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azotada por los conflictos armados como Sudán habría sido un infierno. Pero Arusha era una importante zona turística, con su propio aeropuerto internacional.

      Era adonde se dirigía su jet privado, y sabía cómo llegar a la clínica porque ya había estado allí antes. De hecho, si quisiera, podría contratar a un par de gorilas y tenerla en su jet, de regreso a Estados Unidos, en un par de horas.

      ¿Pero luego qué? Aunque la idea era tentadora, sabía que no podía secuestrarla en territorio extranjero sin una orden de arresto. Además, ¿de qué serviría? Megan no era tonta, y sin duda sabría que, a excepción de su firma en los cheques que nunca habían llegado a las arcas de la fundación, no tenía pruebas sólidas de que se hubiese quedado con el dinero. Si ella se reiteraba en lo que había dicho en declaraciones a la policía, que no sabía nada de la desaparición de ese dinero, no tenía nada que hacer.

      La única manera que tenía de averiguar la verdad, se dijo, era ganándose su confianza. Quizá así lograría que se le escapase alguna pista, por pequeña que fuera, que pudiera conducir a Crandall al lugar donde había depositado el dinero robado.

      El jet comenzó a descender. Si hubiese hecho buen tiempo habría podido ver el Kilimanjaro, pero las nubes lo ocultaban, y a lo lejos un par de relámpagos iluminaron el cielo. Era la época de lluvias, y lo más probable era que aterrizasen en medio de un aguacero.

      Poco después, las primeras gotas de lluvia golpeaban ya las ventanillas, y el sonido le recordó a una noche lluviosa, tres años atrás, en San Francisco. La noche de la fiesta de Navidad de la compañía, que se celebraba en el Hilton. Sobre las once se había tropezado con Megan, que venía del pasillo que conducía a los aseos. Estaba pálida y tenía los labios húmedos, como si se los hubiese mojado. Se paró a preguntarle si estaba bien, y ella se rio.

      –Sí, claro que sí; solo un poco… embarazada.

      –¿Quieres que te traiga algo? –le había preguntado, sorprendido de que Nick no le hubiese dicho que iban a tener un bebé.

      –No, gracias. Como Nick tiene que quedarse, le diré que me pida un taxi. En mi estado no me conviene estar de fiesta hasta tan tarde.

      Al verla alejarse, Cal se había quedado pensando que aquella era la primera vez que la había visto feliz de verdad. ¿Sería feliz ahora?, se preguntó, intentando imaginarla trabajando en un campo de refugiados. El calor, las moscas, la pobreza, las enfermedades… No, le era imposible imaginarla en esas circunstancias.

      * * *

      Megan se dejó caer en un banco fuera de la clínica, al resguardo de la lluvia por un tejadillo de hojalata. El día había sido tan ajetreado como de costumbre. Los familiares habían ido allí con un carro para llevarse a la madre primeriza y su bebé, pero después había habido un goteo incesante de pacientes con dolencias que iban del impétigo a la malaria. Incluso había estado ayudando al médico residente mientras daba puntos y vacunaba a un chiquillo que había sido tan bobo como para molestar a un joven babuino.

      Estaba anocheciendo, y ya habían cerrado la clínica. El médico y su ayudante se habían ido a la ciudad, con sus familias, y Megan estaba sola en el pequeño complejo cercado por muros, que incluía el edificio de la clínica, un generador, una lavandería, un aseo y un bungalow con dos habitaciones y una cocina para los voluntarios como ella. Los arbustos en flor y los árboles alegraban un poco la vista en medio de tanta austeridad.

      Megan cerró los ojos e inspiró el olor a humedad. En la árida Sudán, donde el aire polvoriento estaba cargado con el hedor a miseria, había añorado la lluvia. Volver allí no sería fácil, pero era allí donde más necesaria era su ayuda.

      De pronto oyó el ruido de la campana de la puerta de entrada, una campana improvisada con un cencerro colgado de una cadena. Abrió los ojos y se levantó, pero luego vaciló. Si alguien necesitaba ser atendido no podía decirle que se marchara, pero estaba sola. Podían ser unos matones con intención de robarles medicamentos, dinero, o simplemente para destrozar y hacer daño.

      Cuando volvió a sonar la campana salió corriendo bajo la lluvia hasta el bungalow, sacó la pistola que guardaba bajo la almohada y se la metió en el bolsillo del pantalón. Luego agarró un chubasquero, se lo puso y corrió hasta la puerta de chapa de hierro. Estaba cerrada con una cadena y un candado.

      –Jina lako nani? –inquirió con su limitado suajili, preguntando por el nombre de quien fuera que estuviese al otro lado.

      Hubo un momento de silencio, y de pronto una voz masculina inquirió en la oscuridad:

      –¿Megan, eres tú?

      Las rodillas le temblaron. Cal… ¿Cómo la había encontrado?, se preguntó. No quería verlo, ni hablar con él, pero esconderse solo haría que pareciese una tonta.

      –¿Megan? –la llamó de nuevo, exigiendo una respuesta.

      Sin embargo, en ese momento no podía articular palabra. Debería haber imaginado que Cal no se daría por vencido hasta dar con ella.

      Se sacó la llave del bolsillo y la introdujo con manos temblorosas en el candado. Luego retiró la cadena, abrió la puerta y se echó a un lado.

      Cal entró y se detuvo frente a ella. Parecía más alto de lo que lo recordaba, y sus ojos grises más fríos bajo el ala del sombrero, por el que chorreaba la lluvia.

      Sabía qué quería. Después de dos años aún continuaba buscando respuestas. Y ahora que había dado con ella la bombardearía sin piedad con preguntas sobre la muerte de Nick y el paradero del dinero robado.

      El problema era que ella no tenía la respuesta a esas preguntas. ¿Cómo podría convencer a Cal de que lo que le había dicho era la verdad, de que la dejase en paz?

      Cal miró el chubasquero de plástico barato y la cara cansada bajo la capucha y notó una repentina tirantez en el pecho. Sí, era Megan, pero no la Megan a la que recordaba.

      –Hola, Cal –lo saludó–. Veo que no has cambiado mucho.

      –Tú sí –contestó él–. ¿Podríamos ponernos a cubierto de la lluvia?

      Ella le señaló hacia atrás con el pulgar, en dirección al bungalow.

      –Puedo ofrecerte un café, pero no mucho más. No he tenido tiempo de ir de compras.

      –En realidad, tengo un taxi esperando fuera –respondió él–. Iba a invitarte a cenar conmigo en mi hotel.

      Ella le miró con unos ojos como platos. Parecía nerviosa, pensó. Claro que tenía mucho que ocultar.

      –Es muy amable por tu parte, pero no hay nadie más aquí; tengo que quedarme y…

      Cal le puso una mano en el hombro, y ella se estremeció como un cervatillo, pero no se apartó.

      –No pasa nada, he hablado con el doctor Musa por teléfono. No le importa que te tomes un par de horas libres. De hecho, me ha dicho que no te vendría mal una buena cena. Me ha dicho que iba a mandar a su sirviente para que se quede al cargo mientras estés fuera.

      –Bueno –titubeó ella–, entonces iré un momento a lavarme un poco y a cambiarme. Ahora ya no me lleva tanto tiempo –añadió con una risa forzada.

      –Bien, voy a abrir para que pueda entrar el taxi.

      Minutos después, mientras esperaba en el porche del bungalow, llegó Benjamin, el joven sirviente del doctor Musa, y justo en ese momento salió Megan, vestida con una blusa blanca, unos pantalones color caqui y una cazadora gris oscura.

      Saludó a Benjamin con una sonrisa y le dio algunas indicaciones antes de volverse hacia él para decirle que ya podían irse.

      Cal se levantó un lado de la gabardina para guarecer a Megan de la lluvia mientras subía al coche.

      –¿Cuándo has llegado? –le preguntó ella cuando el taxi se puso en marcha.

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