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en el estómago. Soren no debía enterarse, en Waldhaus estaríamos seguros.

      ALICE

      Al salir, rodeé los muros por el sendero hasta ver la casa en toda su magnitud: los arcos ojivales de las ventanas, los contrafuertes de piedra blanca y los tejados de pizarra negra con vertiginosas caídas. Paseé siempre vigilada por los guardias apostados en cada una de las esquinas, en la linde con el bosque, donde las últimas luces se filtraban sobre el suelo de agujas y un aire frío comenzaba a soplar. Heiner, el jefe de seguridad, pasó junto a mí y me saludó con la cabeza con frialdad. Era el único con el que apenas había intercambiado unas breves palabras de agradecimiento cuando nos llevó del aeropuerto a Waldhaus el día anterior. El rugido de un motor rompió la paz del paisaje, un Porsche antiguo, de color azul claro, entró a toda velocidad y siguió el sendero hasta parar frente a la entrada con un chirrido de sus frenos y dejando una estela negra sobre la gravilla blanca.

      Sonreí cuando Jürgen bajó del coche. ¡Solo podía ser él! Llevaba unos vaqueros negros y una camiseta del mismo color. Fruncía el ceño como si pensase en algo que no acababa de convencerle, y entonces me vio. Su expresión cambió con rapidez de la sorpresa al reconocimiento, ¿se había olvidado de que yo estaba allí?

      —¡Eh! ¡Inglesa!

      Intenté no enfadarme con él, me hacía gracia su saludo: «¡Eh!». Y lo cierto es que sí era inglesa, y hacía unas horas lo había tratado un poco mal. «¿A qué has venido, Alice, de qué huyes?». Tal vez Jürgen solo intentaba saber qué me había llevado allí, igual que Nela y Soren, igual que mi familia y yo misma. Si íbamos todos a convivir unos días no quería provocar problemas a Nela. Iba a llevarme bien con el hermano de Soren. «Una excusa como otra cualquiera para no confesar que te atrae…», apagué la voz que de vez en cuando se reía de mí desde dentro.

      —Hola, Jürgen. Bonito coche.

      —Si vas a decir que ya sabías qué coche tenía, o algo sobre que soy una muestra del típico niño rico, déjalo, de verdad. No estoy de humor —contestó mientras se liaba un cigarrillo con maestría antes de cerrar la puerta de su coche con el pie.

      Quedé parada frente a él mientras Jürgen se giraba para sacar las llaves del contacto con gesto cansado.

      —Lo decía en serio, es una pasada, ¿un Porsche 911?

      Jürgen me observó con el ceño fruncido, decidiendo si hablaba en serio o íbamos a discutir de nuevo. Una medio sonrisa acompañó al bufido, ¿sabría que intentaba mantener la paz entre nosotros?

      —Es un Porsche, sí —contestó molesto.

      —¡Guau! A mi padre le encantan los coches. De pequeña siempre me arrastraba a las carreras y a las ferias de automóviles. —Acaricié un momento la carrocería con devoción—. Oye, Jürgen, lo siento. Esta mañana fui un poco brusca —me disculpé aun sabiendo que él había sido más borde que yo, pero no podía estar mucho tiempo enfadada.

      —No importa.

      Jürgen vio cómo temblaba ante los últimos rayos de sol, el viento sopló con fuerza. Él volvió a abrir el coche, sacó una chaqueta del asiento del copiloto, una cazadora de cuero con los puños desgastados y las marcas de los antebrazos. Con una expresión de fastidio se acercó y la puso sobre mis hombros intentando no tocarme. Olía de maravilla, a jabón y crema de afeitar y ¿a perfume de mujer? Sus ojos esquivaron a los míos para prestar atención a los guardias que se movían a un lado y al otro.

      —Gracias.

      —Déjala luego dentro, Helga hará que la suban a mi habitación.

      Se fue sin más, arrojó el cigarrillo al suelo dejándome sola en el exterior con la sensación de que tal vez Jürgen no quería ser así, que con mis palabras lo había herido de alguna manera y ahora tendría que ganarme su confianza.

      Le seguí a los pocos minutos, entré con la chaqueta en la mano, la dejé sobre una silla, reticente y frustrada por ser incapaz de hablar con ese alemán obstinado. Me preguntaba cómo sería su habitación. ¿Como la mía? ¿O con una larga fila de fotos enmarcadas con las chicas que le perseguían? Porque eso no se podía negar, Jürgen era guapo, atractivo, de esos hombres que, al caminar por la calle, son seguidos por los ojos de alguna mujer.

      Pasé delante del estudio, la puerta estaba abierta y mis pasos se detuvieron junto al dintel. No había nadie. Entré llevada por la curiosidad, el maletín negro seguía allí. Miré hacia atrás para asegurarme de que nadie me veía entrar y avancé hasta la mesa. La tapa estaba abierta, quedé al segundo atrapada por la imagen. Las formas redondas, la fuerza de las miradas, la madre mirando a su pequeño, en su regazo. Me enternecieron las expresiones de sus rostros, la redondez de sus pómulos, la media sonrisa de sus bocas. Las manos delicadas sosteniendo al pequeño en contraste con la escena de atrás en la cual aparecía la mirada perdida de un santo. ¿San Juan Bautista? Una escena religiosa. Una composición triangular con el fondo en ruinas y la silueta de cúpulas de iglesia y los edificios bañados en una niebla azulada. La belleza del cuadro estaba presente en sus rostros, en sus ropas de colores difuminados, rojo, azul y blanco, los paños italianos sobre las cabezas… La serenidad inconfundible del cuadro, la técnica del esfumado y el glacis para aplicar luz me hizo saber al momento de qué escuela se trataba y quién podía haberlo pintado. Con reverencia acaricié suavemente la superficie admirando la rugosidad de los trazos, venerando lo hermoso de la composición y el brillo de las miradas.

      En el fondo del maletín, acolchado para no dañar el contenido, una pequeña etiqueta de las que ponían en los museos para identificar las obras en restauración se había caído en una esquina. Miré de nuevo hacia la puerta para asegurarme de que seguía sola y la cogí temiendo rozar aún más el lienzo. Era tan pequeña que el número de serie con que habían catalogado la obra estaba apretado, casi ilegible, la giré y fruncí el ceño. Museum Vat. El papel debía de estar ahí de antes porque, si no, significaba que ese lienzo había salido del Museo del Vaticano y eso era imposible.

      La voz de Roberto Márquez, mi profesor y ahora mi jefe en el museo en el que trabajaba, me llegó tan nítida como aquella mañana en clase de restauración, por mucho que ese día tuviera resaca: «Catalogar la obra mediante códigos es lo normal. Si habéis estado en un aeropuerto sabréis que en vuestro billete de avión aparece un código de la ciudad a la que vais, AMS, Ámsterdam, Madrid, MAD. Los museos tienen sus propios códigos, cuando una obra se cataloga aparece EXP si pertenece a una exposición temporal. Si no, encontraréis solo el nombre del museo y un número de serie, el autor… Si está expuesta en las salas, pondrá MS y, si está archivada, las referencias del lugar estarán reflejadas…».

      Nunca creí que pudiera ver una obra salida del Museo del Vaticano, una obra que había estado expuesta en alguna de sus salas, y que pudiera observarla tan cerca. Se lo había prometido a Nela, tenía que olvidar ese lienzo y su procedencia por el bien de mi amiga.

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