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¡mire usted que algunas mañanas en el almuerzo!

      —¡Algunas mañanas! ¡Y peor algunas noches!

      —¿Cómo así?—preguntó Eva.

      —Pero, querida, mía, ¿no sabe usted las causas de sus desavenencias?... El señor de Laubécourt tiene pasión por los niños, en tanto que a la señora la horrorizan... y tiene razón, a mi entender.

      —¡Oh! ¿por qué, amada mía?

      —Primero, porque nada hay más incómodo ni más enojoso que esos muñecos para una mujer que ama la sociedad... segundo, porque cuando se es bonita desea conservarse el mayor tiempo posible... y los niños, es sabido, son los verdugos de la belleza.

      —No comprendo, Mariana, ¡a mí me parece...!

      Aquí Mariana bajó la voz para responder, y pareció como que explicaba algún trascendental misterio a su amiga, quien enrojeció ligeramente.

      —Ahora me explico—manifestó ésta con aire pensativo—por qué el señor de Laubécourt tiene un aspecto de tanta tristeza.

      —¡Si no fuera más que tristeza!... pero es que casi todas las noches, en su cuarto, pasa con su mujer escenas terribles.

      —¡Ya lo creo! ¡hay de qué! ¿Y qué es lo que aquélla le responde?

      —Le responde... le responde... ¡chito!—concluyó Marianita.

      Al decir esto las dos rompieron en una carcajada, y como la campana anunciara el almuerzo, se alejaron en dirección al comedor.

      Aún no se habían perdido de vista, cuando Fabrice, que durante el sorprendido curioso diálogo cambiara con Pierrepont frecuentes y edificantes miradas, le preguntó a éste con la calma que le era habitual.

      —¿Quién es esta expeditiva señora, esta preciosa Mariana?

      —Mi buen Fabrice—dijóle el marqués—, no es una señora, es una señorita.

      —¡Diablo!—replicó vivamente el pintor—. ¿Y la otra... Eva?

      —Es su institutriz.

      —¡¡Dia...blo!!—acentuó Fabrice con energía.

      Y volvió tranquilamente a preparar su paleta.

      —Como hoy mismo voy a presentarte a esas inocentes, sería inútil ocultarte que tan aventajada criatura es la señorita de la Treillade, y no parece de más advertirte que esta mañana precisamente, me la recomendaba, mí tía cual un modelo de todas las virtudes... Verdad es que añadía que era muy instruída... en lo que, como has visto, no se equivocaba... Cuando pienso que tal vez me hubiera decidido por ella, siento escalofríos... Ahora comprenderás por qué razón he prescindido de todos los principios de la delicadeza ante la idea de darme exacta cuenta sobre los principios de esa señorita... Diríase que la suerte me ha presentado la ocasión de juzgarla... Te aseguro que no me arrepiento de mi falta... ¡Vamos a almorzar!

       Índice

      la vizcondesa de aymaret

      El primer impulso de Pierrepont fue ir a contar en caliente a la baronesa la instructiva conversación que acababa de sorprender, entre la que aquélla llamaba su joya predilecta y la digna institutriz de tal encanto; pero, después de haber reflexionado un poco, prefirió aplazar la modificación, reservándola como un argumento dilatorio para el día en que la señora de Montauron lo empujase de nuevo a resolverse en definitiva. Atormentado por dudas de que el lector conocerá pronto la causa real, si ya no es que la haya adivinado, el joven marqués, en sus indecisiones, deseaba ante todo ganar tiempo. Continuó, pues, durante aquel día y los sucesivos, tomando parte activa en las distracciones de la bulliciosa colonia que habitaba los Genets, haciendo creer a su tía que se ocupaba a través de juegos y de risas, en profundos estudios y maduras observaciones acerca del carácter de aquellas señoritas, quienes, en realidad, lo tenían sin cuidado.

      Entretanto, el retrato de la señora de Montauron adelantaba poco a poco. Las sesiones artísticas se tenían en el salón blanco, y después de la interesada y del pintor, únicamente Beatriz asistía a ellas; pero autorizado por su competencia en materias artísticas, solía el marqués introducirse tal cual vez en el santuario, aparentando seguir con el más vivo interés el trabajo del pintor, quien pudo advertir con ese motivo las respetuosas atenciones que Pedro demostraba siempre a la lectriz de su tía. Era el único de entre los huéspedes del castillo que la tratase de igual a igual; todos los demás, con especial las señoras, tomaban ejemplo de la baronesa, para afectar con la pobre Beatriz aires de fina superioridad o de desdeñosa protección. Fabrice notó que aquella parte más penosa en las funciones de la lectriz las prevenía Pierrepont con el mayor cuidado; él era quien se levantaba para acercar el taburete, colocar un cojín, abrir una ventana, llamar un criado, desviviéndose, en fin, por satisfacer los caprichos sin número de una anciana señora enfermiza, nerviosa, y de un tan imperioso, cuanto superlativo egoísmo. Pero la baronesa parecía preferir con mucho los servicios de la señorita de Sardonne a los de su sobrino.

      —Muy bien, Pedro... mucho te lo agradezco... y Beatriz también, supongo... aunque te diré con franqueza que los hombres tienen la mano demasiado pesada para estos delicados menesteres... no hay como Beatriz para arreglarme los cojines sin molestarme... ¿No es verdad, señor Fabrice?... Además, hijo mío, no quiero monopolizarte... tú eres aquí un poco dueño de casa... y te debes a mis huéspedes, que son también los tuyos... Anda, pues, con ellos... anda... ¡dame gusto!... anda.

      De todas las amigas de infancia de Beatriz, una sola, mayor que ésta en dos o tres años, le había quedado obstinada y tiernamente fiel. Esa amiga era la vizcondesa de Aymaret, prima de la señorita de La Treillade, cuya linda calumniadora había perfidamente asociado el nombre de aquélla con el del marqués de Pierrepont, en su crónica escandalosa. La señora de Aymaret habitaba el verano la pequeña posesión de las Loges, situada a dos kilómetros, poco más o menos, de los Genets. En el campo como en París, dejaba raras veces pasar una semana sin ir a ver a Beatriz, arrostrando denodadamente para llenar tan sagrado deber de amistad, las temibles iras de la señora de Montauron, quien temía, juzgando por varias apariencias, que la amable persona no viniese a ser un obstáculo para el deseado casamiento de su sobrino.

      Pierrepont, que tal vez sin motivo no tenía muy alta opinión de las femeninas virtudes, alababa con calor las de la señora de Aymaret, de lo que la baronesa venía a deducir, con mundana lógica, que era su amante.

      Sea como quiera, es lo cierto, que la vizcondesa de Aymaret constituía para la señorita de Sardonne, tan sola, tan abandonada, un consuelo y una confidente de impagable precio: sólo delante de ella abandonaba alguna vez Beatriz su máscara impasible dejando correr sus lágrimas... Y, sin embargo, aun para ella guardaba su corazón un secreto. Cierto día, habiéndola encontrado la vizcondesa en su alcoba deshecha en llanto a consecuencia de una de esas humillantes escenas que la señora de Montauron no le evitaba, rogóle vivamente su amiga que abandonase el servicio de la vieja dama, aceptando un asilo en su propia casa. Beatriz titubeó al pronto, pero después de un momento de reflexión respondióle abrazándola:

      —¡Qué buena eres!... ¡Cuánto te lo agradezco!... pero excúsame... soy todavía, a pesar de todo, demasiado altiva, para aceptar casa y mesa por pura caridad... Aquí al menos sirvo para algo... tengo deberes... presto algunos servicios, gano mi pan... en tu casa no sería otra cosa, al fin, que una parásita.

      Como su amiga procurase afectuosamente vencer sus escrúpulos, Beatriz le replicó sonriendo tristemente...

      —¡Y además, tu marido me haría la corte!

      La señora de Aymaret, que conocía bien a su consorte y que lo sabía capaz de violar sin escrúpulo alguno las santas leyes de la hospitalidad, inclinó con dolor la cabeza y no insistió.

      El vizconde de Aymaret hubiera deseado,

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