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quiero largarme de un entorno soporífero. Lean y verán que no miento.

      Otoño en Taipéi. La capital de Taiwán, la antigua Formosa, me abrumaba con su tedio y su calor. Era la hora en que se maquillan las chinas y los espías nazis se duermen en los cafés, cuando el sol asume esa roja tonalidad con la que se apaga la tarde en Oriente.

      El taxista que me condujo al aeropuerto olía a sudor mezclado con aceite de soja. Constantemente, como un poseso, cambiaba la radio de frecuencia. El ruido de las ondas sonaba a masacre en un gallinero. Los efluvios del conductor, más su estúpida manía por desequilibrar la red de emisoras, hacían crecer mi aburrimiento, el cual, para sosegarse, necesitaba que alcanzásemos el avión.

      Salir de Asia resulta tan difícil como salir de África negra. A última hora, siempre surge un requisito raro, extrañas barricadas que levanta ante ti la burocracia oriental. Aquel tórrido viernes de otoño no iba a ser menos. El aduanero, con un acento inglés hamacado en bambúes, fue explícito:

      —No puede abandonar Taiwán. En su pasaporte no figura el sello de salida de la Oficina de Emigración de Taipéi.

      Bastaba ver al agente para saber que era insobornable; no había nada que hacer. Hube de recomponer mi actitud. Le cambié las constantes y, sin responder a su código, le dije que quería hablar con el jefe de aduanas con toda urgencia, pues no podía perder el vuelo. El aduanero no se opuso a mi petición. Con la ironía del que manda a alguien a no conseguir nada, me indicó el modo de llegar a las oficinas del edificio.

      Ascendí por unos escalones, atravesé un corredor abandonado a grasientos anuncios de aviación y apareció, al fondo, un despacho cuyas puertas permanecían abiertas. Con más prisa que seguridad, penetré en aquella estancia de aire agrio. Una vieja pegaba sellos o pólizas, no sé, no tuve tiempo para fijarme en su vicio. Los ojos de un gran sapo de unos ochenta kilos se habían posado en los míos como lapas. Era el jefe de aduanas, no le cabía otro aspecto. Antes de que pudiera cerrar su abanico, me incliné sobre su mesa y le dije en tono casi secreto:

      —He de hablar con usted, a solas. Se trata de un asunto personal y privado.

      Un gesto suyo mandó salir a la vieja, que lo hizo al instante.

      Para empezar, había logrado crear un ambiente. El misterio que cautiva a los chinos. Compartir situaciones confusas les da placer. Dicho cacique, empanado en rutina, parecía interesarse por lo que le pudiera contar. Solo faltaba involucrarle en mi drama. Y eso fue lo que hice. De nuevo, me adelanté a sus pensamientos. Esta vez, perforando su intimidad, le solté:

      —¿Está usted casado?

      —Sí, desde hace diez años, ¿por qué le interesa?

      Sin responder a su pregunta, volví a preguntar:

      —¿Su mujer le es fiel?

      —¡Por supuesto que sí! ¡Siempre lo ha sido! —dijo, poniéndose de pie y subrayando con una gota de histeria su afirmación.

      Aquella fidelidad confesada resultaba perfecta a mis planes. El chino empezaba a transpirar incertidumbre, no iba a costar mucho llevarle al huerto. Bastaba con que yo improvisase una historia de infidelidad que pudiera sucederle a él en cualquier momento, algo que contuviera los elementos de un drama, para que, sin dudarlo, se desdoblase y participara en mi caso como un solo hombre. Le dije, como quien se confiesa a un hermano:

      —Tengo que ir a Tokio, esta noche, sin falta. Sospecho que mi mujer está teniendo un asunto con mi mejor amigo. Quiero cogerlos juntos. Según he sido informado, ahora están en el hotel Okura, dale que dale.

      Al jefe de aduanas se le retorcieron las tripas. Vivía mis cuernos como si fueran suyos. Su desdoblamiento, de manual psiquiátrico, mostraba comprensión hacia mí y una terrible indignación ante el suceso que deshacía mi vida. El chino ya se había entregado. Sin ocultar su ira por la cabronada que mi mujer y el fraternal amigo me estaban brindando en Tokio, hizo la siguiente pregunta:

      —Si los sorprende juntos, ¿qué les hará?

      Como era menester, no le repuse y volví a trasladarle la pregunta:

      —¿Qué haría usted?

      —¡Matarlos! ¡Hay que matarlos! —repuso con voz de ansiedad, abanicándose fuerte.

      —Yo no sé si llegaría a tanto, pero quiero cogerlos juntos, ¿usted me comprende?

      —¡Claro que le comprendo! ¡Usted no puede esperar!

      —Pero existe un problema. Hoy es viernes, me falta un sello y… la Oficina de Información de Taipéi no abre hasta el lunes.

      —¡No se preocupe y venga conmigo! —terminó, adquiriendo una velocidad al andar que no correspondía a su peso de morsa. Él ya era yo, había asumido mi tragedia y quería vengarla.

      Me acompañó hasta la puerta de embarque, deseando suerte a mi misión de rescate y castigo. Nos estrechamos las manos, tan fuerte que todavía me duelen los dedos. De haberse enterado de que yo por entonces era soltero, no sé qué me habría ocurrido. La que debió armarle a su china esa noche tuvo que ser de marca mayor, pues hablamos de un energúmeno.

      Cuando me sofoca un entorno, invento lo que sea con tal de poder seguir disfrutando de la vida. Por eso, cuando me aburro, me voy.

      Primera parte

      I

      Primeros pasos por el mundo

      INTRO

      Un recuerdo

      Principios de los cincuenta, Seaford. Un pueblo pequeño entre Eastbourn y Brighton, condado de Sussex, Inglaterra. En el gimnasio del colegio Ladycross, donde llevo interno ya unos meses, los mismos que hace que no la veo, mi madre espera con aire cohibido y las piernas muy juntas. Viste con clase, lo propio en una mujer de su condición; esposa de diplomático, de profesión: sus caprichos. No sabe una palabra de inglés. En realidad, más que mostrar timidez, se diría que es la viva imagen de la inseguridad y el terror. Salta a la luz —así lo imagino— que no domina la situación. Una presencia diminuta perdida entre los más de cincuenta metros de longitud de aquella sala cuyas paredes se cubren de espalderas. Aquí y allá, barras asimétricas, colchonetas, anillas, plintos y cuerdas de nudos que cuelgan del techo y por las que ascendemos como macacos en celo en nuestra clase diaria de educación física.

      Mi familia me ha enviado a este precioso rincón del litoral inglés para que me eduquen, porque he sido considerado, con total acierto, como el lector tendrá oportunidad de apreciar en breve, un salvaje. Lo soy. Lo era y, en cierta medida, lo sigo siendo hoy, aunque esa es otra historia. Volvamos a aquella mañana brumosa y feliz como casi todas las de aquellos días, porque he de aclarar que yo fui muy feliz entre los muros de aquella prestigiosa institución académica destinada a desbrozarme en idioma ajeno, idioma que, si en principio me resultó extraño, en poco tiempo llegué a considerar tan mío como el castellano. Gracias a que de pequeño viví siempre contento y libre, aún hoy es muy raro verme triste.

      Mi madre me aguarda. Ya me han avisado de su visita. Han ido a buscarme al campo de rugby donde mis compañeros y yo practicamos el arte de atizarnos golpes una y otra vez, con constancia aprendida y eficacia indudablemente británica. Miss Elsey trata de llamar mi atención, quiere decirme algo; la he visto de reojo, pero no va a resultarle fácil arrancarme de allí. Aún soy muy pequeño, pero el deporte es mi pasión. Estoy disfrutando y quiero seguir haciéndolo. Finalmente, logra que me acerque y me anuncia la llegada de mi madre. Ahora sí, lo dejo todo y camino dócil y emocionado de su mano hacia el dormitorio. Van a prepararme de arriba abajo para el encuentro: ducha completa y frotando a fondo para quitarme el barro, ropa de domingo y el peine que penetra sin piedad en una maraña rebelde donde aún queda algún que otro pegote de tierra. Me han acicalado con esmero antes de mandarme a presencia materna.

      Puedo imaginarme ese tiempo de espera al detalle. Truchy —Inés

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