía como operador a otro peronista de frontera, que iba y venía entre el macrismo y el PJ: el exjefe de la SIDE durante los años de Duhalde, Miguel Ángel Toma. Ambos formados por los jesuitas, Toma y Grosso habían arrancado juntos en 1983, en tiempos en que Patricia Bullrich era secretaria del partido, y nunca habían desactivado su lazo. Una vida después, ese triángulo volvía a conectarse. Ya en 2018, antes de que Pichetto diera el salto, Toma fingía tomar distancia de Macri, visitaba al senador en su despacho y le vendía al periodismo los planes del peronismo raquítico para imponer un candidato en la ciudad como Marco, el hijo disponible para la política menor que presentaba Lavagna grande.

      Entre huérfana y devastada después del estallido de 2001, esa subjetividad encontró una nueva oportunidad en Macri y en la identidad nuevista del PRO que Gabriel Vommaro describió como nadie en su libro La larga marcha de Cambiemos. Tantos años después, las hipótesis de Grosso podían ser leídas como admisión de su propia derrota doctrinaria. Víctima temprana de Menem en los años noventa, tres décadas más tarde asumía sus consignas para adornar el proyecto que más se le parecía. Al final de un extenso recorrido en el peronismo, la estación final de Pichetto actualizaba la traza que unía los ideales del abogado riojano con los del ingeniero nacido en Tandil.

      Para el superviviente Grosso, todo formaba parte de una cruel paradoja. Había pasado la mitad de su vida convencido de que su desgracia había comenzado en el fatídico y lejano julio de 1992, cuando en un encuentro partidario en Cosquín había asegurado que el tiempo del ajuste había quedado atrás y que era necesario salir de la etapa monetarista para poner el acento en lo productivo. Ese día, el gran privatizador Roberto Dromi –que figuraba como orador después del entonces intendente– había sorprendido al auditorio con una pregunta: “Después de este, ¿quién es capaz de hablar?”. Poco después, como parte de una historia circular, Grosso empezaría a tener dificultades en los recién creados tribunales federales y su carrera entraría en zona de turbulencia.

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