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esta comodidad es sinónimo de trascender las aparentes fronteras del yo. Puede que estas afirmaciones parezcan altamente sospechosas a quienes no hayan gustado antes de esta paz mental. Sin embargo, es un hecho que la condición de bienestar sin el yo está ahí para poder ser vislumbrada a cada momento. Desde luego no estoy diciendo que yo haya experimentado todos estos estados, pero conozco a muchas personas que no han experimentado ninguno y esas son las que a menudo confiesan no tener ningún interés en la vida espiritual.

      No es sorprendente. El fenómeno de la autotrascendencia se busca y se interpreta generalmente en un contexto religioso, y es justo el tipo de experiencia que tiende a incrementar la fe de las personas. ¿Cuántos cristianos, después de haber sentido como sus corazones se ensanchaban como el mundo decidirán abandonar la cristiandad y proclamar su ateísmo? Sospecho que no muchos. ¿Cuántas personas que nunca han sentido nada parecido acaban siendo ateas? No lo sé, pero pocas dudas hay de que dichos estados mentales actúan como una especie de filtro: los creyentes los consideran un apoyo a su viejo dogma, y su ausencia da a los no creyentes más razones para rechazar la religión.

      Para mí se trata de un problema difícil de abordar en el contexto de un libro, porque muchos lectores no sabrán de qué estoy hablando cuando describa determinadas experiencias espirituales y quizás pensarán que las afirmaciones que hago deben aceptarse como autos de fe. Los lectores religiosos plantean un problema diferente: tal vez pensarán que conocen exactamente lo que estoy describiendo, pero solo en la medida en que se corresponda con una u otra doctrina religiosa. Me parece que ambas actitudes presentan imponentes obstáculos para entender la espiritualidad de la forma que yo procuro entenderla. Mi única esperanza es que, sea cual sea el bagaje del lector, se acercará a los ejercicios que le presento en este libro con una mente abierta.

      Religión, Oriente y Occidente

      A menudo nos hacen pensar que todas las religiones son iguales: todas enseñan los mismos principios éticos; todas instan a sus seguidores a contemplar la misma realidad divina; todas son igualmente sabias, compasivas y verdaderas en su ámbito, o igualmente divisorias y falsas, depende del punto de vista de cada cual.

      Ningún creyente serio de ninguna religión puede creer en estas cosas, porque casi todas las religiones afirman cosas sobre sus respectivas realidades que son incompatibles entre ellas. Existen excepciones a esta regla, pero no son de gran ayuda para lo que esencialmente es una batalla de suma cero de todos contra todos. El politeísmo del hinduismo permite incorporar partes de muchas otras fes: si los cristianos insisten en que Jesucristo es el hijo de Dios, por ejemplo, los hindúes pueden convertirlo en otro avatar de Visnu, sin que ello represente ningún problema. Pero este espíritu de inclusividad se orienta a una única dirección e incluso esto tiene sus límites. Los hindúes se deben a ideas metafísicas muy concretas –la ley del karma y el renacimiento, una multiplicidad de dioses–, que casi todas las demás religiones desacreditan. No existe una sola fe religiosa, por muy elástica que sea, capaz de acatar completamente lo que otra proclama como verdad.

      Los devotos del judaísmo, el cristianismo y el islam creen que la suya es la revelación verdadera y completa (porque eso es lo que dicen sus respectivos libros sagrados). Solo los laicistas y los aficionados al new age pueden confundir la moderna táctica del «diálogo interreligioso» con una subyacente unidad de todas las religiones.

      Hace mucho tiempo que sostengo que la confusión sobre la unidad de las religiones es un artefacto del lenguaje. Religión es un término como deporte: algunos deportes son pacíficos pero espectacularmente peligrosos (la escalada free solo); otros son más seguros, pero sinónimos de violencia (las artes marciales mixtas); y otros conllevan el mismo riesgo que el que corremos bajo la ducha (los bolos). Hablar de deportes como una actividad genérica hace imposible hablar de lo que realmente hacen los atletas o de las condiciones físicas que se necesitan para ello. ¿Qué tienen en común todos los deportes, aparte de la respiración? Bien poco. El término religión no sirve para mucho más.

      Lo mismo puede decirse de la espiritualidad. Las doctrinas esotéricas contenidas en todas las tradiciones religiosas no derivan de las mismas perspectivas. Ni son empíricas, lógicas, estrictas o sabias por igual. No siempre se orientan hacia la misma realidad subyacente…, y cuando lo hacen, no todas lo hacen bien por igual. En cuanto a todas esas enseñanzas, no todas son igual de apropiadas para ser exportadas más allá de las culturas que las concibieron.

      Sin embargo, en los ambientes intelectuales no está nada de moda hacer este tipo de distinciones. Según mi experiencia, la gente no quiere oír que el islam apoya la violencia de un modo distinto al jainismo, o que la aproximación del budismo a la comprensión de la mente humana es verdaderamente sofisticada y empírica, mientras que el cristianismo presenta un obstáculo casi perfecto a esa comprensión. En muchos círculos, hacer comparaciones individuales como estas equivale a ser acusado de fanatismo.

      En cierto modo, todas las religiones y prácticas espirituales tienen que dirigirse hacia una misma realidad, puesto que personas de diferentes religiones han vislumbrado muchas de las mismas verdades. Cualquier visión de la conciencia y del cosmos accesible a la mente humana puede, en principio, ser percibida por cualquier persona. Por lo tanto, no es sorprendente que judíos, cristianos, musulmanes y budistas, cada uno por su cuenta e individualmente, hayan dado voz a perspectivas e intuiciones iguales, lo cual solo significa que la cognición y la emoción humanas son más profundas que la religión. (Pero eso ya lo sabíamos, ¿no?) No significa que todas las religiones entiendan nuestras posibilidades espirituales igual de bien.

      Una forma de esquivar este punto es decir que todas las enseñanzas espirituales son inflexiones de la misma «filosofía perenne». El escritor Aldous Huxley puso de relieve esta idea cuando publicó una antología con este título y la justificó como sigue:

      Filosofía perenne. La frase fue acuñada por Leibniz; pero la cosa –la metafísica que reconoce una Realidad divina sustancial al mundo de las cosas, las vidas y las mentes; la psicología que halla en el alma algo parecido a la Realidad divina, o incluso idéntica a ella; la ética que sitúa la finalidad última del hombre en el conocimiento de la Base inmanente y trascendente de todos los seres–, la cosa es inmemorial y universal. Encontramos rudimentos de la filosofía perenne en la sabiduría tradicional de los pueblos primitivos de todas las regiones del mundo, y en su forma plenamente desarrollada ocupa un lugar en las principales religiones. Una versión de este máximo factor común en todas las teologías precedentes y subsiguientes fue escrita por primera vez hace más de veinticinco siglos, y desde entonces se ha tratado el inagotable tema una y otra vez, desde la perspectiva de cada una de las religiones y en las principales lenguas de Asia y Europa.2

      Aunque Huxley fue muy cauto en sus palabras, la noción de «máximo factor común» como punto de unión de todas las religiones empieza a dividirse en el momento en que ejercemos cierta presión en busca de detalles. Por ejemplo, las religiones de Abraham son incorregiblemente dualistas y se basan en la fe: en el judaísmo, el cristianismo y el islam el alma humana se concibe como algo genuinamente separado de la realidad divina de Dios. La actitud adecuada para la criatura que se encuentra en esta circunstancia es una mezcla de terror, vergüenza y estupefacción. En el mejor de los casos, las nociones de amor y gracia de Dios proporcionan cierto alivio, pero el mensaje central de estas fes es que cada uno de nosotros está separado de una autoridad divina y a la vez está en relación con ella, y esa autoridad divina castigará a todo el que albergue la más mínima sospecha sobre su supremacía.

      La tradición oriental presenta una imagen muy diferente de la realidad. Y sus enseñanzas más elevadas –las de las distintas escuelas budistas y la tradición hindú llamada Vedanta Advaita– trascienden explícitamente el dualismo. Según todas estas enseñanzas, la conciencia de cada uno de nosotros es idéntica precisamente a esa realidad que bien podríamos confundir con Dios. Aunque tales enseñanzas afirmen cosas que cualquier estudiante serio de ciencias consideraría increíbles, se centran en una serie de experiencias que tanto el judaísmo como el cristianismo y el islam consideran zona prohibida.

      Qué duda cabe de que místicos judíos, cristianos o musulmanes concretos han tenido experiencias parecidas a las que han

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