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caballero -dijo el posadero casi más asombrado de la pregunta que lo había estado en el silencio-. Yo soy, en efecto, Gaspar Caderousse, para serviros.

      -¿Gaspar Caderousse? Sí, creo que ésos son el nombre y el apellido. ¿Vivíais en otro tiempo en la alameda de Meillán, en un cuarto piso?

      -Precisamente.

      -¿Y ejercíais el oficio de sastre?

      -Sí, pero no prosperaba, y además -añadió para justificarse-, como hace tanto calor en ese demonio de Marsella, creo que acabarán por no vestirse. Pero, a propósito de calor, ¿no queréis refrescar, señor abate?

      -Sí. Dadme una botella de vuestro mejor vino y seguiremos hablando.

      -Como queráis, señor abate -dijo Caderousse.

      Y para no perder la ocasión de despachar una de las últimas botellas de vino de Cahors que le quedaban, Caderousse se apresuró a levantar una trampa practicada en el pavimento de esta especie de cuarto bajo, que hacía las veces de cocina y de sala. Cuando volvió a aparecer al cabo de cinco minutos, encontró al abate sentado sobre un banquillo, con el codo apoyado sobre una mesa larga, mientras que Margotín, que parecía haber hecho las pares con él, al oír que contra la costumbre este viajero iba a tomar algo, apoyaba su hocico sobre el muslo de aquél, y le dirigía una lánguida mirada.

      -¿Estáis loco? -preguntó el abate a su posadero, mientras éste ponía delante de él la botella y un vaso.

      -¡Ah! Dios mío, sí, solo, o poco menos, señor abate, porque tengo una mujer que no me puede ayudar en nada, a causa de hallarse siempre enferma: ¡pobre Carconte!

      -¡Ah! ¡Estáis casado! -dijo el sacerdote con cierto interés y echando a su alrededor una mirada que parecía expresar la lástima que le inspiraba la pobreza de aquella habitación.

      -Adivináis que no soy rico, ¿no es verdad, señor abate? -dijo Caderousse sonriendo-. Pero ¿qué queréis? No basta ser hombre honrado, para prosperar en este mundo.

      El abate clavó en él una mirada penetrante:

      -Sí, señor: honrado, puedo vanagloriarme de ello, caballero -dijo el posadero, arrostrando la mirada del abate, poniendo una mano sobre el corazón y mirándole de pies a cabeza-, y en estos tiempos, no todos pueden decir otro tanto.

      -Tanto mejor, si de lo que os jactáis es cierto -añadió el abate- porque tarde o temprano, yo estoy firmemente convencido de que el hombre de bien será recompensado, y el malo, castigado.

      -Vos debéis decir eso, señor abate; vos debéis decir eso -replicó Caderousse con una expresión amarga-, pero uno es dueño de creer o no creer lo que decís.

      -Hacéis mal en hablar así -repuso el abate-, porque acaso muy en breve voy a ser yo mismo una prueba de lo que pronostico.

      -¿Qué queréis decir? -preguntó Caderousse asombrado.

      -Quiero decir que es necesario que me asegure de si sois vos el que yo busco.

      -¿Qué prueba queréis que os dé?

      -¿Habéis conocido en 1814 o en 1815 a un marino que se llamaba Dantés?

      -¡Que si lo he conocido! ¡Que si he conocido a ese pobre Edmundo! Vaya, ya lo creo, como que era uno de mis mejores amigos -exclamó Caderousse, cuyo rostro se cubrió de una tinta purpúrea, mientras que la mirada fija y tranquila del abate parecía dilatarse para cubrir enteramente a aquel a quien interrogaba.

      -Sí, me parece que, en efecto, ése era su nombre.

      -¡Que si se llamaba Edmundo! Bien lo creo, tan cierto como yo me llamo Gaspar Caderousse. ¿Y qué ha sido de ese pobre Edmundo? -continuó el posadero-. ¿Lo habéis conocido? ¿Vive aún? ¿Está libre? ¿Es dichoso?

      -Ha muerto más desesperado y más miserable que los presidiarios que arrastran su cadena en el presidio de Tolón -respondió el abate.

      Una mortal palidez sucedió en el rostro de Caderousse, al vivo encarnado que se había apoderado antes de él; volvióse, y el abate vio que enjugaba una lágrima con su pañuelo.

      -¡Pobrecillo! -murmuró Caderousse-. ¡Y bien! Ahí tenéis una prueba de lo que yo os decía antes, señor abate, que Dios sólo es bueno para los malos. ¡Ah! -continuó Caderousse con ese lenguaje particular a los naturales del Mediodía-, este mundo va de mal en peor. Llueva pólvora dos días y fuego una hora, y acabemos de una vez.

      -Al parecer amabais a ese muchacho de corazón, ¿no es verdad? -preguntó el abate.

      -Sí, mucho -dijo Caderousse-, aunque tenga que echarme en cara el haberle envidiado por un momento su dicha. Pero, después, os lo juro a fe de Caderousse, compadezco su deplorable suerte.

      Hubo una pausa, durante la cual la mirada fija del abate no cesó un instante de interrogar la fisonomía movible del posadero.

      -¿Y vos le habéis conocido? -continuó Caderousse.

      -He sido llamado a su lecho de muerte para procurarle los socorros de la religión -respondió el abate.

      -¿Y de qué ha muerto? -preguntó Caderousse con una angustia mortal.

      -¿De qué se muere en la prisión, cuando se muere a los treinta años, sino de la prisión misma?

      Caderousse se enjugó el sudor que corría por su frente.

      -Lo que más me sorprende en todo esto es que Dantés, en sus últimos momentos, me juró por el Santo Cristo, cuyos pies besaba, que no sabía la verdadera causa de su cautiverio.

      -Es verdad, es verdad -murmuró Caderousse-, no podía saberla, no, señor abate, el pobre muchacho no mentía.

      -Por consiguiente me encargó que descubriese la causa de su desgracia, que él no pudo descubrir, y vindicara su buen nombre, por si acaso había sido mancillado.

      Y la mirada del abate, cada vez más fija y más penetrante, devoró la expresión casi sombría que se había pintado en el rostro de Caderousse.

      -Un rico inglés -continuó el abate-, compañero suyo de infortunio, y que salió de la cárcel al verificarse la segunda restauración, poseía un diamante de un valor inmenso, y habiéndole cuidado Dantés como un hermano, en una enfermedad que tuvo, quiso darle una prueba de reconocimiento y le dejó el diamante.

      En lugar de servirse de él para seducir a los carceleros que, por otra parte, podían tomarlo y después hacerle traición, Edmundo lo conservó siempre preciosamente para el caso de que saliese en libertad, porque si llegaba a salir, su fortuna estaba asegurada con sólo la venta de aquel diamante.

      -¿Y, era como decía -preguntó Caderousse con los ojos inflamados por la codicia-, un diamante muy valioso?

      -Todo es relativo -replicó el abate-. Lo era para Edmundo: estaba tasado en cincuenta mil francos.

      -¡Cincuenta mil francos! -dijo Caderousse-. ¡Entonces sería tan grueso como una nuez!

      -No, pero poco le faltaba -dijo el abate-. Pero vos mismo vais a juzgarlo porque lo tengo conmigo.

      Caderousse pareció buscar bajo los vestidos del abate el depósito de que hablaba. Éste sacó de su bolsillo una cajita de tafilete negro, la abrió e hizo brillar a los ojos atónitos de Caderousse la deslumbrante maravilla, montada en una sortija de un trabajo admirable.

      -¿Y esto vale cincuenta mil francos? -preguntó Caderousse.

      -Sin el engaste, que vale otro tanto -dijo el abate.

      Y cerró la cajita y volvió a colocar en su bolsillo el diamante que, no obstante, continuaba brillando en el pensamiento de Caderousse.

      -Pero ¿cómo es que poseéis ese diamante, señor abate? -preguntó Caderousse-. ¿Os ha hecho Edmundo heredero suyo?

      -No, pero sí su ejecutor testamentario: Yo tenía tres buenos amigos y una muchacha con quien estaba para casarme -me dijo-, los cuatro, estoy seguro, sintieron mi suerte amargamente;

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