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y Judea.

      Las inscripciones del palacio contenían una crónica de las conquistas, sitios y logros reales. En los relieves aparecían monarcas y dioses que parecían estar vivos, como si estuvieran adelantándose para interrogar a los visitantes intrusos. Muchos de los relieves de Kuyunjik se exhiben en el Museo Británico actualmente, y yo siempre descubro algo cuando visito el museo y los veo. El tallado es impresionante. Uno de los conjuntos de relieves muestra a casi 300 trabajadores arrastrando a un toro gigante con cabeza humana de una balsa en el río al palacio. Un hombre sentado sobre un caballo a un costado del toro da las órdenes. Mientras tanto, el rey supervisa la labor desde su carro, bajo una sombrilla.

      El descubrimiento más sensacional de Layard ocurrió cuando descubrió el sitio y captura de una ciudad desconocida —desconocida hasta que se descifraron las inscripciones cuneiformes que la acompañaban en la década de 1850 (véase capítulo 5)—. Los relieves eran su preocupación principal, los hallazgos pequeños, a menos que tuvieran valor comercial, no eran de su interés.

      Las excavaciones de vez en cuando hallaban una tablilla de barro con inscripciones cuneiformes, pero muchas de ellas se hacían polvo, pues no estaban cocidas y eran frágiles. Después, Layard topó con lo más preciado, aunque le llevó un tiempo darse cuenta de que lo había hecho. Casi al final de la excavación, recogió con la pala cientos de tablillas de barro en seis cajas. Estas formaban parte de la biblioteca real y resultaron ser de sus descubrimientos más importantes. Después de las excavaciones de 1850, envió más de cien cajas por el río Tigris.

      Tras un intento de excavación infructuoso en Babilonia y otro en una ciudad primigenia del sur (que falló porque sus métodos eran demasiado toscos para tratar con ladrillo sin cocer), Layard volvió a su patria.

      El Museo Británico posee muchos dibujos de Layard, el único registro de hallazgos que no pudo enviar. Tenía el gran instinto arqueológico para lo importante y no para lo trivial; y, como Giovanni Belzoni, tenía suerte para los descubrimientos que lo llevaban a los palacios reales y a encontrar hallazgos sensacionales. Pero aparentemente sus métodos eran muy bruscos y se perdían muchas cosas. No fue hasta medio siglo después cuando los académicos alemanes convirtieron las excavaciones de Grecia y Mesopotamia en una disciplina científica (véase capítulo 20).

      Layard es una persona difícil de descifrar, pero definitivamente tenía una personalidad apresurada, era un excavador despiadado en la búsqueda de descubrimientos deslumbrantes. Cavó ciudades enteras con solo uno o dos asistentes europeos y cientos de trabajadores locales. A fin de cuentas, lo único que le interesaba era la fama y los hallazgos espléndidos para el Museo Británico.

      Sin embargo, realmente destacó por lo bien que se llevaba con los lugareños; se hizo amigo de muchos, algo inusual entre los arqueólogos. A juzgar por su escritura elocuente y sus fluidas descripciones, Austin Henry Layard era tan aventurero como arqueólogo. Pero sí fue él quien llevó a los asirios bíblicos bajo los focos y demostró que gran parte del Antiguo Testamento está basada en hechos históricos. La descodificación de la escritura cuneiforme pronto dio mayor importancia a sus hallazgos (véase capítulo 5). Agotado con la exigencia de sus excavaciones y harto de los constantes problemas para conseguir financiación, Layard renunció a la arqueología a los treinta y seis años. Cambió de rumbo y se volvió político, después diplomático, un empleo en el que se beneficiaron de su experiencia para tratar con personas de otras culturas. Más tarde se convertiría en embajador británico en Constantinopla, uno de los puestos diplomáticos más importantes en Europa en ese momento. Nada mal para un arqueólogo aventurero.

      5

      TABLILLAS Y TÚNELES

      Incluso durante la década de 1840, la arqueología siempre ha sido mucho más que excavar en busca de civilizaciones perdidas. Layard realizó descubrimientos asombrosos en Nimrud y Nínive, pero trabajó con grandes dificultades, pues no podía leer las inscripciones que acompañaban los espectaculares relieves tallados en los muros de los palacios asirios. ¿Quiénes eran estos poderosos monarcas que fueron a la guerra, sitiaron ciudades y erigieron leones con cabeza y pecho humanos en las puertas de sus palacios? El joven excavador era consciente de estos problemas, pero no tenía conocimientos de lenguas antiguas. Necesitaba que alguien supiera leer las inscripciones del muro y los pequeños escritos de las tablillas de arcilla que salían de su zanja. En el primer libro que publicó, Nínive y sus restos, proclamó que Nimrud era la Nínive antigua, pero había sido solo una suposición y estaba a punto de demostrarse que estaba equivocado.

      La investigación en el montículo Kuyunjik y en Nimrud rondaban su cabeza, y la de Henry Rawlinson, un diplomático británico en Bagdad. Henry Creswicke Rawlinson (1810-1895) era un jinete extraordinario, un tirador de puntería y un hábil lingüista. Se unió al ejército de la India a los diecisiete años como oficial en la gendarmería de Bombay. Rawlinson hacía grandes esfuerzos por aprender hindi, persa y otras lenguas.

      En 1833, formó parte de una misión militar con base en la ciudad kurda de Kermanshah, donde encontró tiempo para cabalgar hacia la inscripción grabada en la pared de un acantilado de Behistún. El rey Darío el Grande de Persia (550-486 a.C.) había ordenado esculpir un inmenso relieve tallado que cubriera los 111 metros cuadrados de toda la pared rocosa, suavizada y pulida de Behistún. Una enorme figura de Darío se erige triunfante sobre Gaumata, un rival por su trono en el año 522 a.C., a 90 metros del suelo. Tres inscripciones en persa antiguo, elamita (una lengua hablada en el sudoeste de Irán) y en babilonio anuncian su triunfo.

      Al igual que sus antecesores, Rawlinson se dio cuenta de que estas inscripciones aparentemente inaccesibles en un risco de caliza eran la piedra de Rosetta de Mesopotamia. La escritura en persa antiguo, que era alfabética, había sido descifrada en 1802. Escaló el risco y copió todas las inscripciones, pero los textos babilónicos y elamitas estaban en un profundo abismo. Rawlinson preparó un andamio improvisado, arriesgó su vida y se colocó muy arriba para hacer copias del texto elamita.

      Las responsabilidades militares de Rawlison eran muy apremiantes y le dejaban muy poco tiempo para los textos, de tal manera que su investigación no avanzó hasta el momento en que obtuvo un puesto diplomático en Bagdad, hacia 1843. Su nuevo puesto le permitía pasar más tiempo con la escritura cuneiforme y hacer más copias más precisas de Behistún. Se puso en contacto con otras personas que investigaban la escritura cuneiforme; por ejemplo, Edward Hincks, un sacerdote rural de Irlanda, y Jules Oppert, un lingüista francoalemán. Ellos tres fueron los artífices de la descodificación.

      El gran avance llegó en 1847, cuando Rawlinson emprendió su tercer viaje a Behistún para copiar las inscripciones babilónicas aún inaccesibles. El joven kurdo, ágil como una cabra montesa, colgó algunas cuerdas de estacas y se abrió camino sobre el risco. Después, improvisó un asiento con soporte para sentarse y presionó papel mojado contra la escritura tallada. El papel se secó en moldes que podían usarse para copiar los símbolos. Con las inscripciones completas, Rawlinson pudo usar la traducción persa para descifrar el texto babilónico.

      Su investigación ahora se extendía a las inscripciones que encontró Layard en Kuyunjik y Nínive. Mientras Rawlinson inspeccionaba los relieves de los muros en el palacio del rey Senaquerib, identificó el sitio y captura de una ciudad. Un enorme ejército asirio acampa frente a las murallas de una ciudad. Los soldados pelean y se abren camino a las fortificaciones. A pesar de su feroz resistencia, la ciudad cae. El rey Senaquerib se sienta en el trono y somete a juicio a los ciudadanos derrotados que pasan a ser esclavos. Rawlinson podía leer la inscripción de la historia: «Senaquerib, el poderoso rey de Asiria, se sentó en el trono mientras el botín de Laquis pasaba ante él». Esto era sensacional —el sitio de Laquis en el año 700 a.C. está narrado en el segundo Libro de los Reyes, en la Biblia.

      Los londinenses acudieron en masa a ver los relieves cuando llegaron al Museo Británico, los cuales todavía se exhiben allí actualmente y merece mucho la pena visitarlos. Todos estos descubrimientos

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