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mataron?

      –Mataron al chico. A ella la… la violaron. Nunca la encontraron.

      –Y tú lo presenciaste todo.

      –No pude hacer nada.

      –Lo siento muchísimo, Megan, debió ser horrible.

      Sin pensarlo, le pasó un brazo por los hombros y pensó que ella se apartaría, pero aquel gesto pareció calmarla y se acurrucó contra él.

      –Duérmete –le dijo en un susurro–. Ya no tendrás más pesadillas; estoy aquí, a tu lado.

      Megan suspiró, y poco después su respiración se hizo más suave y acompasada. Se había dormido.

      Cal pensó horrorizado en lo que acababa de relatarle. Sentía una admiración tremenda por los voluntarios que trabajaban en los campos de refugiados. Era una labor que exigía valor, compasión, y la fortaleza necesaria para mirar a la muerte a la cara. Nunca hubiera creído que Megan tuviera esa fortaleza, pero era evidente que el tiempo que había pasado en Darfur le había pasado factura.

      Había oído hablar de los yanyauid, mercenarios a sueldo del gobierno de Sudán, cuya misión era masacrar a la población negra. Conocidos como los jinetes del diablo porque iban a caballo o en camello, atacaban a los civiles inocentes y los asesinaban, les robaban y violaban a las mujeres.

      Ahora que la mayor parte del trabajo sucio estaba hecho, los grupos de yanyauid se habían convertido en bandidos, y habían llegado incluso a robar los camiones de las Naciones Unidas que transportaban víveres y suministros a los campos de refugiados. Los refugiados tenían pocas cosas de valor que pudiesen robarles, pero si los yanyauid se encontraban con una mujer indefensa…

      Megan había demostrado un valor tremendo al salir en busca de los dos chicos en mitad de la noche. Gracias a Dios que al menos había logrado regresar al campo de refugiados sana y salva. Quizá ahora que le había hablado de lo que había ocurrido pudiese empezar a reponerse.

      Sin despertarse, Megan se movió para cambiar de postura. Cal observó su elegante perfil, recortado contra la almohada. La mimada reina de hielo a la que había conocido en San Francisco se estaba diluyendo en sus recuerdos.

      Y cada vez le costaba más identificar en ella a la esposa florero, fría y acostumbrada a vivir por todo lo alto, que había llevado a su mejor amigo a suicidarse.

      Él mismo había visto los cheques, las generosas donaciones de los actos benéficos de los que se encargaba Megan y que nunca habían llegado a la cuenta bancaria de la fundación. La firma que había visto en esos cheques era la de ella, pero ese dinero había sido desviado a una cuenta conjunta en otro banco, una cuenta a nombre suyo y de Nick. Los extractos informáticos iban al ordenador que tenían en casa, registrados a nombre de Megan, y para cuando se había descubierto el robo, aquella cuenta conjunta estaba casi sin un centavo.

      ¿Cómo podía no creer que había estado implicada en el robo? ¿Habría algo más que no supiera? Quería creer que Nick era inocente, o en el peor de los casos que había hecho aquello solo para complacer a su esposa, que siempre quería más.

      Sin embargo, la mujer que yacía junto a él no parecía la clase de mujer capaz de manipular a su marido para hacerle robar. Sobre todo cuando el dinero en cuestión era dinero destinado a los refugiados a los que llevaba atendiendo ya dos años.

      ¿Habría provocado en ella un cambio la muerte de Nick, haciendo que se arrepintiera de su proceder en el pasado? ¿O tal vez siempre había estado equivocado con respecto a ella?

      * * *

      Megan se despertó sola en la cama. El bungalow aún estaba a oscuras, pero se oía el agua de la ducha, y por debajo de la puerta del cuarto de baño se veía luz.

      Se incorporó y encendió la lámpara de la mesilla de noche. Entonces recordó que había tenido una pesadilla y cómo Cal la había calmado y la había llevado a la cama con él. Y no había tenido más pesadillas en toda la noche; increíble pero cierto.

      Justo cuando estaba bajándose de la cama salió Cal del baño ya afeitado, peinado y vestido.

      –Buenos días, dormilona –la saludó con una sonrisa–. Estaba a punto de despertarte.

      –¿Qué hora es? –inquirió Megan con un bostezo.

      –Las cinco y media. Harris quiere que nos pongamos en marcha a las seis, así que venga, ve a ducharte y a vestirte. Luego iremos a desayunar.

      –¿Adónde vamos a ir hoy?

      –Ya lo verás; es una sorpresa.

      –¿Por qué insistís Harris y tú en tratarme como si tuviera cinco años? –protestó mientras entraba en el baño, y oyó a Cal reírse mientras cerraba la puerta.

      Media hora después ya habían desayunado, y Gideon los esperaba fuera, al volante del Land Rover.

      –¡Damas a bordo! –dijo Harris con mucho teatro, y le guiñó un ojo antes de sentarse junto a Gideon–. Si me lo permite, señorita Megan, le diré que está radiante esta mañana. ¿Lista para su sorpresa de hoy?

      –¡Adelante con ella!

      Megan saludó a Gideon y, al volverse para poner su mochila en la caja de la camioneta, tras el asiento, vio lo que parecía un pequeño bloque de cemento roto.

      –¿Para qué es esto? –le preguntó a Harris con sorna, levantándolo–. ¿Para tirárselo a algún león que se ponga agresivo y nos persiga?

      Harris se rio.

      –No, lo utilizo como cuña para bloquear las ruedas del vehículo. Créame, si se pincha una rueda o se tiene que aparcar en una pendiente es mejor no tener que ir a buscar una roca. Puede uno encontrarse con una sorpresa desagradable oculta en esa hierba tan alta.

      –Bueno, basta de cháchara y vámonos –dijo Cal, y subió atrás con Megan.

      El Land Rover descendía por la serpenteante carretera de tierra que bajaba hasta la caldera del cráter del extinto volcán Ngorongoro. Al descubrir que era allí donde iban, se había entusiasmado como una niña a la que llevaran al circo.

      –Toma, mira a ver si ves algún animal –le dijo Cal a Megan, tendiéndole los prismáticos.

      Megan los tomó y buscó por el paisaje que se extendía carretera abajo.

      –De momento lo único que veo es la hierba y la maleza. ¡Esperad, creo que veo algo! –dijo señalando un grupo de manchas oscuras en la distancia, a su derecha.

      Harris asintió.

      –Búfalos. Tienen bastante mal genio. Podemos acercarnos con el vehículo, pero no sería buena idea hacerlo a pie. Yo aprendí la lección hace un tiempo. ¿Veis esto? –dijo señalándose el brazo amputado–: un búfalo enorme. Estuvo a punto de matarme.

      Cal miró a Megan con una ceja enarcada, y ella le respondió con un guiño y una sonrisa.

      Megan tomó la cámara, pero no se atrevía a levantarla para tomar una foto porque temía que los búfalos cargasen contra ellos. Harris había dicho que tenían muy mal genio, pero aquellos parecían acostumbrados a los vehículos. Cuando pasaron a unos cincuenta metros de la manada, los búfalos apenas levantaron la cabeza para mirarlos. Entre ellos había varias garzas blancas, que no parecían temerlos, buscando insectos entre la hierba.

      –Se les ve muy tranquilos, ¿no? –le dijo Megan a Cal–. ¡Y mira, allí hay una cría, y allí hay otra!

      –Razón de más para andarnos con ojo –respondió él–. Son animales con un fuerte sentido del grupo, ferozmente protectores.

      –Deberíamos ver más crías –dijo Harris–. Ahora que han empezado las lluvias tienen más hierba para alimentarse y reproducirse.

      Megan

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