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han servido, al mismo tiempo, para limitar sus posibilidades. El género no es ni la expresión de una esencia ni un ideal al que aspirar; «y porque el género no es un hecho, los diferentes actos del género crean la idea de género y sin estos actos, el género no existiría». El género es, por tanto, una construcción que, por lo general, oculta su génesis. El tácito y colectivo acuerdo para realizar, producir y mantener géneros discretos y polarizados como ficciones culturales se hace invisible ante la credibilidad que inspiran estas producciones, además de por el castigo que acompaña al que no acepta creer en ellos. «Esta construcción aviva nuestra creencia en su naturalidad y necesidad»31.

      Señala Butler que lo que se podría llamar la «sedimentación» de las normas de género produce el peculiar fenómeno que se suele llamar el sexo «natural», el cual da lugar a un conjunto de estilos corporales que, en su forma reificada, aparecen como la configuración natural de los cuerpos en dos sexos que se oponen en una relación binaria. La realización (performance) que requiere el género debe repetirse. Así, ponemos en acto y volvemos a experimentar el conjunto de significados que rodea al género y que está establecido socialmente, a la vez que lo legitimamos. Es cierto que son cuerpos individuales los que ponen en acto estas significaciones, pero no lo es menos que esta puesta en acto es una acción pública, efectuada con el propósito estratégico de mantener el género dentro de este marco binario. Este propósito, aclara Butler, no puede ser atribuido a un sujeto sino, más bien, debe ser entendido bajo la perspectiva de encontrar y consolidar el sujeto.

      Si los atributos del género no son expresivos, sino performativos, estos atributos son los que, efectivamente, constituyen la identidad que se supone que expresan o revelan. La distinción entre expresión y performatividad es crucial. Si los atributos y los actos del género, esto es, los diversos modos en los que el cuerpo produce o muestra sus significados culturales son performativos, no existe entonces una identidad preexistente por la que pueda ser medido ese acto o atributo. No hay actos genéricos verdaderos ni falsos y el presupuesto de una identidad genérica es sólo una ficción reguladora32.

      Butler utiliza el término performativo (que en castellano se podría traducir por «realizativo») tomándolo de J. L. Austin y lo interpreta a la luz de Derrida (para quien la noción de performatividad va unida a la de «cita» y «repetición») y de la noción de «metalepsis» de Paul De Man. Un acto performativo es aquel que crea o pone en acto aquello que nombra y por ello marca el poder constitutivo o productivo del discurso. Cuando las palabras llevan aparejadas acciones o constituyen en sí mismas un tipo de acción, no lo hacen porque reflejen el poder de un deseo o intención individual, sino porque proyectan y se vinculan a convenciones que han cobrado fuerza precisamente a través de una sedimentada reiteración. De modo que la categoría de intención y la noción de hacedor tendrán su lugar, pero ese lugar no será ya el de estar detrás de la acción como su fuente posibilitadora.

      Si el género es performativo, la identidad es meramente la ilusión de una coherencia desmentida por la discontinuidad de gestos, actos y estilos que nos colocan en uno de los dos polos de la sexualidad binaria. Ahora bien, ¿se desprende de ello que no puede haber capacidad de acción racional (agency)? En este punto Butler afirma expresamente que esta capacidad de acción existe. Todas las teorías feministas, señala, parten del supuesto de que es necesario un sujeto prediscursivo, un Yo, para que de él surja la capacidad de acción; para Butler, el Yo se constituye en el discurso.

      Cuando decimos que el sujeto se constituye, ello significa simplemente que el sujeto es una consecuencia del discurso que lo gobierna y que produce el efecto de una identidad inteligible. El sujeto no está determinado por las reglas mediante las que se genera porque la significación no es un acto de fundamentación, sino más bien un proceso regulado de repetición (…) que refuerza estas reglas precisamente porque produce el efecto de que existe una sustancia. En cierto sentido, toda significación tiene lugar dentro de la órbita de una compulsión a repetir; la capacidad de acción («agency») debe localizarse, pues, dentro de la posibilidad de una variación en tal repetición33.

      Es decir, de una repetición subversiva. ¿Y dónde podría efectuarse esa repetición? Si la superficie del cuerpo se representa como lo natural, precisamente es esa superficie la que puede constituirse en el espacio de una disonante y desnaturalizada realización que pone de relieve el estatus performativo de lo que parece natural. Las prácticas de la «parodia», como hemos visto antes, pueden servir para enfrentar el género «natural» con una exhibición hiperbólica, autoparódica, de lo «natural». Butler afirma que el hecho de que el sujeto se construya (o, mejor, se constituya), mediante la resignificación, es decir, mediante la deconstrucción de identidades preexistentes, no excluye la posibilidad de la política feminista, que (al menos, ésta parece ser la idea dominante en Gender Trouble) se basará justamente en fomentar la proliferación de las configuraciones culturales de sexo y género para introducir confusión en el binarismo del sexo y poner de manifiesto su fundamental artificialidad. Así se generará una fluidez de identidades que se abre a la re-significación y a la re-contextualización y que priva a la cultura hegemónica del derecho a dar explicaciones esencialistas de la identidad de género34.

      La teoría de Butler ha suscitado numerosas críticas. Entre ellas, la de la también feminista y lesbiana Sheila Jeffreys, quien critica la visión del género que, en su opinión, Butler comparte con los gays y las lesbianas postmodernos.

      Se trata de un género despolitizado, aséptico y de difícil asociación con la violencia sexual, la desigualdad económica y las víctimas mortales de abortos clandestinos. Quienes se consideran muy alejadas de los escabrosos detalles de la opresión de las mujeres han redescubierto el género como juego. Lo cual tiene una buena acogida en el mundo de la teoría lesbiana-y-gay porque presenta el feminismo como diversión y no como un reto irritante35.

      Las teóricas feministas de los 70 y primeros 80 se refieren al género como algo que puede ser o superado o sobreseído. Pero para Butler el género es «representación» y, consecuentemente, no posee ninguna forma o esencia ideal sino que es tan sólo un disfraz (drag) que usan todos los seres humanos, sea cual sea su orientación sexual. «El travestismo», dice Jeffreys, «es una forma trivial de apropiarse, teatralizar y usar y practicar todos los géneros; toda división genérica supone una imitación y una aproximación». Lo que hace Butler no es eludir el género ni, mucho menos, intentar superarlo; sólo es posible «jugar» con él.

      Jeffreys critica también lo que De Lauretis llamó, ya en 1991, QueerTheory y que Butler ha desarrollado también como política de «transgresión», cuyas raíces se encuentran en Foucault. Si bien al comienzo el término queer pretendía designar la sexualidad de los gays y las lesbianas frente la heterosexualidad (que sería lo «straight», lo correcto), esta concepción fue criticada por Butler y otros autores que veían el peligro de crear una nueva identidad. Hoy el término queer parece denotar un concepto general de transgresión sexual, sea ésta del tipo que sea36. Para Jeffreys esta teoría seduce solamente a los postmodernos, que la consideran la política de la diferencia de los años 90, mientras que para ella no es más que la última argucia del neoliberalismo.

      Desde una perspectiva muy distinta, pero que Butler critica por caer en el esencialismo, Monique Wittig escribió en 1981 un célebre ensayo titulado «One is not Born a Woman», en el que distingue entre «mujer» y «mujeres»37. Mientras el segundo término describe el contenido de unas relaciones sociales específicas, «mujer» es un concepto político. No se basa, como algunas teorías afirman, en la biología, ni describe un grupo «natural» (como ya, treinta años antes, analizara minuciosamente Beauvoir), sino que es una categoría normativa que se utiliza al servicio de la heterosexualidad obligatoria. «Un acercamiento materialista nos muestra que lo que tomamos como causa u origen de la opresión no es sino la marca impuesta por el opresor: el «mito de la mujer» y sus efectos materiales y manifestaciones en las conciencias y los cuerpos dominados de las mujeres. Esto significa que la marca no preexiste a la opresión.» Antes de que apareciera el movimiento de liberación de las mujeres, el ser «mujer» constituía una imposición política y aquellas que se resistían eran acusadas de no ser mujeres auténticas.

      El punto de vista de la autora, el de la «conciencia lesbiana»,

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