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le permitía planificar un ala de la casa, encargarla, pagarla y (la enfermedad era cerebral) olvidarla, para emprender la planificación de otra y olvidarse, para comprar un terreno aledaño y seguir con su locura, ya olvidado incluso de la mujer y de las hijas, perdidas en el laberinto o huidas a Francia, según las distintas versiones resentidas de los vecinos a quienes la construcción iba desalojando en su avance. En el último estadio de su enfermedad, ya dilapidados los bienes y herencias europeas, el hombre recobró momentáneamente la memoria y llamó a su mujer y llamó a sus hijas, y le respondieron voces lejanas, ecos de voces, y las buscó, corrió en la dirección de la cual parecían provenir esas voces, corrió por los pasillos y abrió las puertas de los cuartos que se cruzaban en su camino y atravesó los patios y vestíbulos hasta que cayó rendido. Y apenas terminaba de caer cuando resonaban las voces llamándolo, el eco de los ecos, y nuevamente se largaba a correr por los lugares que había proyectado y visto crecer pero que nunca había habitado. Y así, cada vez que caía extenuado lo alzaba una ráfaga que atravesaba los corredores y azotaba las puertas trayéndole las voces, papá, papito, los gritos, ¡mon pére, Gustave mon amour! Lo encontraron, ya momificado, en un salón perdido, cuando el municipio se decidió a expropiar y subastar la propiedad.

      El abuelo materno de las mosquitas muertas, un armenio llamado Kazan, que había llegado a la Argentina de adolescente, sin una moneda, y que había empezado lustrando zapatos y terminó siendo un exitoso comerciante, se había adueñado de ese despropósito en un remate comunal en el que no hubo otros postores por la falta de planos fehacientes y por el estado ruinoso de algunas alas.

      El armenio legó la propiedad a su hijo mayor, el tío de las mosquitas, y cuando ellas y su madre viuda se hundieron en la miseria, el heredero les brindó hospitalidad. Las chicas todavía estudiaban en el secundario. Y de un día para el otro ese tío solterón se muere y el palacete pasa a ser de la regenta madre. Se proponen venderlo, y justo entonces aparece este hombre ofreciendo una suma que les bastaba para mantener la mansión y vivir decentemente.

      El intermediario les presentó un contrato. “¿Lo busco?”, pregunta una de las hermanas.

      Sacan el contrato de un armario, lo leen. Un contrato firmado por un intermediario y garante, en nombre del inquilino, y que especificaba las características del departamentito en cuestión, aislado, con lucernario en el techo y ubicado en el extremo del ala oeste de la propiedad, y estableciendo como parte esencial e ineludible del acuerdo que se respetaría la vida recluida que buscaba llevar el inquilino, sustrayéndolo de todo trato y contacto con persona alguna y de toda comunicación de cualquier tipo. Que el intermediario y garante sería el depositario de cualquier notificación que se quisiera manifestar al inquilino, registrándose sus datos y distintos teléfonos para ubicarlo en cualquier momento que se requiriera su presencia. Que el alquiler incluía pensión completa, a saber: desayuno, almuerzo, merienda y cena, cuyos horarios estrictos y dietas se detallaban. Que las distintas colaciones serían dejadas a la hora señalada en una bandeja junto a la puerta del cuarto del inquilino, cuidándose posteriormente de cerrar la puerta del pasillo y la puerta al patio que lleva a tal área de la casa. Que el propio inquilino se encargaría de la limpieza de las dependencias en cuestión.

      En definitiva, refiere Marzolini, el contrato detallaba todo lo necesario para asegurar el aislamiento del inquilino, además de establecer el monto realmente suculento que el intermediario y garante se comprometía a abonar semanalmente y de acordar las condiciones que se reservaba la propietaria para rescindir el contrato en cualquier momento, previo aviso al intermediario y garante de como mínimo tres semanas de anticipo.

      Habían dudado si aceptar esta propuesta tan rara, pero al final la madre regenta había cedido a la tentación de conservar el palacete que había sido el hogar de su infancia. Y una noche entró a vivir el inquilino.

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