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aquí, tendremos tal balanza comercial que podremos superar mi idea, a menudo criticada pero completamente sensata, de 3.000 a 5.000$ al año para cada familia; es decir, para cada familia realmente estadounidense. Lo que queremos es esta ambiciosa visión de futuro; no todas esas tonterías de perder el tiempo en Ginebra y charlar sin parar en Lugano, dondequiera que esté ese lugar.

      La hora cero, Berzelius Windrip.

      EL DÍA de las elecciones caería en un martes, el tres de noviembre. El domingo uno, por la noche, el senador Windrip representó el final de su campaña en un mitin masivo en el Madison Square Garden de Nueva York, que albergó a unas 19.000 personas, contando con los asientos y las localidades de pie. Una semana antes del mitin ya se habían vendido todas las entradas, con precios entre los cinco centavos y los cinco dólares; luego, los especuladores las revendieron por entre uno y veinte dólares.

      Doremus había conseguido una sola entrada gracias a un conocido que trabajaba en uno de los periódicos de Hearst (los únicos diarios neoyorquinos que apoyaban a Windrip). Así, el uno de noviembre por la tarde recorrió las trescientas millas que le separaban de Nueva York, para visitar la ciudad por primera vez en tres años.

      Había hecho frío en Vermont y había nevado antes de tiempo, pero los copos blancos se posaban en la tierra tan delicadamente y se respiraba un aire tan impoluto, que el mundo parecía un carnaval plateado abandonado al silencio. Incluso en las noches sin luna surgía un resplandor pálido de la nieve, de la misma tierra, y las estrellas eran gotas de metal fundido.

      Siguiendo al mozo de las maletas que llevaba su gastada bolsa de viaje, Doremus salió de la estación central de Nueva York a las seis en punto y se encontró un goteo gris de lluvia sucia y fría: el agua de fregar los platos en la cocina del cielo. Las famosas torres que esperaba ver en la calle cuarenta y dos estaban muertas, envueltas en sus vendajes de momia compuestos por jirones de niebla. Y en cuanto a la muchedumbre que, con un cruel desinterés, pasaba a toda prisa junto a él (una mancha nueva de rostros desconsiderados a cada segundo), el hombrecito de Fort Beulah solo pudo pensar que en Nueva York se estaría celebrando la feria del condado bajo esta pegajosa llovizna o que había un gran incendio en algún lugar.

      Por prudencia, había previsto usar el metro para ahorrar dinero (¡los acaudalados burgueses de pueblo son tan pobres en la ciudad de los jardines babilonios!) e incluso recordó que en Manhattan todavía quedaban tranvías por cinco centavos el trayecto, en los que un pueblerino se podía entretener mirando a los marineros, los poetas y las mujeres con chales procedentes de las estepas de Kazajstán. Se había quitado de encima al mozo de las maletas con lo que consideraba una sofisticada urbanidad: “Creo que cogeré un tranvía; solo son unas pocas manzanas.” Sin embargo, ensordecido, mareado y tras recibir varios codazos de la muchedumbre, empapado y deprimido, se refugió en un taxi y luego deseó no haberlo hecho, al ver el resbaladizo pavimento color goma y quedarse su vehículo atascado entre otros coches que apestaban a monóxido de carbono, tocando la bocina frenéticamente para liberarse del atasco; un grupo de ovejas robóticas balando aterrorizadas con sus pulmones mecánicos de cien caballos.

      Vaciló tímidamente antes de salir otra vez de su pequeño hotel, en los West Forties. Cuando lo hizo, avanzando aturdido entre las chillonas dependientas, las coristas fatigadas, los jugadores duros con sus puros y los hermosos jóvenes en Broadway, se sintió como un auténtico Caspar Milquetoast con las botas de goma y el paraguas que Emma le había obligado a llevar.

      Se fijó especialmente en algún que otro soldado de imitación, sin armas en la cintura ni rifles, pero vestidos con uniformes como los de la caballería estadounidense de 1870: quepis azules inclinados en la parte superior, guerreras de color azul marino y pantalones azul claro con rayas amarillas en la costura metidos en unas polainas de una especie de goma negra para los que parecían ser soldados rasos, y elegantes botas de cuero negro para los oficiales. Todos llevaban las letras “M.M.” en el lado derecho del cuello y una estrella de cinco puntas en el izquierdo. Había muchísimos; se pavoneaban con un aire arrogante y se abrían paso a codazos entre los civiles; a la gente insignificante como Doremus la miraban con una insolencia glacial.

      De repente lo entendió todo.

      Estos jóvenes mercenarios eran los “Minute Men”: la tropa privada de Berzelius Windrip, sobre los que Doremus había publicado inquietantes reportajes. Estaba contento y un poco consternado de poder verles ahora..., palabras impresas convertidas en carne brutal.

      Tres semanas antes, Windrip anunció que el coronel Dewey Haik había fundado, solo para la campaña, una asociación nacional de clubes de desfiles a favor de Windrip, que se llamaría los Minute Men. Probablemente llevaran en formación varios meses, pues ya contaban con trescientos o cuatrocientos mil miembros. Doremus tenía miedo de que los M.M. se convirtieran en una organización permanente, más amenazadora que el Ku Klux Klan.

      Su uniforme recordaba a los Estados Unidos pioneros de la batalla de Cold Harbor y de los guerreros indios a las órdenes de Miles y Custer. Su emblema, su esvástica (en la que Doremus intuyó la astucia y el misticismo de Lee Sarason), era una estrella de cinco puntas, porque las estrellas de la bandera estadounidense tenían cinco puntas, mientras que las del estandarte soviético y la de los judíos (el sello de Salomón) tenían seis.

      Durante esta agitada época de regeneración, nadie se fijó en el hecho de que, en realidad, la estrella soviética también tenía cinco puntas. De todos modos no era mala idea que esta estrella cuestionara a la vez a los judíos y a los bolcheviques; los M.M. tenían buenas intenciones, aunque su simbolismo patinara un poco.

      Sin embargo, lo más astuto de los M.M. era que no llevaban camisas de color, sino únicamente blancas al desfilar y caqui claro en las avanzadas, por lo que Buzz Windrip podía rugir con frecuencia: “¿Camisas negras? ¿Camisas pardas? ¿Camisas rojas? ¡Sí, hombre! ¡Y también camisas con manchas como las vacas! ¡No son más que degenerados uniformes europeos de la tiranía! ¡No, señor! Los Minute Men no son fascistas ni comunistas ni nada de eso, sino simplemente demócratas. ¡Los caballeros defensores de los derechos de los Hombres Olvidados, las tropas de choque de la Libertad!”

      Doremus cenó comida china, un capricho que siempre se permitía cuando estaba en una gran ciudad sin Emma, quien afirmaba que el chow mein no era más que virutas fritas de madera con una salsa de pasta de harina. Aquí se le olvidaron un poco los maliciosos soldados de los M.M.; estaba contento de observar las tallas de madera dorada, los faroles octagonales con pinturas de campesinos chinos (parecidos a muñecos) cruzando puentes con arcos y a cuatro clientes, dos hombres y dos mujeres, que parecían enemigos públicos y se pasaron toda la cena discutiendo con una ferocidad comedida.

      De camino al Madison Square Garden y al mitin culminante de Windrip, se sumergió en una auténtica vorágine. Toda la nación parecía dirigirse al mismo lugar, quejándose. No pudo conseguir ningún taxi y, al recorrer a pie las alrededor de catorce manzanas hasta el Madison Square Garden, bajo la deprimente tormenta, se dio cuenta del humor de perros que tenía la multitud.

      La octava avenida, bordeada por tiendas de baratijas, estaba atestada de gente apagada y desanimada que, aun así, esta noche se sentía alegre gracias al hachís de la esperanza. Abarrotaban las aceras y cubrían casi todo el pavimento, mientras los irritados vehículos se abrían paso con dificultad entre ellos y los policías enfadados acababan siendo empujados y arrastrados (si intentaban ponerse altivos, las animadas dependientas se burlaban de ellos).

      A través del caos, delante de Doremus, se abría paso a codazos una rápida tropa de Minute Men en formación de cuña, dirigida por lo que más tarde reconocería como un corneta de los M.M. No estaban de servicio ni eran agresivos; solo gritaban llenos de entusiasmo y cantaban, “Berzelius Windrip fue a Wash.”; a Doremus le recordaron a un puñado de estudiantes, algo borrachos, de una universidad inferior después de una victoria de su equipo de fútbol americano. Así los recordaría más tarde, meses después, cuando sus enemigos de todo el país empezaron a llamarles con sorna “Mickey Mouses” y “Minnies”.

      Un anciano, arreglado pero con ropa gastada, se puso en medio impidiéndoles el paso y gritó: “¡Al diablo con Buzz! ¡Tres hurras por Roosevelt!”

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