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que esto beneficia a los pueblos locales y al ambiente. Una abrumadora mayoría de estudios demuestran que esta no es una hipótesis válida (Igoe y Brockington, 2007).

      Los esquemas de apropiación verde ignoran sus implicaciones en la alteración de modos de vida de poblaciones locales presentes en los entornos naturales que se consideran marginales en términos de producción de alimentos, pero rentables en términos de conservación (Sullivan, 2008/2009). Las interacciones entre pue­blos, comunidades con su entorno natural son siempre presentadas como «perturbaciones antropogénicas» a una naturaleza estable. Así, las actividades de subsistencia y prácticas agrícolas ancestrales (pastoreo, agricultura) son «satanizadas» al ser consideradas como una causa directa de la degradación ambiental y, en particular, una importante fracción de las emisiones de gases de efecto invernadero. Se ignora que estas actividades son parte inherente de la cultura y modos de vida de poblaciones y, en su lugar, se argumenta de forma cuestionable que ellas están atrapadas en un círculo de pobreza del cual podrían escapar si se presentaran opciones alternativas. Por supuesto que las alternativas están dadas por los espacios que abre la mercantilización de la naturaleza en un mundo globalizado. Así, por ejemplo, el pago por servicios ambientales, al establecer una ecuación entre la satisfacción de las necesidades locales de alimentos, por un lado, y la demanda global por servicios ambientales provenientes de los mismos ecosistemas, por otro, se convierte en uno de los mecanismos privilegiados para escapar de la situación de pobreza. Esta alternativa es planteada entonces en términos de oportunidad de negocios: en lugar de una producción de subsistencia se presiona el desplazamiento del uso del suelo hacia nuevas oportunidades de negocios alrededor de la venta de servicios ambientales para la satisfacción de la demanda de los centros urbanos globales. La mercantilización de la naturaleza convierte los servicios ecosistémicos, en principio de propiedad pública o comunal y de acceso abierto, en mercancías de acceso únicamente para aquellos con poder de compra, institucionalizando un acceso diferenciado a los servicios ambientales en función de la capacidad de pago y exacerbando de esta manera las desigualdades sociales.

      La reparación verde

      Resulta fácil discernir un cambio fundamental reciente en la estructura de las relaciones entre economía y naturaleza. En el siglo xx el ambiente y la naturaleza fueron valorados por lo que ellos ofrecían: ya sea por los recursos o por su «uso sostenible». El léxico dominante fue conservación y sostenibilidad. Mientras la mercantilización de los recursos naturales bajo la forma de extracción y procesamiento ha sido y es percibida como un proceso relativamente claro y directo, alcanzar lo opuesto –mercantilización a través de la conservación, o lo que West (2011) llama «conservación como desarrollo»– requería nuevas maneras de pensar y la puesta en marcha de ingeniosos mecanismos. El problema se presentaba alrededor de la generación de valor a partir de la conservación de los recursos in situ cuando el valor ha sido siempre creado mediante el trasporte de los recursos de su lugar de origen y así ignorar los impactos sociales y ambientales afectados por este desplazamiento (Fletcher, Dressler y Buscher, 2014).

      Es alrededor de esta estrategia que se ha ido construyendo un concepto de escasez, indispensable para el funcionamiento de los mercados, y al que N. Smith lo denomina la «destrucción natural permitida» (2007: 2). Esta idea de destrucción o deterioro ha permitido al capitalismo verde descubrir un nuevo mecanismo de acumulación cuyos principios son claros. El primero, aquel de la equivalencia y compensación asume que un deterioro ambiental en un sitio puede ser compensado por medidas de mitigación en otro y, el segundo, un corolario del anterior, el derecho a seguir contaminado o afectando los ecosistemas mientras se produzca una compensación «equivalente». Bajo este discurso de la naturaleza como un mercado proveedor de servicios aparecen los mercados financieros [véase el epígrafe «La financiarización de la naturaleza», en pp. 187-191] como mecanismo de apertura de nuevos espacios de inversión, comercio y especulación que se requiere para operacionalizar las oportunidades de acumulación que ofrecen la crisis ambiental y el discurso de conservación de la naturaleza (Sullivan, 2013). Lo importante y significativo ya no es la preocupación por la naturaleza, sino los aspectos de ella que pueden ser facturables. El mercado del carbono, o lo que llama Lohmann «el comercio climático basado en un modelo de una mercancía molecular» (2012b: 35) es quizá la más nítida expresión de la «continua dominación ideológica del neoliberalismo, la continua dominación geopolítica de Estados Unidos, la creciente financiarización y el imperativo de excedentes de capital en un momento de retornos decepcionantes de la inversión tradicional». De esta manera, el objetivo de mitigar el calentamiento global ha sido gradualmente transformado en un mecanismo de comercio, las potenciales sanciones por incum­plimiento de compromisos adquiridos se transforman en premios y todo un sistema jurídico internacional en un mercado (Lohmann, 2012b: 35). Como acertadamente señala Castree,

      tiene un buen sentido comercial para las empresas capitalistas externalizar los costos de producción y por consiguiente ser «ecológicamente irracionales»

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