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de la naturaleza[10]. En el siglo xx la preocupación por las áreas protegidas y los parques nacionales era tema de los Estados, organismos de conservación y la comunidad científica. En la actualidad, además del número creciente de actores implicados, lo que es nuevo es su involucramiento en redes capitalistas que operan a lo largo de diferentes escalas con profundas implicaciones para la protección y conservación de la naturaleza. Este proceso implica la restructuración de las reglas y autoridad sobre el acceso, el uso y manejo de los recursos, el establecimiento de nuevas relaciones laborales la definición de relaciones humano-ecológicas que pueden tener profundos efectos alienantes (Brockington y Duffy, 2011; Fairhead, Leach y Scoones, 2013).

      Una segunda forma de despojo verde consiste en la apropiación o control de grandes extensiones de tierra estimulada principalmente por las políticas globales de mitigación del calentamiento global. En el marco del Mecanismo de Desarrollo Limpio, los programas de almacenamiento de carbono, producción de agrocombustibles o desarrollo de proyectos de energías renovables, implican diferentes modalidades de control del suelo con fines de reforestación o conservación de bosques, plantaciones de palma africana, soja o maíz para la producción de combustibles, o simplemente espacio para las instalaciones de energías renovables (solar, eólica e hidráulica).

      A estas tres formas de desposesión añadimos una cuarta, que tiene que ver con la proliferación a escala mundial de parques nacionales, reservas ecológicas o áreas protegidas. La creación de estos espacios de naturaleza ha sido cuestionada desde diferentes ángulos. En algunos casos, la imposición de parques nacionales y reservas ha tenido lugar mediante la criminalización de costumbres y prácticas tradicionales; en otros, a través de la marginación social y política las poblaciones asentadas en las áreas objeto de protección y conservación. Sea cual fuesen los mecanismos, hay que reconocer que el papel de los actores institucionales involucrados a nivel local en el manejo colectivo de ciertos recursos naturales ha sido debilitado o alterado por los nuevos regímenes de «manejo científico» de las áreas protegidas y parques naturales.

      El discurso convencional presenta a los parques y áreas protegidas como propiedad pública (de propiedad y manejada por el Estado), no como una propiedad privada creada a partir de un bien comunal. Más aún, se predica que estas áreas y los ingresos que ellas generan son ostensiblemente destinados para un bien público, en lugar de una ganancia privada. Aquí señalamos una curiosa paradoja. En el caso de parques nacionales y otras áreas que limitan actividades extractivas y de explotación de los recursos, ellas no están siendo mercantilizadas a la manera de una acumulación primitiva, sino por el contrario, al ser el uso del suelo y la producción prohibidos o estrictamente regulados, ellas son aisladas del mercado y es justamente este aislamiento la fuente de ganancias para el capital (Smith, 2007). Aunque la estrategia de parques, reservas o áreas protegidas puede ayudar en el corto plazo al sustento de las poblaciones locales, la pérdida del sentido de propiedad y de pertenencia, así como la negación de la posibilidad de un manejo colectivo de estos espacios constituye un factor negativo en la protección y conservación. Resultados de varias investigaciones demuestran que las comunidades, oficialmente excluidas de sus hábitats de pastoreo, caza y pesca tienden a usar los recursos de estas zonas de una manera menos sostenible (Fairhead, Leach y Scoones, 2013; Leach y Mearns, 1996). Como ellas no perciben un sentido de pertenencia, ellas tratan, cuando se presenta la posibilidad, de explotar al máximo los recursos disponibles. Esto explicaría el descenso de las poblaciones de especies en muchos parques nacionales de África.

      Sostiene D. Harvey que para que los movimientos políticos y sociales tengan algún macro impacto en el largo plazo, ellos deben su­perar la nostalgia de lo perdido y deben estar preparados para reconocer las ganancias positivas que podrían resultar de la transferencia de activos a través de formas limitadas de desposesión. Ellos deben buscar discriminar entre los aspectos progresivos y regresivos de la acumulación por desposesión (2003: 178). Es probable que la observación de Harvey contenga una dosis de verdad. Sin embargo, en contraste con «escenarios prometedores» profusamente publicitados por la conservación neoliberal, un sinnúmero de estudios empíricos revela una realidad diferente. Campesinos guatemaltecos, in­do­nesios o brasileños desplazados por plantaciones forestales o cultivos para agrocombustibles destinados a la compensación del car­bono; comunidades desplazadas en nombre de la protección de áreas ambientalmente sensibles, en Yucatán, Madagascar, Indonesia o Colom­bia; compañías privadas en Sudáfrica, Tanzania o Kenia beneficiarias del «manejo comunitario» de los recursos; comunidades locales en Zanzíbar, Belice o en Colombia (Parque Nacional Natural Tayrona, por ejemplo) desposeídas de sus derechos de acceso a tierras ancestrales en nombre del desarrollo ecoturístico. En muchos lugares de África los métodos y prácticas de una conservación exclusiva continúan desde la época colonial ya sea mediante métodos abiertamente violentos (Serengueti en 1998, la cuenca del río Chinko en la República Centroafricana, la reserva Mkomazi en Tanzania, por citar algunos casos) o, en otros casos, la coerción y violencia están ingeniosamente disfrazadas bajo el discurso de una conservación par­ticipativa y la fórmula milagrosa de «ganador-ganador» (Fairhead, Leach y Scoones, 2013; Kelly, 2011; Reid, 2003; Pleumarom, 2002; Igoe y Brockington, 2007; Higham y Luck, 2007). Estos escenarios son efectivos en movilizar paradigmáticas intervenciones administrativas, pero la mayoría de veces estas intervenciones tienen consecuen­cias sociales y ecológicas nefastas para los pueblos y la conservación.

      Cualesquiera que fueran los impactos del neoliberalismo, el punto importante radica en que sus políticas no benefician automáticamente a las comunidades locales ni a la naturaleza. Se puede aceptar que el neoliberalismo abre nuevos espacios de manera que pueden perjudicar o beneficiar al ambiente, pueden presentar oportunidades o un lastre a las poblaciones locales; sin embargo, al igual que resulta importante entender las condiciones bajo las cuales probablemente puede beneficiar a las comunidades locales y al ambiente, es igualmente importante tener en cuenta que tales beneficios no son una

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