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y mullidas alfombras. No tenía televisión; porque no tenía tiempo para verla y porque no le gustaba. Cuando tenía algún rato de ocio, prefería pasarlo escuchando música o leyendo. Hacía tiempo que su idea de diversión había dejado de estar asociada a la vida social. Su mayor diversión consistía en quedarse en casa escuchando una de sus cintas favoritas de música clásica y leyendo cualquiera de sus muchos libros.

      Pero, de alguna manera, los tres últimos mensajes del contestador parecían haber invadido la paz y la tranquilidad de su hogar.

      Por mucho que simpatizara con Felicity y la compadeciera, no podía devolverle aquella llamada.

      Sencillamente, no podía.

      Cuando aquella noche llegó a su casa, cerca de la una de la madrugada, estaba agotada. En realidad la cena había sido un éxito y el principal motivo de su cansancio eran los cambios que se habían producido en su vida desde la noche anterior.

      Aunque quizá se estuviera comportando de forma paranoica. Gabriel Vaughan no parecía dispuesto a tomarse muchas molestias por ninguna mujer, y menos por una que se dedicaba a cocinar para los demás. Sin embargo, en su último mensaje había dicho que volvería a llamarla…

      Jane suspiró. Estaba cansada. Era tarde. Y quería irse a la cama. ¿Pero sería capaz de dormir sabiendo que tenía seis mensajes en el contestador?

      Probablemente no, admitió con enfado. Aquello no le gustaba. No le gustaba en absoluto. Estaba profundamente resentida con la intrusión de Gabriel Vaughan en su vida, pero también con su propia reacción. No podía vivir con miedo eternamente. Aquella era su casa, maldita fuera, su espacio, y Gabriel Vaughan no tenía cabida en ella. No iba a permitir que lo invadiera.

      De manera que, con gesto decidido, alargó la mano y encendió el contestador.

      –Hola, Jane. Soy Richard Warner. Felicity me ha pedido que te llame. He tenido que llevarla al hospital. Los médicos dicen que puede perder su bebé. Yo… Ella… Gracias por la ayuda que nos prestaste anoche –el mensaje se interrumpía bruscamente. Era evidente que Richard no sabía qué decir.

      Porque no había nada más que decir, comprendió Jane. ¿Pero qué le había dicho Gabriel a Richard, qué le habría hecho para dar lugar a tal…? ¡No! No podía dejarse involucrar en aquel asunto. No podía arriesgarse.

      Pero Felicity la había llamado ese mismo día diciendo que la necesitaba. Y, por la llamada de Richard, era obvio que no había exagerado. ¿Cómo iba a ignorar Jane una llamada de ayuda? O quizá fuera ya demasiado tarde…

      Sin embargo, aunque contestara a la llamada de Richard, nada cambiaría. ¿Qué podía hacer ella? Era la última persona a la que Gabriel Vaughan querría escuchar, en el caso de que ella decidiera revocar su decisión de no volver a hablar nunca con él.

      ¿Pero qué podría ocurrirle a Felicity?

      Era casi la una y media de la mañana. Demasiado tarde para llamar a Richard al hospital. Así que se acostaría, disfrutaría de una buena noche de sueño y llamaría a Richard al día siguiente. Quizá Felicity hubiera mejorado para entonces.

      O quizá no.

      Escuchó distraídamente el resto de los mensajes. Eran todas llamadas relacionadas con su trabajo. Gabriel Vaughan no había vuelto a llamarla.

      –Lo que los médicos dicen es que se ha estabilizado –le explicó Richard cuando a la mañana siguiente lo llamó para saber cómo estaba su esposa–. Pero no sé lo que eso significa.

      –¿Qué es lo que ha ocurrido exactamente, Richard? –le preguntó Jane bruscamente.

      –¿A ti que te parece? Lo que ha sucedido es Gabriel Vaughan –respondió Richard con amargura–. Pero preferiría no tener que habar sobre ello, Jane –añadió Richard agitado–. En este momento mi empresa está destrozada y mi mujer en el hospital… Me basta mencionar a Gabriel Vaughan para que me suba la tensión. Le diré a Felicity que has llamado. Y una vez más, Jane, gracias por tu ayuda –colgó el teléfono.

      Jane suspiró y colgó su propio auricular. Gabriel Vaughan, claro. No podía haber sido otra cosa. Aquel tipo no tenía ninguna clase de…

      Estuvo a punto de caerse de la silla cuando el teléfono volvió a sonar. Eran solo las ocho y media de la mañana. Había llamado a Richard a esa hora para poder hablar con él antes de que abandonara el hospital. ¿Pero quién diablos podría llamarla a ella tan temprano?

      –¿Diga? –contestó un tanto asustada.

      –¿Te he sacado de la cama, Jane Smith? –le preguntó Gabriel Vaughan en tono burlón.

      Jane se aferró con fuerza al auricular.

      –No, señor Vaughan –contestó con calma–, no me ha sacado de la cama.

      –¿Y tampoco interrumpo nada? –continuó burlándose.

      –Solo mi primer café de la mañana –respondió secamente.

      –¿Cómo lo tomas?

      –¿El café?

      –Claro, el café –confirmó, riendo.

      –Solo y sin azúcar –respondió. Inmediatamente deseó no haberlo hecho. ¡Solo se le ocurría una razón por la que aquel hombre pudiera estar interesado en saber lo que desayunaba!

      –Procuraré recordarlo –contestó él con voz ronca.

      –Estoy segura de que no me ha llamado para saber cómo tomo el café –respondió Jane bruscamente.

      –En eso te equivocas, Jane Smith. Ya ves, quiero saberlo todo sobre ti. Todo, incluso cómo te gusta el café.

      Jane exhaló un trémulo suspiro. La mano le dolía de la fuerza con la que sujetaba el auricular.

      –Soy una mujer extremadamente aburrida, señor Vaughan, no hay muchas cosas que saber sobre mí.

      –Gabe –sugirió él–, llámame Gabe. Y dudo mucho que seas una mujer aburrida, Jane.

      Pero a Jane le importaban muy poco sus dudas. Su vida consistía en trabajar, descansar, leer, escuchar música y dormir. Una vida perfectamente estructurada. Era una vida rutinaria, segura, sin complicaciones. Y aquel hombre amenazaba con complicarla de una forma que ella no deseaba en absoluto.

      –¿Es usted consciente de que Felicity Warner está ingresada en un hospital y corre el peligro de perder a su hijo –lo atacó.

      Se hizo un breve silencio al otro lado de la línea. Un silencio muy corto. No duró más de un par de segundos, pero Jane lo advirtió. Y la sorprendió. Tres años atrás hubiera sido imposible que Gabriel Vaughan permitiera que algo así lo afectara.

      –No sabía que Felicity estaba embarazada –dijo con rudeza.

      –¿Y hubiera supuesto alguna diferencia que lo supiera? –conocía de antemano la respuesta.

      –¿Alguna diferencia para qué? –preguntó él con voz sedosa.

      –No se ande con rodeos, señor Vaughan. Está negociando con Richard Warner y al parecer todo este asunto está afectando a la salud de su esposa. Y a la de su bebé… ¿No cree usted que…?

      –No estoy seguro de que te gustara oír lo que yo creo, Jane Smith –la interrumpió Gabriel Vaughan bruscamente.

      –Tiene razón. No me gustaría en absoluto. Pero creo que ya es hora de que alguien le diga algo sobre su falta de consideración por las vidas de las personas con las que negocia. Su manera de tratar con los demás deja mucho que desear, señor Vaughan y… –se interrumpió bruscamente. Sentía un silencio de hielo al otro lado de la línea. Y al mismo tiempo era consciente de que había hablado demasiado.

      –¿Y qué sabes tú sobre mi forma de tratar con los demás, Jane Smith?

      Evidentemente, había hablado demasiado.

      –Es

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