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descender al subsuelo con la Visión Remota. Más abajo de la Basílica de las Arenas. Hasta que la mente llegue a las piedras últimas, abajo del todo, hasta el templo paleocristiano. Volver a encontrar los huesos de la santa. Y luego la siguiente fase, el dibujo, la runa. Empezar por el Raval, el Hermano Oscuro. Encontrar los Cuatro Puntos Sagrados del Raval. El Pla de la Boqueria al Norte, el Lugar de las Ejecuciones, donde corrió la sangre de docenas de miles de ejecutados, un Lago de Sangre. (Hoy los turistas se fotografían allí comprando fruta de temporada.) El Portal de Sant Antoni al Sur, lugar de destierro y ejecuciones y escenario de ese desfile pagano llamado Els Tres Tombs. La capella de Sant Llàtzer en el Centro, oculta entre edificios y tiendas, casi invisible para el paseante, el Centro Numinoso del antiguo Raval, donde se escondía a los leprosos y los monstruos. Y por fin, por encima de todo lo demás, Sant Pau del Camp en el este, erguida y desafiante, conmemorando el lugar donde todo empezó, existiendo a pesar de todo. Sacando su energía de esa misma existencia, el Gran Centro Sagrado. Y una vez allí, cerrar los ojos, recuperar el vínculo sagrado. Dejar que suba desde la tierra hasta los pies.

      Y ver, siguiendo a Iain Sinclair, que «todo esta ahí en el aliento de las piedras. ¡Hay una geología del tiempo! Podemos coger los ladrillos con las manos: al cogerlos, entramos en él. El momento muerto solamente existe en la medida en que lo vivimos ahora. No hay sombras cruzando el paisaje del pasado: tenemos el pasado y tenemos lo que se avecina. Llegamos a lo que había y lo hacemos ahora».

      «Renunciamos a nosotros», nos dice el mago. «Nos liberamos, nos adentramos sigilosamente en nosotros mismos sin darnos cuenta. Entramos en nuestros propios contornos: estamos ahí antes.»

      El odio por venir, Carol París

      El intercambio entre lo que se ofrece a las miradas

      toda la puesta en obra para ofrecer a las miradas (todos los campos)

      y la mirada glacial del público (que ve y olvida inmediatamente).

      Muy a menudo este intercambio tiene el valor

      de una separación infra leve, queriendo decir que

      cuanto más admirada y mirada es una cosa,

      menos separación infra leve hay.

      Notas, Marcel Duchamp

      Le Corbusier, Villa Sern-De-Monzie. Garches, 1927.

      Empieza el paseo; empieza el paseo de una peatona que arrastra la pea de la noche anterior. Me dirijo a las Ramblas a comprar un periódico que, probablemente, no leeré.

      En mi recorrido, propio de la Moños, no acabo de encontrar en dicho escenario, entre sus plantas, entre sus flores, aquel ambiente cabaretero, aquel salero de revista que se le atribuye; ningún rastro, ni de vómito ni de carmín. Sigo caminando, en un viaje perfurmativo que ya me huele que va a acabar mal, rodeada por el olor de un pasado que no se deja atrapar, una historia latente, un sexo reprimido vehiculado a partir de una imageografía desbordada; la Rambla en domingo, toda emperifollada, se destapa; flores y cuerpos excesivos; pornografía implantada en las portadas de las revistas que inundan los quioscos, convertidos a su vez en otro icoño, digo, icono de la ciudad.

      Resaca y alegría en este típico paseo dominical —paseo rodeado de dominicales, dominicanos, domingueros y domingas—, pero la alegría se me ve truncada por la alergia. Cuando la Rambla se me ha convertido ya en un callejón sin salida, cuando la alergia se me dispara por culpa de unos plataneros que llevan matándonos desde 1859, opto por girar y adentrarme en el ambiente salubre del Raval.

      desde la ciudad flemática

      Y es en el Raval donde continúa mi martirio. Estornudos, picores, escupitajos y esputos que no acaban de salir, ruidos

      guturales, primaveras sound.

      Por ello decido acercarme al centro médico más cercano, que es, precisamente, el Centre d’Atenció Primària Dr. Lluís Sayé, en la calle Torres i Amat número 8, a la espera de que alguien me atienda la primera. Y aunque el centro se encuentra cerrado, ello no impide que me fije en un falso brillo que corona su entrada y me halle, para mi sorpresa, en medio de una improvisada visita cultural (Monument dogc, 12-12-1990), sólo guiada por el trancazo. ¡Pedazo de domingo instructivo que voy a pasar! El edificio conserva aún una placa mugrienta en la que se le atribuye el valor de Bé d’Interès Cultural; ideado por Josep Lluís Sert y Torres Clavé entre 1934 y 1937, se erigió en el Dispensari Antituberculós; uno de los proyectos que la Generalitat encargó al grupo gatcpac. En un intento por apartarse de los edificios sanitarios basados en las estructuras panópticas propias del siglo xix, el Dispensari Antituberculós reúne las características arquitectónicas ideadas por Le Corbusier. Enmarcada en una época en la que la arquitectura se asociaba a la salud, el proyecto, al más puro estilo feng shui, enfocó su diseño en la construcción de vidrieras para un mayor aprovechamiento de la luz solar, confiando en sus posibilidades terapéuticas. Siguiendo las directrices de aquello que en su momento se definió como medicina moderna, el edificio se amolda a aquel programa sanitario que entendía la helioterapia como uno de los principales métodos curativos para la tuberculosis. El saneamiento por soleamiento.

      Quizá el hecho de que el edificio se encuentre ubicado en el Raval ha contribuido a su estabilización en el marco de una retórica marginal, cuando el Dispensari Antituberculós era

      —y quizá tenía que continuar siendo— un edificio clave de la ciudad; debía instituirse como símbolo de la modernidad. Claro que vaya modernidad: coger a los tuberculosos y tostarlos al sol.

      Infección pulmonar, descomposición, imposibilidad de reutilización de aquello que el cuerpo expulsa. Olvido que se transmite por el aire, chinos en el barrio chino que rompen el prototipo del asiático pulcro, que escupen encima de la imaginería del oriental calmo, no alterado, expulsando sin miramientos aquella congestión que su cuerpo no tolera, mientras nosotros seguimos con la actitud de tirar el moco hacia dentro, de guardar las formas y la flema. Si las revistas pornográficas que habitan la Rambla saben capitalizar aquello que Duchamp englobaba bajo la noción de infra mince (infra leve), aquella energía que cualquier cuerpo expulsa —sea un estornudo, sea un orgasmo—, lo que parece desprender esta ciudad es tan imposible de definir como no reutilizable. La ciudad, la geografía, constituye una prolongación más de la carne, pero Barcelona no acaba nunca de adquirir cierta cualidad material; su lógica se construye bajo el peso de un pasado inaprensible. Edificios que no reconocemos, voltes catalanas escondidas en falsos techos, evidentes panópticos sanitarios: «Los Mossos vigilan a tuberculosos para que no huyan de la terapia», reza un titular de El Periódico del 10 de octubre de 2007.

      Si una de las técnicas principales para curar la tuberculosis era la colapsoterapia —consistente en colapsar el pulmón, entendiendo que dicho reposo permitía que la enfermedad no avanzara—, en Barcelona seguimos la misma dinámica; aguantamos la respiración en una ciudad contenida, vivimos colapsados en medio de una aceleración en tiempo muerto: si los chaflanes de l’Eixample estaban diseñados para que cualquier vehículo pudiera girar con más facilidad, y a más velocidad, resulta que hemos abandonado esta idea de speed y nos hemos sumido en un estado letárgico. Barcelona se erige en una ciudad flemática; como una ciudad que contiene un pasado que no se expande, de una latencia que se transmite por el aire e infecta

      e infesta su día a día. Barcelona: flema agarrada, esputo paradigmático de una disfunción histórica, cargada de un pasado edificado en un exterior insalubre que nunca acaba por escupir todo su terrorífico esplendor.

      relaciones cibernépicas

      La presencia de un pasado glorioso en Barcelona parece hallarse en un completo estado de somnolencia; la ciudad intenta esconder la propia historia generando lo que podríamos denominar una relación cibernépica para con las gestas pasadas; una relación a distancia con el mundo épico debido a la constante sumersión en un mundo simulado. El recorrido virtual, el replay histórico, sólo atañe al intermitente turista.

      En el Passeig Lluís Companys no hay ni un solo fin de semana en el que

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