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agradable aspecto, y no le faltaba inteligencia; mucho lo había amado su mujer, pero él hubo de observar tal comportamiento con ella que la vizcondesa concluyó por profesarle el más completo desprecio. Sentía hacia su marido, sin embargo, una especie de lástima, y aun se prestaba a la singular manía en que últimamente aquél había dado revelando a su propia mujer, sus pérdidas al juego, sus desventuras amorosas, su naufragio moral, y cómo le eran indispensables las mujeres para consolarse de las traiciones del juego, y el vino para olvidar las femeninas veleidades. Se dirá que en escucharlo probaba su mujer paciencia de santa, pero hay de entre aquéllas algunas que merecen ser canonizadas.

      La señora de Aymaret tenía dos hijos de este indigno marido, dos hijos que fueron su consuelo y en los cuales cifraba todas sus afecciones. Era una de esas raras mujeres que el marqués de Pierrepont hubiese seriamente amado; la habría amado por sus suaves encantos, por un no sé qué de luminoso que orlaba su blonda cabeza, por la gracia de su aristocrático marchar, por la tierna claridad de sus tiernos ojos, que como los de Enriqueta de Inglaterra, parecían estar siempre pidiendo besos. Y todavía aún la hubiera amado porque era honrada, por ese atractivo inexplicable que para todo humano inmortal tiene el prohibido fruto; la habría también amado por un impulso de generosa simpatía, porque mejor que a nadie eran notorias a Pedro las íntimas tristezas de la vizcondesa. Miembro del mismo club que de Aymaret, había visto más de una vez a su consorte, en los comienzos de su matrimonio, venir a buscarlo en la mañana enrojecidos los ojos por las lágrimas y el insomnio.

      En resumen, procuró al principio el vizconde consolarla, sin alcanzar su objeto; muy admirado de su previsto fracaso, acabó por aceptar francamente su situación, ese hombre de mundo, contentándose con esa especie de reservada amistad que le ofrecía su adorable cónyuge. Desde ese día, continuaron tratándose bajo el pie del confiado compañerismo, fácil, y no exento de cierta ironía.

      La señora de Aymaret, que era grande entusiasta por las artes, sentía viva admiración por los talentos de Jacques Fabrice. Poseía la vizcondesa algunas acuarelas que databan de los primeros tiempos del pintor, verdadero tesoro de cuya propiedad considerábase orgullosa. La llegada del artista a los Genets despertó en ella ardiente curiosidad, y le gustó el hombre por su modesto continente y su grave melancolía. Constantemente preocupada de la situación penosa y precaria de su amiga Beatriz, recordaba ella que antes de los desastres de la familia de Sardonne, había demostrado aquella joven serias aficiones por la pintura a la acuarela, y la señora de Aymaret se dijo que Fabrice podría darle algunas lecciones durante su residencia en los Genets, alentando al mismo tiempo sus naturales disposiciones y dando así vida a sólidas aptitudes que podrían asegurar tal vez a la huérfana una existencia independiente en lo futuro. Beatriz, a pesar de su amargo desapego a todo, aceptó la idea con algún interés.

      —Pero—objetó a su amiga—, ¿cómo pedir semejante favor a ese caballero?... Yo nunca me atreveré.

      —Podrías—replicóle la vizcondesa—rogar al señor de Pierrepont que se encargara de hablarle.

      —No—dijo Beatriz—; el señor de Pierrepont podría disgustar a su tía dando ese paso.

      —No me parece que la epidermis del marqués sea tan delicada por lo que se refiere a manías de la baronesa... Por otra parte, nada nos obliga a desenvolver a Pedro nuestro plan de operaciones... Es natural que tú procures perfeccionar tus conocimientos cuando la ocasión se te presente... ¿Quieres que yo le hable al marqués?

      —Me harías un gran favor.

      El mismo día que ocurrió esta conversación, la banda de invitados fue a visitar cierta estación termal próxima a los Genets. Pierrepont se había quedado en el castillo pretextando una ocupación cualquiera, y como la señora de Aymaret saliese del parque para volver a los Loges, atravesando el vecino bosque, advirtió que Pedro se hallaba desatando una canoa junto al estanque que alimentaba el riachuelo del parque.

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