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sus significados y describir muchos de sus objetos del mundo real (p. 7).

      En la coyuntura de 1993, la agenda neoliberal se convierte en el Ecuador en el pivote del proyecto de una reforma económica e institucional del Estado a través de la promulgación de la Ley de Modernización del Estado, Privatizaciones y Prestaciones de Servicios Públicos por parte de la Iniciativa Privada. Como señala Andrade (2009: 23) «la ley buscaba generar un nuevo modelo económico que fuese “estable y duradero”, poniendo fin a la era de ajustes erráticos que le había precedido». La propuesta consistía básicamente en el arranque de un proceso de cambios institucionales, concesiones de servicios públicos a la empresa privada y privatizaciones de bienes y servicios estatales. Bajo este objetivo, la reforma estructural neoliberal en el Ecuador estuvo enfocada inicialmente alrededor de cinco ejes: la privatización, la desregulación, la apertura a la inversión extranjera, la flexibilización y la descentralización del Estado. «Es la noción de “modernización” del Estado el dispositivo ideológico político que el Banco Mundial y las elites más ilustradas y ortodoxas del neoliberalismo, van a utilizar para presionar por la radicalización del ajuste y su transformación en reforma estructural» (Dávalos, 2011: 135). En este contexto, la ley establecía los principios y normas para regular: a) la racionalización y eficiencia administrativa; b) la descentralización, la desconcentración y la simplificación; c) la prestación de servicios públicos, las actividades económicas y la exploración y explotación de los recursos naturales no renovables de propiedad del Estado, por parte de empresas mixtas o privadas; y d) la enajenación de la participación de las instituciones del Estado en las empresas estatales.

      En otras palabras, la reforma emprendida sentaba las bases para un cambio radical de las relaciones entre el Estado, la economía y la sociedad; transformación en la que este cedía su papel de actor empresarial en la economía para asumir funciones mínimas de regulación (Andrade, 2009). Las nuevas relaciones que se pretendían establecer eran «entre un sector público “racionalizado”, con una estructura administrativa relativamente pequeña, más cercana a los actores económicos locales, y un sector privado –por definición racional y eficiente– en expansión» (p. 24). En resumen, hacia inicios de la década de los noventa, el país contaba con todos los ingredientes y dimensiones para emprender y articular la agenda del neoliberalismo: reducción y contracción de las instituciones estatales, privatización de los bienes y servicios públicos y desregulación de áreas sometidas a control estatal.

      Nos recuerda acertadamente Dávalos (2011) que en el Ecuador el proceso neoliberal quedó truncado y no hubo un proceso de privatización de empresas públicas del mismo alcance y profundidad de otros países de la región. Esto por dos razones. La primera, básicamente porque las elites no habían definido un estatuto de hegemonías a su interior y al disputar la privatización de las empresas y recursos nacionales terminaron bloqueándose entre ellas, de ahí que la privatización –desmonopolización– asumiría una forma más sinuosa que la venta directa de activos estatales a determinados grupos de empresarios nacionales o extranjeros (2011: 138). Los principales grupos económicos concentraron sus estrategias en capitalizar las rentas creadas por las incipientes reformas (Andrade, 2009: 80-82). La segunda razón para el debilitamiento del proyecto neoliberal tuvo que ver con las resistencias sociales que pro­vocó el proyecto y que obligó a cambiar las estrategias, las metodologías y los ritmos de aplicación de la reforma estructural. Dos dinámicas de resistencia y de lucha de clases se manifiestan en esa coyuntura: una concentrada en los temas de ajuste fiscal y que reclamaba por las condiciones de vida que se habían deteriorado como consecuencia de las medidas económicas adoptadas por el gobierno. La otra, centrada en temas de desarrollo agrario, especialmente en los intentos de privatizar el agua y las tierras comunales (Dávalos, 2011: 141).

      Así, el desarrollo de una primera fase del neoliberalismo en el Ecuador puede ser visto como el resultado del fenómeno denominado por Polanyi el doble movimiento (2001 [1944]: 79): por un lado el intento de extensión de la organización del mercado respecto a las mercancías genuinas (privatización de bienes y servicios estatales) acompañada de un contramovimiento de resistencia social respecto a políticas que atañen a las mercancías ficticias (flexibilización laboral; privatización del agua, tierras y recursos naturales; y liberalización financiera). En ese contexto se cierra de manera temprana la intensidad de la reforma estructural, en los términos originalmente planteados que, sin embargo, en apenas dos años había logrado avances realmente importantes. A partir de 1996 la crisis económica e institucional empieza a agudizarse y no termina sino después de una década. De todas maneras, durante esta década se consolidan y profundizan los procesos de reformas sectoriales que fragmentarán y desmantelarán al Estado y a la sociedad. En esa coyuntura se produce la crisis financiera, la pérdida de la soberanía monetaria y la continuidad, disfrazada o atenuada, del modelo neoliberal con las leyes de Transformación Económica (Trole I y Trole II), la Ley de Gestión Ambiental y la Ley de Responsabilidad, Estabilización y Transparencia Fiscal.

      2015 marca la segunda gran arremetida del proyecto de neoliberalización en el Ecuador con la promulgación de la Ley Orgánica de Incentivos para Asociaciones Público-Privadas y la Inversión Extranjera. Esta Ley tiene por objeto «establecer incentivos para la ejecución de proyectos bajo la modalidad de asociación público-privada y los lineamientos e institucionalidad para su aplicación; y promover en general la financiación productiva y la inversión extranjera». La figura de «asociación público-privada» es definida como «la modalidad de gestión delegada por la que el Estado, para la provisión de bienes, obras o servicios bajo su competencia, encomienda a un sujeto de derecho privado la ejecución de un proyecto público específico y su financiación, total o parcial, a cambio de una contraprestación por su inversión y trabajo, de conformidad con los términos, condiciones, límites y más estipulaciones previstas en un contrato de gestión delegada». En otras palabras, bajo una nueva fraseología, el proyecto neoliberal se reacomoda y reafirma ante nuevas coyunturas políticas, económicas y sociales. Más allá de los clichés «más mercado menos Estado», el nuevo guion neoliberal abarca un amplio rango de estrategias proactivas del Estado diseñadas para remodelar las relaciones económicas alrededor de una nueva constelación de intereses elitistas, administrativos y financieros. El resultado no es una simple convergencia hacia una monocultura neoliberal que comprendería una serie de políticas de mercado unificadas e integradas, sino un rango de neoliberalizaciones locales (Peck y Tickell, 2002), nacionales y globales mediadas por las instituciones y entre las cuales existen interconexiones y parecidos familiares.

      La idea de las asociaciones público-privadas no es, de ninguna manera, una respuesta local ante la crisis de un modelo económico centrado en la administración (despilfarro) y distribución de la renta petrolera y que se agotó definitivamente al momento del colapso de los precios internacionales del petróleo. Este nuevo ropaje del neoliberalismo es promovido y auspiciado de manera entusiasta desde hace algunos años en varios países de la región por organismos internacionales y multilaterales. Los objetivos de este nuevo recetario neoliberal son claros:

      Está surgiendo en América Latina el interés en intervenciones públicas proactivas más sistémicas, que puedan ayudar al sector privado a superar las restricciones estructurales a la innovación, la transformación productiva y el desarrollo de la exportación. En principio, el cambio de orientación favorable a la aceptación de un Estado más proactivo –intensificado ahora por el impacto de la gran recesión económica mundial de 2008-2009– constituye un paso útil hacia el pragmatismo en la política pública, tras muchos años de preponderancia del fundamentalismo del mercado inducido por el consenso de Washington, en que el Estado se convirtió en un tipo de bien de inferior (Moguillanski y Devlin, 2010).

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