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promotores de la teocnología, definida como «una nueva forma de teología instrumental con las nuevas tecnologías como pretexto», una confluencia que nos remite a las raíces teológicas que, de forma secularizada, siguen operando en este ámbito. El planteamiento sobre el economismo o fragmentación en diferentes productos de lo «educativo» para su comercialización, como paso previo y necesario para la implantación de la concepción economicista de la educación, con la consiguiente destrucción de su sentido previo, es una de las mejores aportaciones del libro. Pero si esta perversión ha sido posible es debido, por encima de todo, al abandono cómplice de los poderes públicos cuyo deber es la protección de instituciones como la escuela pública. Sin embargo, el sistema educativo ha sido vaciado progresivamente de su función esencial y vertebradora de todas las demás, la transmisión de conocimientos para la formación de ciudadanos críticos (y, también, cómo no, de profesionales cualificados), siendo sustituida por una suerte de educación caritativa de carácter asistencial en lo emocional. Emulando la leyenda del posadero de Eleusis, un tal Procusto, nuestros representantes políticos recortan metódicamente, con cada nueva reforma legislativa, las dimensiones del saber y con ello las posibilidades del alumnado de llegar a ser ciudadanos autónomos y críticos. Es un ejercicio de traición histórica no solo a la escuela y al conocimiento, sino a los más elementales deberes de cualquier representante público para con sus representados. En una labor de pura psicopatía que, se dice, tiene como fin responder a las necesidades de los alumnos, se les falta al respeto y se les condena a la indigencia intelectual con un «discurso amable» que queda, en las páginas finales, más que suficientemente desmontado y denunciado en sus perniciosos efectos.

      Para los que leemos mucho y escribimos menos, pues la maestría en la escritura que demuestra el autor está reservada para unos pocos privilegiados, El fin de la educación es un libro engañosamente ligero, que parece corto. No lo es y es necesario que no lo sea. Lo que dice está expresado con una precisión y un ritmo difíciles de encontrar en un texto especializado, al menos sobre educación. Es, de hecho, un texto que permite a cualquiera interesado en las cuestiones educativas, sea especialista o no, sumergirse críticamente en las falacias y en los mitos educativos. Ejercicio necesario para apreciar lo que vale el conocimiento por sí mismo y para ser conscientes del peligro que corre una institución que creíamos ganada para la ciudadanía, como la escuela pública, y que estamos perdiendo. No cambiaríamos ni una coma, ni una expresión, ni una metáfora, ni un argumento, solo nos queda el reconocimiento agradecido de que su lectura nos ha ayudado a la mejor comprensión de los problemas educativos y nos ha dado argumentos para la defensa ilustrada de la escuela pública. Esperamos que así sea también para el lector que está a punto de aventurarse en las magníficas páginas que siguen.

      Carlos Fernández Liria

      Olga García Fernández

      Enrique Galindo Ferrández

      Noviembre de 2020

      A Eva

      La educación es una función tan natural y universal

      de la comunidad humana, que por su misma evidencia

      tarda mucho tiempo en llegar a la plena conciencia

      de aquellos que la reciben y practican.

      (Werner Jaeger, Paideia; los ideales de la cultura griega, 1947)

      Introducción

      La pedagogía de la sospecha

      La innovación se presenta como justificada en sí misma y por sí misma. Incluso aunque no tenga nada de «nueva», lo que suele ser el caso, se nos ofrece como el talismán educativo que nos llevará hasta la Arcadia pedagógica prometida que tanto se nos resiste. Y si no es la comprensividad, será la inclusividad, o el aprendizaje basado en proyectos, o estos mismos «proyectos» evaluados cualitativamente, o la educación por competencias, o las adaptaciones curriculares personalizadas, o la abolición de las materias que no «gusten», o la inclusión de otras nuevas, o su impartición en lengua inglesa, o… en fin, la próxima innovación aún por pergeñar.

      Hay en general un amplio consenso social en que el sistema educativo está en crisis; en que no cumple con las funciones, las necesidades, los requisitos y las expectativas que tiene encomendadas y que se esperan de él. En definitiva, la sociedad parece percibir que como mínimo una buena parte de lo que se hace en las instituciones escolares, y cómo se hace, ni interesa a nadie ni tiene utilidad alguna para sus usuarios, a saber, la población escolar, el alumnado. La institución escolar, basada en el modelo académico, suele verse también como una estructura anacrónica de corte decimonónico, incapaz de dar respuesta coherente a estas expectativas: es memorística, jerarquizada, compartimentada, intelectualizada, basada en clases magistrales, en exámenes, en deberes… un anacronismo que chirría al contacto con la compleja realidad social del siglo XXI.

      Cualquiera de estas críticas, o todas ellas en conjunto, pueden sin duda ser matizadas, pero son las que se oyen a diario desde las más variadas instancias: políticos, medios de comunicación, pedagogos, psicólogos, economistas y todo tipo de expertos y autoridades educativas, empresarios, padres y madres de alumnos, los propios alumnos… incluso una gran parte de docentes.

      Otra cosa es que, tan pronto como intentemos profundizar en estas críticas e incidamos en cuáles son estas funciones y cuáles las expectativas no satisfechas, nos encontremos con un listado de quejas, agravios y peticiones de procedencia, circunstancias e intereses dispares, cuando no en abierta contradicción o irreconciliables. Es verdad que este estado de opinión no constituye en sí una crítica, sino, en todo caso, una amalgama heteróclita de críticas, cuyo único factor común sería la compartida insatisfacción y consiguiente desconfianza hacia el sistema. Sería algo así como el viejo dicho según el cual cada uno habla del baile según le va. Y claro, que vaya bien o mal no es tanto a causa del «baile», sino de lo que se espere

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