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distancia; un poco la mantiene él y un poco la mantengo yo, siempre cultivándome la esperanza de que un día al mismo tiempo dejemos de mantenerla los dos.

      Lo conocí en la calle. Había un grupo de gente reunida y me acerqué a mirar. El que sería Marzolini estaba tendido junto al cordón de la vereda, pero ya quería levantarse y decía que no pasaba nada, que ya se encontraba bien. Se puso de pie y dio unos pasos, colorado de vergüenza, disculpándose, agradeciendo. El grupo de curiosos se desperdigó y yo con ellos. Me acerqué al quiosco para comprar mi ración diaria de maní con chocolate. Estaba pagando cuando el quiosquero dice:

      —Pero mire que lo podrían haber matado, ¿seguro que está bien?

      Me doy vuelta y el que sería Marzolini me sonríe y farfulla algo con la cabeza gacha. Cuando estoy por irme me pregunta si le puedo hacer un favor. Medio le gesticulé que sí y medio que no, pero le pregunté qué quería.

      —¿Me puede convidar con un café porque acaban de arrebatarme el portafolios?

      Saqué un billete y se lo quise dar. Dijo que no, que juraba que me devolvería el dinero pero lo que quería era que yo pagara dos cafés. Y como le hice un gesto feo:

      —Si no tiene tiempo ahora, dígame y ya no va a tener que prestarme para que la convide.

      Me lo dijo tan bien que no pude darle vuelta la cara. Le contesté que no, gracias y le tendí el billete otra vez, que si necesitaba tomar un café en ese momento con gusto le daba el dinero. Con una condición, me dijo. Y bueno, empezó a hablar y desde entonces me contento con estar pendiente de esos labios que algunas noches me sorben como él dice que lo chupan los alienígenos, me succionan, me levitan y me dejan caer sobre los copos de algodón de su sofá cama, y allí tendida cómodamente lo escucho y lo escucho hasta dormirme arrullada por sus historias sin fin.

      Marzolini cumple con todos mis ideales amorosos. Físicamente es un muñeco. A veces es tan buenito, tan sumiso y desprotegido, que se reduce, se achica, se achica y cuando se deja la barba parece un enanito de jardín, y a veces es tan masculino, tan severo, tan pavoroso, que se agranda y agranda hasta ser un ogro que podría devorarme de un bocado. Pero antes o después comienza a hablar y con esa lengua que tenemos todos empieza a decir lo que nadie sabe decir de esa manera, con esa voz, con los brazos aleteando.

       El loco por la Flaçon

      He escrito las anteriores líneas queriendo, como era de presumir, remedar los inicios de las historias de Marzolini. Él empieza así, hablando en primera persona y resumiendo la situación, exagerándola si es necesario como yo estoy exagerando mi arrobamiento, y una situación que a menudo es banal, banalísima, qué sé yo, a ver si me acuerdo, por ejemplo, voy a su casa, me atiende agitándose en una bata oriental, me hace pasar ofuscado, contesta sí y no, termina de cocinar los hinojos en milanesa saltados con ajo, y de golpe cuando acabamos de cenar y enciende su único cigarrillo diario cuenta que en el trabajo se le apareció un desconocido y le dijo con vocecita plañidera que lo disculpara, que necesitaba pedirle un favor muy importante y que no dudase de que lo movían las mejores intenciones.

      Y el desconocido larga:

      —Quisiera que me diga adónde puedo encontrar a Margarita Flaçon.

      Marzolini le dice que lo siente pero que él no conoce a ninguna persona con ese nombre. El tipo insiste, se le quiebra la vocecita de flauta, se desploma en una silla. Marzolini autoritariamente le dice que haga el favor de retirarse si no quiere que llame a los guardias. El tipo se levanta, se arrastra hasta la puerta, y ahí se vuelve y le pide por última vez que le diga la verdad, que por lo menos reconozca que suele encontrarse con Margarita. Lo suplica con tanta deferencia, con tanto pesar, que Marzolini condesciende a repetirle que realmente no conoce a esa persona. El tipo da media vuelta y desaparece.

      A Marzolini le asombra saber con certeza que Flaçon es un apellido portugués que lleva esa c con cedilla que se pronuncia como ese. Quizás sea un apellido que circula en la ciudad y él lo ha visto escrito, y quizás me lo puntualiza porque intuye que alguna vez voy a andar escribiendo ese nombre. Vuelve a su casa y a la espera de mi llegada se agita con la limpieza, con calzar su atuendo de ocasión y con la cocina, lavando y cortando los hinojos en dos, pasándolos por huevo y rebozador (avena y harina de maíz con albahaca seca en polvo y sal), y largándolos a dorar sin fritanga en la sartén.

      Está ahí en la cocina y suena el teléfono. Masculla una injuria porque supone que sea yo avisando que no puedo ir y que inútilmente se acicaló y preparó comida especial y abundante; se lo hice una sola vez y no me perdona. Va y atiende. Silencio. Y después una voz de cotorrita atragantada se desborda sin respirar:

      —Qué le cuesta decirme algo de Margarita, dígame cómo está, al menos dígame si está bien, si necesita algo.

      Bueno, así empiezan las historias de Marzolini. A esa altura nos hemos alzado de la mesa y sin dejar de hablar me lleva flotando a su cuarto y me deja caer suavemente en su sofá cama. Las historias sin embargo no continúan así, concretas y ordenadas; de a poco empieza a perderse con algún particular, con algún recuerdo que rompe la cronología y me lleva a su pasado, a veces hasta su infancia. Y entonces no sé si adoro más al Marzolini infante, al Marzolini artista adolescente o a este hombre maduro pero apasionado que me habla y me transporta a paraísos de ensueños pero bien cargados de congojas, ya que más de una vez estoy obligada a morderme las manos para no plantármele delante, gritar y con los oídos tapados escapar corriendo, dejándolo que hable solo, revolcándose en sus pringosas aventurillas amorosas.

       Marzolini festeja la Pascua

      Además, puede que la historia haya tenido un desenlace inesperado recién ahora y el inicio sea de tiempo atrás. Por ejemplo, la historia del loco por la Flaçon, esa historia en realidad empezó así: quedamos por teléfono en que esa noche iba a visitarlo, llego a su casa en bicicleta, le toco el timbre, me atiende vestido con una bata oriental bordada con cigüeñas volando entre árboles cargados de orquídeas. Está ofuscado y recién después de un buen rato empieza a relatar que unos meses atrás apareció un tipo en su oficina y sigue lo que ya conté. Y dice que enseguida se olvidó de esa visita y de ese nombre femenino que en el momento le había dado vueltas por la cabeza. Pasan muchas semanas y esa noche (la noche del presente, la noche en que mi tesoro en bata con cigüeñas me cuenta la historia) se había puesto a cocinar porque sabía que yo iría a visitarlo y de improviso suena el teléfono y maldice pensando que seguro llama otra vez a última hora la falluta aduciendo que de golpe le empezó a doler la cabeza. Atiende. Un berrido y una larga frase ahogada le pide que por lo menos le diga si Margarita está bien.

      —¿Qué? —grita con ferocidad Marzolini recomponiendo en su memoria aquel visitante con voz de cotorrita.

      El otro ya no puede hablar. Solloza. Marzolini corta.

      Pero en ese intervalo habían sucedido algunas cosas y entonces ahí empieza la verdadera historia. Me cuenta que un domingo, cosa de un año atrás, había decidido de repente visitar una iglesia y cuando salía lo abordó una mujer que lo esperaba en el atrio. La desconocida le dice que por lo menos en el día de Pascua olvide los rencores y la salude. Marzolini se ríe como un bobo; piensa que quizás se trate de una nueva fórmula, porque desde su infancia que no participaba de una misa, desde antes de que inventaran ese rito de saludar a los circunvecinos de banco deseándoles un buen augurio, de manera que un rato antes atinó apenas a mascullar “Igualmente” como respuesta al “Que la paz sea contigo” que susurró una hermosa joven que le tendió su cara para un beso, fórmula que enseguida le repitió otra, evidentemente la hermana de la joven hermosa, pero ésta más hermosa todavía, que suavemente había desplazado a su hermana para, inclinándose como una bailarina, acercarle su mejilla, al mismo tiempo que alguien le tocaba el hombro y, al darse vuelta, se encontró con una anciana radiante que avanzaba hacia él para ofrecerle su boca como frutilla, y ya al lado de la anciana una señora lo miraba esperando que él se estirara

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