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no tengo necesidad ni del uno ni del otro.

      —¿Permite usted que los modelos hablen durante la sesión? ¿No incomoda a usted eso?

      —Todo lo contrario, señora; así se me ofrecerá la ocasión de darme más exacta cuenta de la fisonomía.

      —¡Tanto mejor!... soy por naturaleza muy habladora... ¿no es verdad, Beatriz?

      —Yo no me quejo, señora—dijo Beatriz sonriendo débilmente.

      —¿Ve usted, señor? no se queja pero asiente.

      El piafar de los caballos acompañado de un tumulto de risas y de voces anunció que la cabalgata estaba de vuelta. Tres o cuatro hermosas jóvenes se apearon, sosteniendo con sus manos las colas de sus vestidos, que por aquellos tiempos se tenía el buen gusto de llevar más largos que ahora, y presentaron sus frentes a los besos de la baronesa, mientras que otras en cortos y ligeros trajes de mañana se precipitaron detrás de las primeras, agitando con triunfal aire diminutas redes que esparcieron por el salón acre olor a pescado y a fango.

      —¡Jesús, hijas!... ¡Qué perfume!... ¡Qué horror!—exclamó la baronesa—. Beatriz, en seguida mi tarro de sales; luego, que estas señoritas te den sus redes y llévalas a la cocina.

      —Perdone usted, tía—dijo el marqués de Pierrepont, tomando vivamente aquellos artefactos—; las voy a llevar yo.

      Fabrice, grande observador, por instinto y profesión, advirtió al momento que la lectriz palideció ligeramente y que por contrario efecto se encendieron las mejillas de la baronesa.

      Llevadas por Pedro las redes a la cocina, acompañó después a Fabrice a sus habitaciones, pero antes de quedarse éste en ellas díjole al marqués:

      —Dime, Pedro, ¿quién es esa señorita que leía el diario a tu tía?

      —Una parienta, la señorita de Sardonne. Una pobre huérfana que mi tía ha recogido.

      —Nunca me habías hablado de ella.

      —No... phs... es posible... No ha habido ocasión... ¿Te parece bonita?

      —Interesante.

      —Sí... ¿no es verdad?... pobrecilla... He aquí tu instalación, he aquí tu celda, amigo Fabrice.

      Y diciendo esto lo introducía en un pequeño departamento compuesto de saloncito y dormitorio, cuya comodidad y buen gusto ponderó mucho Fabrice, dejando en seguida a éste que se vistiera para comer.

      Durante la velada, el pintor, a quien Beatriz cada momento más enamoraba a causa de su melancólica hermosura, de sus actitudes de reina en cautiverio, ensayó de interrogar de nuevo a Pierrepont sobre los antecedentes, la situación y el carácter de tan misteriosa y atractiva persona, pero no insistió como advirtiera en las breves respuestas de Pedro que este punto de conversación era para el marqués, si no desagradable, al menos decididamente tedioso.

      —No te ocupes de la lectriz de mi tía—decía riéndose a Fabrice—. Sé amable conmigo y atiende a esas señoritas... Ven, te voy a presentar, estúdialas con detenimiento y dame luego cuenta de tus impresiones... Desde todo punto de vista mi confianza en tu buen gusto y en tu penetración es absoluta... Así me ayudarás en esa elección terrible a que por fuerza tengo que decidirme para no enajenarme la buena voluntad de mi tía... Ya ves que ha llamado a concurso de toda la Europa y ambas Américas... Es necesario, pues, que no trabaje para el obispo... Procura, mi buen Fabrice, leer en lo ojos y en los corazones de esas jóvenes esfinges... Si un pintor no es gran fisonomista, ¡qué diablo! ¿quién puede serlo?

      —Querido Pedro—respondió Fabrice—, no podías haber hecho peor elección. Ignoro si mis compañeros de profesión se me parecen a este respecto... En cuanto a mí, soy un fisonomista detestable y estoy firmemente persuadido de que mis diagnósticos psicológicos resultan siempre falsos... Te juro que nunca puedo penetrar a fondo en el alma de las personas cuyos retratos hago... les presto, verosímilmente, multitud de pensamientos y pasiones; de virtudes y vicios a que ellos son de todo punto ajenos. Fíjate, para comprender esto que te digo, en lo que pasa en nuestros talleres: cantantes de café-concierto nos proporcionan cabezas de vírgenes... muchachuelas incapaces de coordinar dos ideas vienen a resultar el tipo de una de las musas... viejos pillastres de la más baja ralea conviértense en santos y en apóstoles... Y es que todas estas fisonomías son para nosotros meramente subjetivas. No vemos en ellas más que lo que nosotros les ponemos de nuestra cosecha; no sirven para otra cosa sino para fijar un poco la fugitiva, la indecisa idea... Desengáñate, tanto los artistas como los poetas, son los más cándidos de entre los hombres y los peores jueces que pueden encontrarse para establecer correlación entre lo físico y lo moral, porque no pintan lo que realmente ven, sino lo que creen ver a través del prisma de su imaginación... No pintan lo natural, sino según el natural, lo que no es lo mismo.

      —Pero, entonces, ¿cómo hay parecido?—pregunto Pierrepont.

      —Ahí tienes lo curioso; hay parecido y más que parecido, porque reproduciendo fielmente las líneas de una cara, por ejemplo, transfiguran su expresión... Porque, mira, no hay un rostro humano que no tenga su nota poética, su faceta luminosa: la cuestión es dar con ella, encontrarla... pero no busques esa nota, esa faceta en el alma del modelo... allí no existe... donde está es en el ojo del pintor, del propio modo que por lo general todas las gracias de una amante están menos en ella que en la vista de su enamorado. Así, pues, Pedro, no cuentes con mis luces para guiarte en tus delicadas maniobras... temería extraviarte... Pero esto no quiere decir que no me presentes a esas señoritas, aunque te aseguro, aquí entre nosotros, que me dan miedo... Solamente lo que sí te suplicaría es que lo dejases para mañana... esta noche me siento... así... pesado... Me parece que los excelentes vinos de tu tía se me han ido un poco a la cabeza, lo que explica la conferencia de estética que con tanta crueldad te he disparado, crueldad que, por otra parte, tú sabes que no es en mí consuetudinaria... Tú sabes también que detesto charlar sobre mi arte, y no ignoras cuál es la divisa que yo desearía ver escrita en la puerta de todos los talleres: «Trabaja y calla».

      Estas palabras dichas, retiróse discretamente Fabrice en el momento que comenzó a bailarse. Su creciente reputación le había abierto de par en par las puertas de los salones y de la alta sociedad parisiense; pero, como la mayor parte de aquellos que nacieron fuera de ese medio y a él llegaron tarde, sentía siempre en el mundo cierta cortedad, cierta inquietud que lo desconcertaba, disgustándolo.

      Al día siguiente, bastante temprano, la señora de Montauron mandó llamar a su sobrino, y cuando éste se presentó a la baronesa, acababa la anciana señora de tomar el desayuno.

      —¿No mal de salud, tía, me parece?

      —No, te he hecho venir tan temprano porque durante el día no estamos nunca solos y quiero hablarte... Siéntate... Principiaré por decirte que no estoy descontenta de tu grande hombre... el pintor... un poco corto, un poco tímido... ¡pero en estos hombres de talento hay siempre un encanto!... Y ahora hablemos de cosas serias... ¿Qué... piensas de matrimonio?... Vamos, ¿qué te han parecido mis niñas?

      —Tía, todavía estoy en el período de... de observación... Esta pléyade de sílfides me causa un cierto embeleso... Usted comprende que es natural.

      —Sí, es natural... Yo no te pido que te decidas inmediatamente... pero, en fin, hace ocho días que vives en la intimidad de ellas... ya habrás sentido alguna impresión... principiará a manifestarse alguna preferencia...

      —Tía, francamente, ocho días es poco tiempo para conocerlas a fondo.

      —Dime, ¿y cuánto necesitas, según tú, para adquirir ese conocimiento?

      —¡Phs!... no sé... algunas semanas, me parece.

      —¡Algunas semanas!—exclamó la baronesa,—. ¡Pobre sobrino mío!... Al paso que vamos necesitarás un siglo, y no por eso estarás más adelantado... Una joven, hijo mío, es lo más impenetrable que hay en el mundo... sólo Dios puede saber lo que será una vez casada... ¡Y aun así!

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