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para servirse un café de la cafetera que Dev había puesto de nuevo al fuego. Finalmente se sentó a su lado en la mesa y le dio un trago a su taza.

      –Perfecto –dijo–. Llevo una hora ansiando tomarme un café. Esa ropa te sienta muy bien. Con la ropa de trabajo caqui y esas heridas… Pareces recién salido de una película de guerra en la selva. Ah, y era eso lo que me ibas a preguntar, ¿no? ¿Qué edad tengo?

      –Puede que no hubiera sido tan maleducado.

      Dev seguía mirándola fijamente. No podía evitarlo. Esa chica era… ¿magnética?

      –Estoy acostumbrada a que me lo pregunten –dijo ella alegremente–. A veces todavía he de enseñar el carnet de conducir cuando me voy a tomar algo con alcohol o voy al cine. Siento no haber estado aquí para hacerte el desayuno y calentarte el agua para que te pudieras lavar. Habría podido despertarte antes, pero me dio pena. ¿Ha cuidado bien el abuelo?

      –Él se cuida solo, chica –gruñó Joe–. Y lavarse con agua fría no le hace daño a nadie. ¿Qué has hecho con el pequeño?

      –Está con Lucy en la playa.

      El rostro de Maggie se puso serio entonces.

      –¿Pasa algo? –preguntó dev rápidamente.

      Maggie agitó la cabeza, pero no volvió a sonreír.

      –No, sólo que…

      –¿Qué?

      –No puedo hacerlo reír.

      –Su madre no lo quiere –murmuró Joe.

      Maggie lo miró fijamente, lo mismo que Dev. Esos dos eran muy intuitivos y rápidos de discernimiento.

      –Yo no he dicho eso –protestó él.

      –Pero es cierto –insistió Joe–. ¿No?

      –Yo…

      –Te lo digo yo.

      –¿Por qué no lo quiere su madre? –preguntó Maggie mirando a Dev.

      Mientras tanto, él trataba en vano de concentrarse en el desayuno.

      ¡Esos ojos!

      –¿Por qué no os lo imagináis? –dijo–. A los dos parece que se os da muy bien eso.

      –Son las algas –dijo Maggie riéndose–. Nos hace ser omniscientes. Pero eso no responde a la pregunta.

      –Mirad, lo siento, pero no es…

      –Cosa nuestra. No, pero si podemos ayudarlo…

      –No es necesario que lo hagáis –dijo Dev–. De hecho, ya habéis hecho más de lo necesario. Nos habéis salvado la vida y nos habéis dado un sitio donde dormir. Pero ahora… tenemos que salir de vuestras vidas. ¿Podemos usar el teléfono…?

      –Radio –le dijo Joe–. Aquí no hay teléfono.

      –Radio entonces. Llamaré a un helicóptero para que nos lleve a tierra firme.

      –¿De verdad? –le preguntó Maggie mirándolo a los ojos–. ¿Y cómo piensas hacerlo?

      –Estoy seguro de que hay helicópteros de alquiler.

      –Sólo hay dos con autonomía suficiente como para llegar hasta aquí –dijo Maggie–. Y no pongas esa cara. No es que tenga poderes sobrenaturales que me lo digan. Es que lo sabemos, vivimos aquí. Y créeme, cuando se vive aquí tienes que conocer muy bien cuáles son tus posibilidades de escapar en una emergencia. Si anoche hubiéramos pedido un helicóptero ambulancia, podríais haber salido de aquí inmediatamente porque era una emergencia, pero ahora… Les hemos dicho que estáis bien, así que tendrás que ponerte a la cola.

      –¿Qué cola?

      –Esta mañana llamé a Melbourne por radio –le dijo Maggie–. Sólo para ver cómo iban las cosas, por si querías que os evacuaran.

      –¿Y?

      –La huelga de pilotos ha afectado a todos los vuelos del país. Todo el mundo está como loco tratando de encontrar un medio de transporte y la huelga parece que va a durar hasta la semana que viene, así que los dos helicópteros de alquiler están ocupados hasta entonces. Me temo que deberías haber aceptado la ambulancia aérea anoche, porque ahora estáis anclados aquí durante el tiempo que dure la huelga.

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