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      Cecilia Eudave

      Al final del miedo

      Cecilia Eudave, Al final del miedo

      Primera edición digital: Febrero de 2021

      ISBN EPUB: 978-84-8393-669-6

      © Cecilia Eudave, 2021

      Publicada mediante acuerdo de VF Agencia Literaria

      © Fotografía de la cubierta: Los observadores de Cecilia Eudave, 2020

      © De la fotografía de solapa: Adolfo Weber, 2019

      © De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2021

      Colección Voces / Literatura 305

      Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

      No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

      Editorial Páginas de Espuma

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      Correo electrónico: [email protected]

      Para Adolfo Weber,

      en nuestro intento de llegar al final del miedo.

      7 minutos

      I

      Jorge descubrió, de pronto, un hueco en su cabeza donde cabía el vacío de su existencia, la opacidad de su presente. Bastó abrir la pantalla del ordenador para percatarse de ello. Sonrió. El hastío no escamoteaba ni un minuto de su tiempo recordándole la pereza que le daba su vida. Le apeteció prepararse un café, encendió un cigarro, necesitaba aplacar la terrible resaca del día de anterior y dejar que las horas siguieran su curso habitual: esfumarse sin tomarlo en cuenta. El enfado no se hizo esperar cuando notó que le quedaba solo un cigarrillo y no había café. Echó un ojo a su reloj, eran las 10:40. Demasiado temprano para un trago. Iba a prender el televisor, no lo hizo, estaba harto de las noticias amarillistas o de los últimos sucesos en torno a los agujeros esparcidos por toda la ciudad. Pensó leer un libro. No, tampoco, eso era cosa de su mujer. Después se detuvo meditativo. De un tiempo a la fecha ya no usaba el nombre de pila de su esposa para referirse a ella cuando estaba o en sus pensamientos. Ya no era Luisa, se convirtió en su esposa, mi señora, o simplemente «ella». Esa reflexión le sacó un suspiro, se recargó sobre el respaldo de su silla y volvió a mirar la pantalla del ordenador.

      En verdad le gustaba la fotografía que tenía de salvapantallas. La tomó hacía varios años, antes de casarse con «Luisa» –le costó pensarla con nombre–, allá, en aquel viejo barrio donde por casualidad fue a hacer un trabajo para una revista de arquitectura, si mal no recordaba. El edificio no lo entusiasmó de inmediato, pero las ventanas poseían terminados art déco que lo hacían distinguirse del resto. Sobre cada una de ellas se había incrustado un mascarón tipo prehispánico, imitación bien lograda de los que hay en Palacio de Bellas Artes, y las respectivas líneas que enmarcaban las ventanas le daban un aire de marco distinguido. El arquitecto –cuyo nombre no recuerda, seguro era importante– lo ideó como detalle excéntrico para los dueños de los lujosos departamentos.

      Observó la foto con atención, era uno de sus mejores encargos. Sin embargo, no fue la que eligieron para acompañar el reportaje, a pesar de la insistencia de Jorge a quien le pareció la más lograda por ese juego de luces tan natural que se filtró, bañando con un halo casi irreal la escena. El árbol gigantesco de un costado, la esquina redonda del edificio erguido con mucho garbo y los vitrales del lado derecho e izquierdo orgullosos de sus mascarones indígenas estilizados. Era una fotografía perfecta.

      –Y los idiotas de diseño se fueron por las más comerciales.

      Con satisfacción lanzó una bocanada de humo que al chocar con la pantalla la llenó de vaho. Se apresuró a limpiarla, fue cuando la notó. Al principio le pareció una mancha producto de un juego azaroso de luces involuntario; no, era diferente. Jorge se acercó para borrar ese posible dedazo, mientras lo hacía distinguió a una persona asustada al ver el enorme ojo aproximarse a la ventana. Él sintió lo mismo y cerró, como si se protegiera de aquella visión la computadora portátil. Se levantó de un salto de la silla y caminó un poco por la habitación. Miró la hora: 10:42. No podían ser rastros de algún sueño, se notaba bastante despierto. Sin embargo, un ligero temor le atravesó el cuerpo, lo desestabilizó.

      –Cálmate, Jorge, cálmate. Tienes resaca, a lo mejor todavía estás medio borracho. Sal a caminar un poco, relájate. Come cualquier cosa. Todo esto es producto de tu imaginación, un engaño óptico.

      Tendría que dejarse de hablar a sí mismo en voz alta, una manía insoportable que le exasperaba un poco. Suspiró para recuperar el control. Él es un hombre de certezas y por lo mismo no se iba a permitir un desliz con lo absurdo. No había nadie detrás de una de las ventanas de la fotografía de su salvapantallas. Lleno de determinación abrió la portátil para comprobarlo.

      Error.

      Casi se desmaya si no fuera porque el latido de su corazón no le dio otra alternativa que estar de pie escuchando cómo se le aceleraba, de manera arrítmica y atroz, ensordeciéndolo e impidiendo cualquier otra reacción fuera de la rigidez. En ese estado confirmó la presencia de una figura diminuta femenina que ahora asomaba medio cuerpo por la ventana buscando algo. Se puso pálido de golpe, logró apoyarse en la mesa. Se sentó. Y entre una nebulosa visión, su oído casi ensordecido por un corazón aterrado pudo escuchar que hablaba, eran gritos que brotaban de las bocinas de su ordenador. Las náuseas no se hicieron esperar: vomitó de lado. Ella se llevó la mano a la cara sorprendida del espectáculo. No sé cómo apreciaría esas arcadas amarillentas desde la posición en la que se encontraba, porque era una ventana situada a media altura del edificio. Quizá la perspectiva de la mujer hacia él era de abajo hacia arriba, en todo caso muy de frente si este estaba sentado; por ello, a la hora de volver el estómago debió observar una ola de bilis, una cascada mal oliente y sorpresiva, lo cual la obligó a guardar silencio, a refugiarse hasta que pasara esa tormenta insólita.

      Esperó a que Jorge volviera a tomar color, porque se puso transparente, las venas se le traslucieron por las mejillas blancas. Este espectáculo a la mujer le pareció fascinante y no pudo reprimir un «¡oooh!». Seguro el ángulo desde donde miraba a Jorge llenó su campo de visión con una piel llena de venas verdes, rojas y azuladas, recordándole un paisaje galáctico. Los poros de la epidermis, los vellos, el sudor frío completaban el cuadro de un universo que se filtraba por los ojos de ella.

      –¿Eres Dios?

      Recuperando la compostura, Jorge pasó su mano por el rostro para asegurarse de que aún estaba vivo.

      –¿Dios? –se sorprendió contestándole.

      –Sí, Dios. ¿Por fin he muerto?

      –¿Muerto?

      Ella debió pensar que para ser una deidad estaba un poco descolocado, y repetía sus preguntas sin contestar nada reconfortante para sacarla de su asombro, porque no todos los días alguien se levanta y frente a su ventana aparece un ser inmenso con un rostro descomunal que es cielo y tierra a su alrededor. Sacando conclusiones de lo aprendido en años, resumiendo su catecismo vital, acompañado de las lecciones intravenosas de su católica familia, sin más alternativa que explicaran la visión, asumió: eso debe ser Dios.

      Jorge observó el reloj de la pared: 10:44. Las píldoras para el insomnio seguramente le han causado ese efecto alucinatorio, pero tiene años tomándolas.

      –¿Me llevarás a algún lado?

      Iba a cerrar la portátil, ella lo detuvo con voz lastimera.

      –No, por favor, la oscuridad no.

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