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Bueno, y tres sobrinos, pero son muy pequeños. Mi hermano tiene a su mujer y a los niños, no está solo.

      —¿Y tú?

      —Yo te tengo a ti, ¿no? —respondió con una sonrisa abatida. Levantó la cerveza y brindó con ella hacia su compañero, que la acompañó en el trago—. ¿Qué me dices de ti, cómo te va la vida?

      Miguel sonrió y se encogió de hombros.

      —Nada nuevo bajo el sol. Ningún cambio en las últimas setenta y dos horas —bromeó.

      —Se me han hecho muy largas…

      —Lo sé. En los malos momentos el tiempo parece que no pasa, que te has quedado atascado ahí para siempre.

      —Y que nunca más serás capaz de respirar con normalidad, o de sonreír —concluyó Marcela. Luego le miró un momento y reconoció la sonrisa afligida que había visto horas antes en su propia cara. Levantó el botellín y brindó al aire.

      —Bebe antes de que se caliente —la animó Miguel tras apurar el suyo—. En este tugurio no saben lo que es el aire acondicionado.

      Otras dos cervezas después, al friso de las doce, emergieron a una noche lluviosa y helada.

      —Te veo mañana —se despidió Marcela, que se pegó a la pared para evitar empaparse del todo.

      —Allí estaré, jefa.

      —No me llames jefa.

      —Eres mi jefa, es un hecho.

      —Y tú eres bobo, eso también es un hecho.

      Sonrieron y se dirigieron cada uno hacia un extremo de la calle. Miguel en dirección a su apartamento en uno de los nuevos barrios de la ciudad, hasta donde llegaría en su crossover nuevecito, y Marcela a su piso alquilado en el corazón del casco viejo. Pensar en el subinspector Bonachera le hizo mantener la sonrisa unos segundos más. Era un hombre tradicional, burgués y amante de las cosas buenas. Buen coche, buena ropa, buen corte de pelo, buena vivienda, buenas vacaciones, mujeres de muy buen ver… En su opinión, el trabajo que había elegido no le pegaba nada; no sabía de dónde había sacado su vocación de policía, pero no lo hacía mal y, quién sabe, quizá un día fuera un buen inspector jefe. O un buen comisario.

      Apretó el paso. La escueta cornisa apenas la protegía del chaparrón, que además arreciaba ladeado hacia ella. De nada le sirvió resguardarse unos segundos en el hueco de un portal. Llovía por los cuatro costados. Respiró hondo y echó a correr. No la separaban más de quinientos metros de su casa, y aun así llegó sin resuello. Se dijo por enésima vez que tenía que dejar de fumar, pero en esta ocasión la voz que escuchó en su cabeza no fue la suya, sino la de su madre. ¿Se estaría volviendo loca? Decidió que no, que seguramente sería fruto del cansancio, las cervezas y las emociones de los últimos días.

      Le costó sacar las llaves con los dedos entumecidos. Cuando consiguió entrar, se desnudó en el baño y se envolvió en el albornoz que colgaba detrás de la puerta. La casa estaba helada, llevaba tres días sin encender la calefacción y la temperatura en la calle no había pasado de los nueve grados.

      Puso el termostato del pasillo casi al máximo para darle un rápido calentón al piso y se secó el pelo con una toalla antes de sentarse en el salón. Tenía el móvil en la mano y jugueteaba arriba y abajo con la lista de contactos. Era casi la una de la madrugada. Si no estaba trabajando, seguramente estaría durmiendo. No había hablado con él desde antes de marcharse a Biescas.

      Se levantó, cogió una cerveza de la nevera y un cenicero y se volvió a acurrucar en el sofá. La habitación comenzaba a templarse, pronto podría ajustar el termostato.

      Encendió el cigarrillo, le dio un trago al botellín y pulsó la tecla verde de su móvil. Un segundo después, otro teléfono estaba sonando en algún lugar. Sin embargo, la señal de llamada fue todo lo que recibió antes del pitido final.

      Se levantó del sofá, apagó el pitillo, bajó la temperatura y se dirigió a su habitación con la cerveza todavía en la mano.

      Sentada en la cama, abrió el cajón de la mesita y sacó una caja de diazepam.

      —Plan B —dijo en voz alta.

      Extrajo dos comprimidos del blíster, los pasó con el último trago de cerveza, se quitó el albornoz y se acurrucó debajo del edredón. Confiaba en que el alcohol y las pastillas ahuyentaran los malos sueños. Habría preferido una visita de Damen, aunque fuera rápida, pero desde lo de Héctor había aprendido a no pedir nunca, a no esperar nada, a apañárselas sola. De esa forma, la decepción y el dolor quedaban fuera de la ecuación de la vida.

      Sonreír y callar, esa era la consigna que Miguel Bonachera se había impuesto a sí mismo desde el primer día, desde el mismo instante en que el inspector jefe le asignó a la reducida unidad de la inspectora Pieldelobo. No era más guapa que las demás, ni más atractiva. De hecho, ni siquiera era especialmente simpática. Sin embargo, todo en ella le atraía. Su voz, su forma de mirar, sus zancadas rápidas alejándose de él, de todos; sus exabruptos, cómo cerraba los ojos y fruncía los labios cuando aspiraba el humo del tabaco.

      Sin embargo, Bonachera no era tonto. Sabía que sería inútil intentar cualquier tipo de acercamiento, directo o indirecto, y que darle a conocer sus sentimientos sólo serviría para alejarla definitivamente.

      Una vez en casa tras despedirse de su jefa en la puerta del bar, se quitó la ropa mojada y se puso un pantalón corto y una camiseta ajada. Sentía la piel erizada, hambrienta, y tenía un nudo en el estómago. Se acercó al pequeño gimnasio que había instalado en una de las habitaciones de su piso. Marcela no se equivocaba, le gustaban las cosas bonitas, los objetos únicos y preciados, la ropa de calidad. Ella nunca había puesto un pie en su casa, pero le había bastado con echarle un vistazo para calarlo. A ella le daba igual. Él le daba igual, todo le era indiferente. Todo, salvo el dolor en el que solía refocilarse con exasperante frecuencia.

      Miguel miró el banco de remo, las pesas cuidadosamente colocadas junto a la pared, la cinta para correr y la bicicleta estática. La piel no dejaría de arderle con un poco de ejercicio. Sabía exactamente lo que necesitaba.

      Volvió al salón, cogió su móvil y buscó el teléfono que necesitaba. Respondieron al segundo tono.

      —Sé que es tarde —dijo con voz melosa, a modo de disculpa—, pero no hago más que pensar en ti. —Escuchó la respuesta y su sonrisa se amplió—. Te espero en mi casa, tengo todo lo que necesitamos.

      Colgó y dejó el teléfono sobre la mesita. Después se dirigió al mueble del salón, un moderno conjunto de módulos lacados que parecían flotar en el aire. Abrió el más alto y se concentró en la rueda de la caja fuerte que ocupaba todo el espacio. Había elegido una pequeña cámara acorazada de apertura tradicional, convencido de que era mucho más seguro y difícil de violar que cualquier teclado informático. Hizo girar la rueda a uno y otro lado y tiró con fuerza de la puerta. Apartó a un lado el arma que guardaba allí y metió la mano hasta dar con una pequeña caja metálica.

      La sacó, cerró de nuevo la caja fuerte, hizo girar la rueda y se dirigió a la mesa del salón. Cuando sonó el timbre, la bandeja de plata que había colocado sobre el cristal estaba ocupada por cuatro perfectas, simétricas y paralelas rayas de coca.

      Miguel sonrió y se levantó para abrir. Le ardía la piel, pero el remedio acababa de llegar. Dejó pasar a la espectacular mujer que le devolvió la sonrisa desde el umbral y cerró la puerta.

      6

      Con dos cafés y un ibuprofeno como todo alimento, Marcela corrió calle abajo en dirección a la comisaría. No había oído el despertador y se había perdido la reunión matinal. Confiaba en que Bonachera hubiera sido más responsable que ella.

      No le iba a dar tiempo a fumar un cigarrillo antes de entrar.

      —Mierda, mierda, mierda —masculló mientras torcía la última

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